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Oportunidades más allá de la retórica

Juan A. Gimeno

Todos los autores y actores reconocen las disfunciones que provoca el vigente sistema de financiación autonómica, diez años caducado. El acuerdo entre el Partido de los socialistas de Cataluña y Esquerra Republicana que ha posibilitado la investidura de Salvador Illa ha colocado esa reforma pendiente en el primer plano. Puede conseguir que sea ineludible afrontarla.

Uno de los problemas para encontrar soluciones es que los debates se ven ahogados por la retórica: cualquier inicio de propuesta se ve contestada por un adjetivo del rival que la descalifica de raíz. No existe lugar para la profundización ni para los matices.

Por ello, puede ser útil analizar algunos de los términos que están utilizándose (¿arrojándose?) en este viciado debate, por ver si aclarando conceptos podemos evitar su utilización descalificadora e iniciar el estudio del fondo. 

Financiación singular vs. igualdad

El primer motivo de escándalo se ha despertado con la referencia a una financiación singular para Cataluña. La singularidad rompe la igualdad y eso es inadmisible, se dice. 

El actual sistema de régimen común es notoriamente desigual. El criterio de reparto toma la población como indicador de referencia, corregida por diversos factores (población protegida por el sistema de salud, menores de 16 años y mayores de 65...) pero tiene en cuenta también otras variables como la superficie, la dispersión, la despoblación o la insularidad. 

Todas las Comunidades exigen que se tenga en cuenta su singularidad y que se recoja en las variables del sistema. Los archipiélagos piden peso para la insularidad, las turísticas para el crecimiento estacional, otras que se tenga en cuenta la dispersión de la población o la singularidad de su lengua propia, las zonas más castigadas por la despoblación reclaman su compensación, las uniprovinciales su especificidad, las más grandes sus distancias, alguna el nivel de precios

La financiación singular es la norma. El sistema no se ha ido modificando como resultado de un planteamiento de reforma general y estructurada, sino a base negociaciones (normalmente bilaterales y multilaterales al tiempo) que parcheaban las fórmulas de reparto a base de incorporar nuevas ponderaciones y singularidades. 

A ello hay que añadir que las competencias asumidas no son idénticas entre comunidades, lo que implica también transferencias singulares.

Es unánime la solicitud de que el ajuste atienda a las circunstancias de cada comunidad y al coste singular de prestar los servicios públicos. El debate se sitúa en cuál es la ponderación adecuada de cada singularidad porque es imposible, y seria probablemente injusto, olvidarse de ellas.

El término de la “singularidad”, por otro lado, no solo está presente en varios Estatutos, sino que es un término asumido con normalidad por los grandes partidos políticos (programa del Partido Popular para las elecciones catalanas de 2012, declaración de Granada del PSOE en 2013…). 

Por lo tanto, las singularidades y la autonomía política, reconocidas y reivindicadas, llevan inexorablemente a una cierta desigualdad. Una de las mayores desigualdades existentes se deriva de las rebajas de diferentes impuestos aprobadas en varias Comunidades que conllevan tratos manifiestamente desiguales entre contribuyentes de distritos territorios. ¿Esto no rompe la igualdad entre españoles?

No se trata de ser todos iguales, sino de tener el mismo punto de partida para ser libres de decidir cómo queremos ser de diferentes. Desde ese respeto a las singularidades y a la autonomía, resultan difíciles las comparaciones de igualdad. Es sabido que la equidad consiste en tratar de forma igual a los iguales y adecuadamente desigual a los desiguales. El debate ha de centrarse en ello: cómo conseguir simultáneamente la igualdad y la adecuada desigualdad. 

El objetivo ha de ser garantizar la suficiencia de recursos para todos los territorios y una igualdad básica en la prestación de los servicios públicos. Buscaríamos unos mínimos comunes tanto por el lado de los ingresos como de los gastos. A partir de ahí, se han de admitir las diferencias. La esencia del sistema exige el reconocimiento de las singularidades y de la desigualdad. 

Federalismo y concierto confederal

El modelo cuasi federal español convive con aspectos más cerca de lo confederal:  los derechos forales históricos en materia fiscal para País Vasco y Navarra que consagran una relación bilateral con el Estado a través de un Concierto Económico específico.

