Melchor Rodríguez: un ángel rojo necesario

Alfonso Domingo

Algunas veces la vida nos da agradables sorpresas, se hace justicia y se homenajea a quien verdaderamente se lo merece. Este es, ni más ni menos, el caso de Melchor Rodríguez García, El ángel rojo, condecorado este lunes 15 de mayo con la medalla de honor del Ayuntamiento de Madrid. Digno reconocimiento al último alcalde del Madrid republicano, un salvador de hombres en la guerra civil por encima de la ideología. Y digo por encima de la ideología pero acaso diga mal, porque Melchor hizo lo que hizo porque sus ideales de emancipación y de justicia así se lo exigían como anarquista humanista que era, desde su puesto de encargado de las prisiones madrileñas durante los peores momentos de la guerra. En el empeño del reconocimiento que este país le debe, estuvo en el principio la CGT y luego todo el movimiento libertario –los ayuntamientos de Madrid y Sevilla dedicaron hace años una calle a Melchor en el extrarradio de ambas ciudades-. También muchos hombres y mujeres de bien, sin adscripción política o de otras ideas, apoyaron este reconocimiento. De hecho, esta última iniciativa ha sido iniciativa del grupo Ciudadanos. Por su parte, el movimiento libertario –CGT, CNT, Solidaridad Obrera– lo homenajeará en Madrid el 19 y el 20 de mayo, con un acto en la Fundación Anselmo Lorenzo y un homenaje en el Cementerio de San Justo, donde está enterrado. 

Melchor Rodríguez García tuvo que enfrentarse a una dura prueba durante la guerra civil. Garantizar la vida de presos enemigos, así como acabar con sacas, checas y fusilamientos en la retaguardia, una labor en la que se empeñaba el gobierno republicano. Ex novillero, oficial chapista y activo sindicalista, Melchor fue el responsable de las prisiones republicanas entre noviembre de 1936 y marzo de 1937 y, posteriormente, concejal de cementerios de Madrid. Como representante del consistorio madrileño, le cupo la triste tarea de entregar la ciudad de Madrid a los nacionales el 28 de marzo de 1939.

Personas y organizaciones le apoyaron en su difícil labor, pero sin su voluntad, su carácter, sus ideas, su valor, no hubiera podido salvar a más de 11.200 personas –número de presos en las cárceles de Madrid–, además de haber refugiado en su casa a casi medio centenar y pasar a otras a Francia.

Un andaluz en Madrid

Melchor Rodríguez llevaba en el sindicalismo desde los años 20, cuando llegó a Madrid. En la capital de España se juntaba un colectivo obrero que trabajaba sobre todo en la construcción, las obras públicas y el metro. Melchor Rodríguez García había llegado en 1920 huyendo de la policía sevillana, que le perseguía por ser secretario del sindicato de la madera y haber impulsado huelgas. Hijo de familia humilde, había nacido en el barrio de Triana, en Sevilla, en 1893. Su padre, Isidoro, trabajaba de maquinista en el puerto y su madre María en la fábrica de tabacos. A los 10 años, desde que murió su padre en un accidente laboral en el puerto de Sevilla, tuvo que trabajar en los talleres de ebanistería sevillanos y abandonar los estudios que pretendía. De aprendiz pasó a chapista, oficio que conjugaba con su deseo de triunfar en el toreo.

Como novillero toreó en muchas plazas con éxito, como en Sanlúcar de Barrameda Villalba, Salamanca, El Viso y Sevilla. En 1920 dejó la profesión como consecuencia de una cogida en la plaza de Tetuán, Madrid, en agosto de 1918. Al mismo tiempo se hizo anarquista e ingresó en la CNT, donde tuvo maestros tan importantes como el médico Pedro Vallina –que estando de guardia le atendió de una cogida como espontáneo en la plaza de Sevilla–, y los sindicalistas Paulino Díez y Manuel Pérez

En Madrid se casó con Francisca Muñoz, una bailaora amiga de Pastora Imperio, con quien compartía cartel. Melchor trabajó en los mejores garajes y se empezó a fajar en los conflictos sindicales. Empezó su desfile por las cárceles –hasta 34 veces estuvo preso con la monarquía, la república y la dictadura franquista– que hará que su misión vital sea luchar por los presos políticos y sociales. Junto con eso, “las ideas” serán parte fundamental en su vida –llegará a ser presidente del Ateneo de divulgación social–, empeño en el que se formará leyendo y escribiendo por las noches, robando horas al sueño. 

