La parábola de A Coruña, según San Lucas

Resulta muy curioso, aparte de clarificador, profundizar en las estrategias con las que los católicos han lidiado las exigencias éticas de su doctrina. Una de las más perspicaces ha sido, sin duda, desactivar las enseñanzas mediante el ingenio de cambiar el significado de las palabras. Así ha sucedido con la expresión ‘hijo pródigo’, referido hoy al hijo “que regresa al hogar paterno después de haberlo abandonado durante un tiempo, tratando de independizarse”, según el diccionario. Con este significado, la parábola evangélica queda neutralizada, sin sentido ni mensaje alguno porque ¿qué padre no le hará una fiesta al hijo “que regresa al hogar paterno”? Y otro tanto ha sucedido con la palabra “samaritano”, que hoy alude, en su tercera acepción, a la persona que ayuda desinteresadamente a otra. De nuevo, la parábola de Lucas parece un tanto insulsa: un viajero atacado por ladrones es ignorado y abandonado a su suerte por otros transeúntes hasta que tiene la fortuna de encontrarse con alguien que le ayuda “desinteresadamente”. Pues mejor para él, pero ¿dónde está el mensaje?

Hace cuatro años, en A Coruña, un joven fue atacado junto a la playa de Riazor por una turba de maleantes que lo mataron a golpes por ser homosexual. Su muerte fue contemplada por un número indeterminado de vecinos que, como en la parábola, miraron hacia otro sitio o, para ser más exactos, miraron exactamente hacia el sitio donde tenía lugar la agresión y muerte del joven. En la poblada noche de una ciudad que recuperaba la libertad tras la pandemia, no hubo nadie que hiciera nada; nadie reaccionó ni ayudó a la víctima que agonizaba bajo su mirada, hasta que aparecieron unos chavales senegaleses, unos álienes.

La palabra alien, popularizada por el xenoformo de H.R. Giger, deriva del término latino ‘alienus’ que refiere al extraño, al ajeno, al distinto, al extranjero. Alien es el diferente, el que viene de fuera, el que no es como nosotros; en definitiva, el otro. Como bien intuyó Ridley Scott, el distinto es peligroso. Y he aquí que el relato de Lucas, muy provocador, revive dos mil años después en las calles coruñesas: no fuimos nosotros quienes ayudamos a la víctima; lo hicieron los otros, los extranjeros, los álienes, los samaritanos.

¿Qué lleva a una persona a “estar pero no hacer” cuando ante ella están golpeando a un indefenso?

Cumplirá recordar aquí que los judíos no dirigían la palabra a los samaritanos, a quienes despreciaban hondamente. Todavía hoy duele ver a Netanyahu, el miserable hombre que mata, referirse a Cisjordania como “Samaria y Judea”, tierras extrañas en proceso de conquista. A diferencia del sacerdote y del levita que ignoraron al viajero moribundo, a diferencia de los jóvenes coruñeses que asistieron impávidos o incluso curiosos a la agresión mortal de aquel pobre chico, siguen siendo los otros, sigue siendo la gente despreciable la que se abre paso entre la multitud para ayudar a alguien que no es de los suyos. Esa es la lección que hemos olvidado por haber cambiado el significado de las palabras en el diccionario.

Uno de los jóvenes que, en la mejor de las hipótesis, contemplaba inerte los golpes que terminaron con la vida del homosexual, fue absuelto por el Tribunal Superior de Xustiza, apreciando el argumento de su abogado que, según nos dice la prensa, insistió en que “estar no es hacer”: estar en el lugar de un crimen no equivale a cometerlo. Y tiene toda la razón, pero convendrá reflexionar un momento en el rango moral de una sociedad para la cual parece algo normal o comprensible “estar y no hacer” ante una agresión mortal.

¿Qué lleva a una persona a “estar pero no hacer” cuando ante ella están golpeando a un indefenso? Sin duda, entender que el agredido no es de los suyos; nuevamente, es un otro. Si el agredido fuese amigo o colega, si respondiera al perfil de identidad en el que se ven reflejados los espectadores, probablemente lo hubieran ayudado. Pero la víctima era homosexual, había nacido en el extranjero y, no es baladí, vivía fuera de la ciudad; nada favorecía el reconocerlo como prójimo. Me atormenta, en este sentido, imaginar qué hubiera sucedido si, en lugar de aquel joven al que lincharon, la turba se hubiera ensañado con una niña para agredirla a tocamientos junto a la playa; quiero pensar que la gente la habría salvado, pero esa diferencia de respuesta me resulta desasosegante.