Aquí surge el segundo gran debate respecto al pacto PSC – ERC. Una mayoría de la opinión política y social parece entender que el acuerdo implica la salida de Cataluña del régimen común de financiación autonómica para pasar a un sistema muy similar al foral, en el que la Generalitat regularía, recaudaría e ingresaría todos los impuestos de titularidad estatal. A cambio, la comunidad aportaría una especie de cupo para financiar los servicios que el Estado siga prestando en Cataluña y una partida de solidaridad en beneficio de las comunidades autónomas de menor renta. 

Con un acuerdo para Cataluña como el descrito, se dice, la Administración central perdería la capacidad de control sobre la recaudación real de los principales impuestos en Cataluña, como ya sucede en el País Vasco y Navarra. Con esa solución, más aún se generaliza a otras comunidades autónomas, el actual Estado cuasi federal quedaría convertido en un Estado confederal, con renuncia a los principios de solidaridad e igualdad y con un Gobierno central muy debilitado. 

Sin embargo, no está tan clara la equivalencia de lo pactado con el concierto fiscal. El profesor Bacigalupo lo resumía brillantemente (INFOLIBRE, 7/08/2024). Ese texto recogía tres diferencias que son también condiciones básicas para poder aceptar el avance hacia el sistema que se pretende para Cataluña: 

  • La normativa tributaria ha de ser básicamente estatal.
  • La competencia de gestión es delegada y las condiciones de esa delegación son muy relevantes.
  • Es irrenunciable la contribución a la solidaridad (tan importante que merecerá un epígrafe específico posterior).

La capacidad normativa del Estado es exclusiva (artículo 133.1 de la Constitución) y esencial para mantener la estructura del sistema tributario y garantizar mínimos comunes en todo el territorio y para todos los ciudadanos. 

No es menos cierto que la necesaria corresponsabilidad fiscal exige que la hacienda autonómica tenga cierta libertad para graduar la presión tributaria en buena parte de los impuestos. Pero siempre en las figuras y con los límites que se fijen con carácter general. 

Potestad normativa propia para las Comunidades Autónomas sí, pero no ilimitada. 

La fragmentación de la gestión tributaria, dejándola en manos de cada una de las agencias autonómicas, disminuye la eficiencia, aumenta las facilidades para la evasión fiscal y puede hacer disminuir los ingresos del Estado y los de todas las comunidades. En suma, supondría la disminución de la capacidad recaudatoria y redistributiva, así como de la equidad. En el ámbito de los impuestos hay economías de escala y de conocimiento, y la fragmentación no es recomendable ni en lo que se refiere a la gestión, ni en pérdidas de información. 

La delegación de la gestión exige, por tanto, matizaciones importantes si no queremos encontrarnos con problemas de inequidad e ineficiencia. 

La comisión para la reforma de la financiación autonómica proponía en 2017 un consorcio donde estuvieran representadas la agencia estatal y la autonómica, de forma que ninguno de los dos niveles de gobierno esté ausente en la agencia que gestiona sus recursos. Esa posibilidad está ya recogida en el Estatuto catalán (y en el andaluz) y podía generalizarse sin problema a otras Comunidades que lo desearan, al amparo del artículo 158.2 de la Constitución. 

Es evidente que la revisión del sistema de financiación ha de significar más recursos para las haciendas autonómicas. Así ha sucedido en todas las reformas anteriores y es la única opción de obtener el acuerdo entre todas. Y es bueno que así sea porque en las CCAA descansan la casi totalidad de los servicios del Estado de bienestar. Las insuficiencias del gasto social en el conjunto del Estado español exigen una mayor dotación de medios financieros.

También es deseable avanzar en la descentralización recaudatoria de forma que se consolide el modelo de corresponsabilidad: es conveniente un sistema en el que cada Comunidad disponga de los recursos tributarios suficientes para garantizar los servicios sobre los que tiene competencias.

Adquiere así pleno sentido una adscripción recaudatoria de determinados tributos a cada Comunidad, con normativa estatal y mínimos comunes de presión tributaria que hagan viable la garantía de servicios público mínimos iguales para cualquier ciudadano o ciudadana en cualquier lugar del territorio español.