Melchor fue miembro fundador –carnet número 4 de la federación del centro– de la FAI, Federación Anarquista Ibérica, en 1927. La FAI agrupaba en su seno diferentes corrientes y afinidades. Junto con él, en el grupo “Los Libertos” se agruparon hombres como Feliciano Benito, Celedonio Pérez, Francisco Trigo, Salvador Canorea, Manuel López, Santiago Canales, Francisco Tortosa, Luis Jiménez, a los que se incorporó el asturiano Avelino Gónzalez Mallada a partir de 1931. 

Si su fama de preso decano se conocía en el mundo sindical madrileño, comenzó también a conocerse su faceta de articulista polémico, de versificador nato. Además de los discursos y los mítines, escribía poemas. Publicaba con frecuencia en CNT, La Tierra, Solidaridad Obrera, Campo Libre y Castilla Libre. Cada año daba las cifras de los muertos por la represión republicana. En abril de 1931 todo pareció cambiar. Melchor, como muchos de los obreros de su barrio, acudieron a la puerta del sol el 14 de abril, y subido en el techo de un tranvía –tal y como muchos años después recordaría su sobrino Pepe en el documental– se quedó ronco de gritar ante lo que se consideraba una gran esperanza.

La República, esperanza frustrada

Aunque confiaban en que cambiaría su suerte con el nuevo régimen republicano, pronto el nuevo régimen defraudó las expectativas de los sindicatos obreros. Huelgas y conflictos se recrudecieron por todos lados en esos primeros años. Pero es enero de 1933, con la matanza de Casas Viejas, en la provincia de Cádiz, una de las fechas cruciales en la historia de la II República española. La trágica represión contra los jornaleros del pueblo en un levantamiento campesino en enero de 1933 –murieron 28 campesinos, dos guardias civiles y uno de asalto– abrió una crisis política y condujo meses más tarde a la caída del gobierno republicano-socialista de Manuel Azaña y al triunfo de las derechas en las elecciones de noviembre de 1933.

Como responsable del comité pro-presos de CNT, Melchor viaja a Sevilla y Cádiz para hablar con María Cruz Silva, la única que logró salir, junto con un primo, de la matanza de la cabaña de seisdedos, su abuelo y quien había inculcado el anarquismo en el pueblo. En noviembre, María es liberada y participará en un gran acto en Madrid presentado por Melchor, ante miles de personas que abarrotan el cine Europa y las calles próximas. Vestida de negro, la Libertaria no puede acabar debido a la emoción y Melchor tiene que terminar de leer sus cuartillas

Siguen los conflictos y tras las elecciones de febrero del 36, que gana el Frente Popular, la violencia crece. En junio de 1936, la huelga de la construcción de Madrid lleva a numerosos enfrentamientos. Y llega el asesinato de Calvo Sotelo y la Guerra Civil. 

Estalla la guerra civil

Desde el 18 de julio, con la rebelión militar ya declarada, la CNT decide abrir por la fuerza los locales cerrados por la policía, requisa autos y busca armas. Melchor toma la palabra en las asambleas, se moviliza por todo Madrid, pero empieza a ver los excesos que se están empezando a producir. A diferencia de muchos en aquella hora, Melchor no odia. No es raro tampoco Melchor y su anarquismo humanista, que viene de un mundo donde hombres y mujeres han estado creando durante décadas el germen de aquella sociedad que hace precipitar el fracaso del golpe de julio de 1936 y que cree en construir el mundo nuevo que llevan en sus corazones. 