El derecho penal nos habla con enorme distancia de la conducta de quien contempla impávido cómo se comete un delito ante él. Permanecer pasivo, y aun gozarse en la contemplación, es impune cuando el asistente valore “un riesgo propio o ajeno” en caso de intervenir. La ley no advierte qué tipo de riesgo, ni lo parangona al riesgo del delito contemplado, así que tal vez el riesgo de recibir un bofetón será bastante para justificar el no hacer nada ante un homicidio. En el caso de un simple espectador, la ley penal no impone más obligación de actuar, como sí la tendrían otros: el socorrista de una piscina o el padre que ve cómo agreden a su hijo menor. Y es normal que el derecho penal no vaya más allá porque, en definitiva, la ley no es más que el reflejo de la sociedad en la que se aplica. En contra de lo que sueñan legisladores aventados, el Código Penal no sirve para cambiar mentalidades ni para convencer a la gente de que está mal lo que hasta entonces no sabe que es malo; solo impone un castigo a conductas que todo el mundo asume como inaceptables, sin arrogarse un papel didáctico o educativo. La sociedad en la que vivimos, y así lo ha venido a reconocer el Tribunal Superior de Xustiza en su decisión absolutoria, no advierte reproche penal en la conducta de quienes dejaron sin ayuda a quien fue agredido hasta la muerte; como digo, si la manada hubiera atropellado a una niña, igual la decisión hubiera sido diferente. Hay que cambiar las cosas.

Solo con el recuerdo de esta agresión, donde varios gigantes terminaron con un desvalido David, podrán cambiarse las tornas para que la próxima vez nos resulte intolerable la pasividad de los espectadores

En 1949 llegó a Coruña, a bordo de un espléndido transatlántico, el rey Abdalá I de Jordania, bisabuelo del actual rey, que lleva su mismo nombre. Con tal potísimo mérito, el ayuntamiento le dio el nombre de una calle al monarca, transliterado como “Rey Abdullah” a secas. La ampliación urbanística ha trasladado aquella calle desde los suburbios hasta el centro de la ciudad, muy cerca, por cierto, de donde se produjeron los hechos. Sería de justicia que la agresión que actualizó en A Coruña la fábula del samaritano fuera recordada de forma permanente, así que propondría renombrar tal calle con el nombre de los extraños que asistieron al prójimo: Ibrahima Diack y Magatte N´Diaye, los héroes de aquella noche.

En mi opinión, lo propio sería darle una calle al propio agredido, porque no creo que sea bueno que la ciudad olvide lo sucedido. Pero la familia no está por la labor; desea que no se nombre al fallecido, que el recuerdo público de su muerte se desvanezca cuanto antes para así guardar su memoria dentro de un armario. Es una pena, porque la lucha por una sociedad más justa exige recordar estos hechos para meditar colectivamente sobre el fracaso que representan. Solo con el recuerdo de esta agresión, donde varios gigantes terminaron con un desvalido David, podrán cambiarse las tornas para que la próxima vez nos resulte intolerable la pasividad de los espectadores; solo con su recuerdo la sociedad podrá reflexionar sobre lo irracional de los abismos abiertos por el nacionalismo alfa que nos ahoga, que nos quiere separar del otro, del extraño, del extranjero, del diferente. Tal vez entonces David venza a Goliat, como en aquella fábula relatada en el libro de Samuel. 

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Carlos López-Keller es abogado, especialista en derecho penal; no ha escrito ningún libro.

Resulta muy curioso, aparte de clarificador, profundizar en las estrategias con las que los católicos han lidiado las exigencias éticas de su doctrina. Una de las más perspicaces ha sido, sin duda, desactivar las enseñanzas mediante el ingenio de cambiar el significado de las palabras. Así ha sucedido con la expresión ‘hijo pródigo’, referido hoy al hijo “que regresa al hogar paterno después de haberlo abandonado durante un tiempo, tratando de independizarse”, según el diccionario. Con este significado, la parábola evangélica queda neutralizada, sin sentido ni mensaje alguno porque ¿qué padre no le hará una fiesta al hijo “que regresa al hogar paterno”? Y otro tanto ha sucedido con la palabra “samaritano”, que hoy alude, en su tercera acepción, a la persona que ayuda desinteresadamente a otra. De nuevo, la parábola de Lucas parece un tanto insulsa: un viajero atacado por ladrones es ignorado y abandonado a su suerte por otros transeúntes hasta que tiene la fortuna de encontrarse con alguien que le ayuda “desinteresadamente”. Pues mejor para él, pero ¿dónde está el mensaje?

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