A partir de esos mínimos (más elevados que los actuales) ha de permitirse un amplio grado de responsabilidad fiscal, tanto en gastos como en los ingresos. Eso posibilitaría la adaptación del sistema tributario a las especificidades productivas y sociales de cada comunidad, así como el fin de la imputación a la administración central de cualquier deficiencia regional. Cada palo ha de aguantar su vela.

La supuesta adscripción de toda la recaudación a la Generalitat con posterior aportación al Estado como un porcentaje de participación despierta fundados recelos. En primer lugar, porque la experiencia vasca muestra claramente que la contribución resulta al final más de equilibrios políticos que de cálculos objetivos y acaba reduciéndose a cambio de apoyos determinados.

Pero el problema de base es que la recaudación que se realiza en un territorio no es punto de partida racional para ese cálculo. Buena parte de los tributos se recaudan a través de empresas cuya sede concentra la declaración de ingresos obtenidos en otros territorios y de otros contribuyentes no residentes en la comunidad correspondiente. 

Por ejemplo, en 2023 Madrid acumuló el 42,3% del total de ingresos tributarios, mientras que el porcentaje que supone esta comunidad autónoma en términos del PIB fue del 19,6% en ese mismo año. Imaginemos que Madrid pidiera el mismo trato que el supuesto para Cataluña. ¿Cabe imaginar el resultado que se derivaría con carácter general en el caso de aplicar la fórmula aparentemente propuesta para el caso catalán? 

La tentación adicional de utilizar el dumping fiscal es evidente. El debate es semejante al que se plantea en relación con las empresas tecnológicas y supranacionales, que localizan sus beneficios en un país de baja o nula tributación, independientemente de dónde se han generado. De esta forma, concentran su tributación en aquel mientras que la recaudación tiende a cero en el resto de los países.

Por lo tanto, la adscripción de ingresos no puede ser simplemente por recaudación territorial sino conforme a criterios pactados que garanticen la equidad entre todos los territorios.

No debería distraernos el debate entre bilateralidad y multilateralidad. El sistema ha funcionado históricamente con ese doble juego, en el que cada Comunidad planteaba bilateralmente sus singularidades y necesidades y el marco multilateral era el que finalmente cerraba los acuerdos. Bilateralidad y multilateralidad han de entenderse como procesos complementarios y enriquecedores, no como procesos opuestos incompatibles.

El pacto catalán puede propiciar la necesaria revisión de un sistema de financiación autonómica obsoleto, complejo, ineficaz e injusto

Solidaridad

No todas las Comunidades Autónomas tienen igual capacidad productiva y creadora de riqueza. A partir de una misma normativa, la capacidad recaudatoria es diferente, y ello repercute en la calidad del servicio público que puede prestarse. 

De ahí la necesidad de un sistema que permita reducir las diferencias entre la ciudadanía de unas zonas u otras del país. Cuanta mayor autonomía se reconozca a las Comunidades Autónomas, más necesaria es la solidaridad entre ellas.

El artículo 158 de la Constitución española constituyó un Fondo de Compensación “con el fin de corregir desequilibrios económicos interterritoriales y hacer efectivo el principio de solidaridad”. A partir de 2001, ese fondo se desglosa en dos: el Fondo de Compensación y el Fondo Complementario.

El citado informe del comité de expertos de 2017 afirmaba la existencia de “muchos motivos para acometer una perentoria reforma que refuerce el carácter reequilibrador del FCI”. El fondo tiene escasa eficacia por culpa de su muy reducida dotación económica (423 millones en 2004, menos del 4 por mil del total de recursos del sistema de financiación autonómica).

En el acuerdo catalán es muy positivo que se haga explícita una cuota de solidaridad, en un aspecto especialmente diferenciador del concierto vasco. Se afirma que tendrá que ser transparente y deberá asegurar que el resto de las comunidades puedan prestar niveles similares de servicios públicos que Cataluña, “siempre que hagan un esfuerzo fiscal también similar”.

Este último inciso parece un claro mensaje contra el dumping fiscal. Sin duda, es poco aceptable la reivindicación de más recursos externos por parte de quien reduce la recaudación propia de forma voluntaria. Pero resulta superfluo si se han marcado ya mínimos tributarios comunes y se respetan los márgenes de autonomía que se citaban más arriba. 