En aquellos primeros meses, de julio a octubre, Melchor salvó a centenares de personas de una muerte segura ofreciéndoles salvoconductos firmados y refugio en la locura desatada de aquellos días. Se apoyó en los miembros el grupo “Los Libertos”, como Celedonio Pérez, que bajo el mandato de Melchor fue el director político de la Prisión de San Antón. Celedonio Pérez y Luis Jiménez colaboraron con él en la incautación del palacio Marqués de Viana, en la calle Duque de Rivas, donde buscaron refugio gente de lo más variopinto de Madrid: curas, oficiales del ejército, falangistas, propietarios de almonedas y pequeños industriales, dueños de los talleres y garajes donde había trabajado Melchor, funcionarios del cuerpo de prisiones, sus familias e incluso la amante de un exministro radical con su familia.

Melchor y los demás protegieron la vida de los criados, y no tocaron ninguna de las obras de arte del Palacio, de las que se hizo un inventario. Ayudado por algunas personalidades y cargos republicanos, además del cuerpo diplomático –que en su inmensa mayoría juega a favor de los rebeldes– es nombrado Delegado especial de prisiones en noviembre de 1936 por el ministro anarquista Juan García Oliver. Desde ese puesto detuvo las sacas y los fusilamientos en la retaguardia madrileña, salvando a miles de personas entre sus adversarios ideológicos. Diferencias de opinión le llevaron a dimitir durante quince días, espacio en el que continuaron algunos fusilamientos. Repuesto en su cargo, donde se mantuvo hasta marzo de 1937, echó un pulso a los responsables de orden público de la Junta de Defensa de Madrid, donde Santiago Carrillo primero –hasta que a principios de diciembre se marcha a Valencia– y José Cazorla después, obedecían los consejos de los asesores soviéticos de limpieza de la retaguardia.

El 6 de diciembre de 1936 protagonizó un hecho por el que pasará a la historia de la Guerra Civil. Ese día, y durante horas, en la cárcel de Alcalá de Henares, luchó solo y armado de su palabra contra una muchedumbre furiosa que pretendía tomarse la justicia por su mano tras un bombardeo de los rebeldes que había producido varios muertos y heridos. Tras la dura pelea, donde le apuntaron con fusiles, consiguió salvar a los 1.532 presos allí encerrados. Entre ellos se encontraban personalidades que serían importantes en el régimen franquista como Muñoz Grandes, Raimundo Fernández Cuesta, Martín Artajo, Peña Boeuf, Boby Deglané, los hermanos Luca de Tena, etc. 

Melchor Rodríguez fue una figura clave para devolver a la República el control del orden público y las prisiones. Aseguró el orden en las cárceles y devolvió la dignidad a la justicia. Bajo su mandato mejoraron las condiciones de los 11.200 reclusos de Madrid y su provincia, hasta el punto que los presos comenzaron a llamarle “El Ángel rojo”, calificativo que él rechazaba. Creó una oficina de información, el hospital penitenciario –con la Cruz Roja internacional– y mejoró el rancho. Asimismo, acompañó a cientos de detenidos en los traslados a cárceles de Valencia y Alicante. En el bando nacional hubo personas que salvaron, de forma individual, a algunos republicanos, pero no hay nadie equiparable a Melchor. Mientras que el terror se detuvo en pocos meses en la zona republicana, en el bando nacional ocurrió lo contrario y las matanzas y fusilamientos fueron la norma.

Melchor arriesgó varias veces su propia vida en el empeño. Hasta doce veces estuvo a punto de morir en la contienda –algunas en bombardeos–, como él mismo contó. De ellas, hubo media docena de intentos de asesinato, aunque siempre calló los nombres de sus responsables. En abril de 1937, Melchor, en el diario CNT, denunció la existencia de checas estalinistas bajo las órdenes directas de Cazorla. Aunque Melchor ya había sido cesado por García Oliver, la polémica entre la CNT y el PCE sirvió a Largo Caballero para liquidar la Junta de Defensa. 

Las actuaciones de Melchor le valieron muchas acusaciones de ayudar a la quinta columna por parte de los comunistas y algunos de sus compañeros. De hecho, su secretario, el funcionario de prisiones Juan Batista, así como su chófer Rufo Rubio, pertenecían a esa quinta columna, como se demostró al final de la guerra. Hubo muchos infiltrados en las organizaciones republicanas, pero Melchor hacía las cosas por sus propias creencias, no por favorecer al enemigo. “No podemos ser como ellos, nadie se puede tomar la justicia por su mano. Los culpables los decidirán los tribunales” llega a decir este hombre preso tantas veces, que en esos momentos invoca la legalidad de un régimen contra la barbarie de otro.

Tras su cese como Delegado de Prisiones, fue nombrado concejal de cementerios del ayuntamiento madrileño en representación de la FAI. Desde ese puesto auxilió a las familias de los fallecidos para que pudieran enterrar con dignidad a los muertos, amplió las zonas de sepulturas y resolvió el problema de los enterramientos de los refugiados muertos en las embajadas. Ayudó en lo que pudo a escritores y artistas –entre ellos a Pastora Imperio y La niña de los peines– y autorizó que su amigo Serafín Álvarez Quintero pudiera ser enterrado con una cruz en la primavera de 1938. 

Aunque el coronel Segismundo Casado –al que le unía una buena amistad– le invitó a pertenecer al Consejo Nacional de Defensa, con Besteiro y Mera, tras el golpe dado por anarquistas, socialistas y republicanos contra Negrín y el PCE, Melchor no jugó un papel activo en él. En esos días de guerra dentro de la república, Melchor, su chófer y escolta cayeron en manos de los comunistas, pero se salvó in extremis del fusilamiento por un capitán comunista que le salvó la vida porque conocía su fama y su labor.

Fue el único caso en España en el que una persona fue enterrada con una bandera anarquista rojinegra durante el régimen del general Franco

La entrega de Madrid, el último acto

Cuando llegó el último acto de la guerra civil, Melchor Rodríguez fue de facto el último alcalde de Madrid durante la República. Recibió el encargo el 28 de marzo de 1939 por el Coronel Casado y Julián Besteiro, del Consejo Nacional de Defensa, de la entrega del consistorio a las tropas vencedoras. La CNT le había propuesto que viajara a Francia para controlar las ayudas a los exiliados, dado que se fiaban de su absoluta honradez, pero él prefirió quedarse con su hija Amapola en Madrid. Meses antes se había separado de su mujer. Presidió el traspaso de poderes durante dos días –aunque su nombre no quedara reflejado en ningún acta o documento–, haciendo alocuciones por radio e intentando que en todo momento las cosas trascurrieran pacíficamente.

Finalizada la guerra, sufrió la misma represión de todos los derrotados. Fue detenido y juzgado en consejo de guerra. Fue condenado a 20 años, de los que cumplió cinco en la prisión del Puerto de Santa María. Cabe destacar en la celebración de este segundo consejo de guerra la gallardía del general Agustín Muñoz Grandes, al que Melchor, como otros militares presos, había salvado en la guerra. Muñoz Grandes dio la cara por él y presentó en el consejo de guerra miles de firmas de personas que el anarquista había salvado.

Cuando salió en libertad provisional de esta última prisión, en 1944,  Melchor Rodríguez tuvo la posibilidad de adherirse a la dictadura instaurada por los vencedores y ocupar un puesto –que le ofrecieron varias veces– en la organización sindical franquista o bien vivir en un trabajo cómodo ofrecido por alguna de las miles de personas a las que salvó, pero siempre rechazó esas opciones. Por el contrario, siguió siendo libertario y militando en la CNT, por lo que entró en la cárcel en varias ocasiones. En lo material vivía muy austeramente de varias carteras de seguros. Escribió letras de pasodobles y cuplés con el maestro Padilla y otros autores y de vez en cuando publicaba artículos y poemas. Siguió actuando a favor de los presos políticos, utilizando para ello a los conocidos que tenía en el aparato de la dictadura, como el falangista y ministro de trabajo José Antonio Girón. Entre esos amigos personales estuvo el democristiano y presidente de la editorial católica Javier Martín Artajo. Melchor le había salvado la vida en la guerra enfrentándose con su pistola descargada frente a dos policías que querían darle el paseo. 