El texto del acuerdo señala que la solidaridad “debe estar limitada por el principio de ordinalidad”, punto que ha despertado también controversias. Lo cierto es que el término no debería escandalizar porque viene avalado por los Estatutos de autonomía, por documentos de la pasada década tanto del PP como del PSOE y por sentencia del Tribunal Constitucional.

En su versión más sencilla, el principio de ordinalidad implica que no se altere la posición relativa de Cataluña respecto del resto de comunidades una vez realizada la nivelación, que la contribución interterritorial no coloque en peor condición relativa de quien contribuye respecto a quien se beneficia. Esta condición, así definida, es perfectamente legítima. Resulta difícil pedir al donante que siga donando cuando el receptor pasa a tener más recursos. Según la interpretación de ERC, el respeto a la ordinalidad implica que las regiones más ricas, que recaudan más, deben recibir más financiación del sistema autonómico. 

Quizás de nuevo nos pierde el debate retórico. Una forma de respetar la ordinalidad desde ambos puntos de vista sería la nivelación total de recursos por habitante. Lo que parece una solución razonable y no es contradictoria con ninguna de las dos interpretaciones.

En cualquier caso, si el sistema avanza en autonomía recaudatoria y corresponsabilidad, las diferencias en capacidad contributiva entre las comunidades más y menos ricas son lo suficientemente relevantes como para aconsejar un Fondo de Compensación Territorial mucho más importante que el actual en términos cuantitativos.

Avances como los descritos suponen una mayor transparencia en los sistemas de cálculo que pueden acabar repercutiendo en los que afectan a los cupos vasco y navarro. El FCI puede desligarse del sistema general y justificar aportaciones de todas las Comunidades con más recursos... incluidas las forales. El fortalecimiento federal podría contribuir a atemperar esa parte confederal menos solidaria.

Se da por hecho que el acuerdo catalán conlleva un agravio comparativo porque Cataluña ganará con el cambio respecto a la situación actual y los recursos adicionales necesarios para ello los pagarán los residentes en las demás autonomías. En un sistema de “suma cero” lo que se da de más a una comunidad hay que quitárselo al resto de ciudadanos.

Según hemos visto, todas las Comunidades ganarán, y está por ver cuáles más y cuáles menos. De hecho, es probable que las tradicionalmente perjudicadas (para casi todos los expertos la financiación catalana no es una de ellas pues se ha situado habitualmente en torno a la media de las comunidades de régimen común) sean las que lógicamente mejor resulten tratadas en el nuevo sistema.

El sistema no tiene por qué ser de suma cero. La Hacienda española tiene también pendiente una reforma fiscal que modernice sus estructuras, se adapte a una economía financiera, tecnológica y globalizada y elimine los privilegios de los que actualmente gozan las rentas de capital (especialmente las financieras), los altos patrimonios y las grandes empresas. Esa adaptación ha de proporcionar recursos adicionales al presupuesto global, que corrija el tradicional déficit fiscal y las inequidades existentes, reduzca las diferencias en presión fiscal y en prestaciones públicas con el resto de Europa y posibilite la adecuada financiación de las Comunidades y, por ende, de nuestro gasto social.

Es evidente que el pacto tiene elementos no definidos, entre ellos, qué impuestos (en todo o en parte) se considerarán adscritos a Cataluña, qué capacidad normativa se admitirá, cómo calcular la aportación al gasto del Estado, cómo determinar la aportación a la solidaridad, cómo coordinar la gestión recaudatoria o en qué medida se verán afectadas las demás Comunidades.

La respuesta a estas cuestiones es decisiva para saber si estamos ante un pacto difícilmente defendible desde perspectivas de coherencia, constitucionalidad, eficiencia y equidad... o ante una oportunidad histórica. 

El pacto catalán puede propiciar la necesaria revisión de un sistema de financiación autonómica obsoleto, complejo, ineficaz e injusto. Puede darse un salto decisivo hacia la racionalidad, la corresponsabilidad, la eficiencia y la equidad

Y puede potenciar otros debates igualmente relevantes y necesarios como la reforma general del sistema tributario y los posibles avances colaterales hacia un Estado Federal.

Si no nos quedamos en la retórica y nos centramos en el debate institucional, las ventajas pueden superar con creces a los inconvenientes.

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Juan A. Gimeno es exrector de la UNED y miembro de Economistas frente a la Crisis y la Plataforma por la Justicia Fiscal.

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