Cuando se produjo el desencanto antifranquista de los años 50 y 60, se mantuvo en la CNT del interior y se opuso a las actividades del cincopuntismo (pacto con los sindicatos verticales de un grupo de anarquistas) en 1965. 

Un entierro que es todo un símbolo

Su misma muerte, el 14 de febrero de 1972, fue una muestra de su vida. Estuvo una semana debatiéndose entra la vida y la muerte en el hospital de la Beneficencia, donde le visitaban gentes de todo tipo. Cuando murió, no tenía dinero ni para pagar el entierro, y la familia aceptó la donación de un nicho en la sacramental de San Justo, donde fue enterrado sin cruz. En el cementerio, ante su féretro se dieron cita cientos de personas entre las que se encontraban personalidades de la dictadura y compañeros anarquistas. Fue el único caso en España en el que una persona fue enterrada con una bandera anarquista rojinegra durante el régimen del general Franco. Unos rezaron un padrenuestro y, al final, Javier Martín Artajo leyó un poema de Melchor:

“ANARQUIA significa:

Belleza, amor, poesía,

Igualdad, fraternidad

Sentimiento, libertad

Cultura, arte, armonía

La razón, suprema guía,

La ciencia, excelsa verdad

Vida, nobleza, bondad

Satisfacción, alegría

Todo esto es anarquía

Y anarquía, humanidad”

Contumaz, optimista, expansivo, un andaluz con ángel, la labor de Melchor, a lo largo de toda su vida dignifica al ser humano y es –como otros muchos hombres y mujeres de izquierda– un ejemplo que merece ser tenido en cuenta en este tiempo de intolerancias y sectarismos. Como él afirmó repetidas veces, “se puede morir por las ideas, nunca matar”.

A la búsqueda de la historia de Melchor

Desde que Eduardo Pons Prades me hablara, en una entrevista para TVE, de Melchor Rodríguez, pensé que merecía la pena rescatar su historia y reconocer en él a otra figura diferente a la de tantos verdugos y tantas víctimas, la de los que salvaban en la guerra civil. La historia de una vida intensa y con múltiples facetas. Llegué a pensar que parecía de ficción.

Durante casi una decena de años comencé a investigar, a entrevistar a compañeros suyos como Gregorio Gallego, Pedro Barrios, y sobre todo, llegué a Amapola Rodríguez, su hija, que vivió con Melchor los hechos más importantes antes y durante la guerra, y que me fascinó desde que la conocí. No fue fácil que Amapola, “una anarquista de san Antonio” que se había bautizado al final de la guerra civil”, hablara. Me costó muchas conversaciones, consultarle muchas cosas, comprobar datos, aportarle documentos. Y un día, de esos de merienda dominguera, soltó la espita y comenzó a hablar. Una de las pocas personas que en el barrio había ayudado a la familia de El Lute. El libro y el documental que comencé a escribir tras conocer a Amapola le deben todo a ella. Sus precisos recuerdos, la visión de su padre entre tantos acontecimientos y personas como Juan García Oliver, Cipriano Mera o tantos otros. Allí emergió el Melchor magnífico, pero también el tozudo, el que no transigía, el que lo supeditaba todo a las ideas, el que no se ocupaba mucho de su familia. Luces y sombras de un hombre que, lejos de empequeñecerlo, lo hacen aún más grande. Una persona corriente que hizo algo extraordinario en un tiempo de locura y horror, un paradigma de los que demostraron una gran humanidad en la guerra civil. Aparte de mi homenaje con el libro y el documental, ojalá, algún día, pronto, algún productor se atreva a contarla en el cine (el guion está hecho). A ver si se conoce la historia de este hombre bueno del que todos los seres humanos, sin excepción, podemos sentirnos orgullosos.

__________________

Alfonso Domingo es periodista, cineasta y escritor.

Más sobre este tema
stats