Plaza Pública
Piensa en local, actúa en global (¿o era al revés?)
Supongo que no tardaremos mucho en darnos cuenta de que hablar en términos de política exterior en tiempos de globalización resulta tan anacrónico como hablar de lejano Oriente en tiempos de crítica al eurocentrismopolítica exteriorlejano Oriente. Pero se conoce que algunos han decidido invertir el signo de la vieja consigna "piensa en global, actúa en local" y se dedican, con tenacidad digna de mejor causa, a seguir pensando en local, aunque en la práctica actúen en global.
Ello no quiere decir, entiéndaseme bien, que no puedan hablar de cuestiones que afectan a ciudadanos de otras partes del planeta, o incluso a la humanidad en su conjunto. Lo hacen, pero con la vista puesta sistemáticamente en lo más inmediato, en lo local, que es lo que de veras les importa, lo único en lo que en realidad piensan. No pretende ser este un juicio de intenciones acerca de las preocupaciones secretas que estas personas albergan en lo más profundo de sus corazoncitos. No lo pretende ni falta que hace. Entre otras cosas porque tales preocupaciones transcurren todo el tiempo en la superficie de su lenguaje. Basta con remitirse a los hechos para confirmarlo. Las referencias a Venezuela tal vez constituyan un claro ejemplo de lo que decimos. Tanto para el primer Podemos como para la derecha actual siempre constituyeron referencias que, en realidad, no aludían al país que nombraban sino a quienes lo nombraban, esto es, constituían un pretexto o bien para marcar perfil propio o bien para atacar el perfil del adversario.
Ha pasado ya el suficiente tiempo desde el lamentable episodio del asalto al Capitolio por una turba de partidarios de Donald Trump (más de dos meses: casi una eternidad, habida cuenta de la aceleración en la que vivimos) como para tener una distancia y una perspectiva de conjunto respecto a qué y en qué forma dicho episodio ha dado que pensar. Y creo que se puede afirmar, sin excesivo temor a equivocarse, que el grueso de las fuerzas políticas de nuestro país interpretaron dicho episodio en clave interna, esto es, intentando utilizarlo como arma arrojadiza contra el adversario, sin el menor interés en extraer de lo sucedido lecciones a la altura de su auténtica importancia. El asunto no es cosa del pasado, sino que adquiere creciente importancia habida cuenta de que, por lo que hemos empezado a ver, el reproche de trumpismo va a ser uno de los que va a circular de manera más abundante en la campaña de las elecciones autonómicas de la Comunidad de Madrid del próximo 4 de mayo. Es a este respecto que puede resultar relevante comentar, aunque sea brevemente, la manera en que nuestras formaciones políticas abordaron el mencionado episodio.
El procedimiento argumentativo compartido por todas ellas para analizar lo sucedido era prácticamente el mismo. Se buscaba en los asaltantes a la sede de la Cámara de Representantes y el Senado o en su líder (Donald Trump) el rasgo susceptible de ser atribuido aquí al adversario político. A continuación, se señalaba que lo ocurrido el día de Reyes en Washington traía causa en ese rasgo compartido por lo que, en consecuencia, se advertía, casi siempre con tintes alarmistas, era algo que podría repetirse entre nosotros (si es que no había ocurrido ya) en el caso de que al adversario en cuestión no se le pusiera coto.
Así, para Podemos el asalto era representativo del modus operandi de la extrema derecha, desde siempre poco respetuosa con los mecanismos institucionales, en especial cuando no le son favorables. El corolario de tal afirmación era que, habida cuenta de que en España la extrema derecha de Vox apoya en sus respectivos parlamentos a los Gobiernos del PP y Cs en Murcia, Andalucía y, hasta antes de ayer, Madrid, también a estas últimas fuerzas les correspondería su cuota de paralelismo. El PP, por su parte, encontraba en las convocatorias a rodear el Congreso de los Diputados llevadas a cabo por Podemos en 2012 el paralelo más claro, incluso en su escenografía, con lo sucedido en EEUU. A su vez, Ciudadanos recordaba que la única diferencia entre lo ocurrido al otro lado del Atlántico y lo que ocurrió en 2017 ante el Parlament de Cataluña era, simplemente, que en este último caso las fuerzas policiales consiguieron repeler a unos asaltantes que participaban de idéntico propósito que el de los trumpistas.
Pero no es solo el señalado procedimiento argumentativo lo que compartían el grueso de las fuerzas políticas. También compartían la otra cara de la moneda, a saber, el desinterés por detectar las causas profundas de lo sucedido en Washington. Porque, pongamos por caso, señalar la contrastada querencia por las mentiras del anterior inquilino de la Casa Blanca como el origen de todo soslayaba una cuestión nada menor, a saber, la existencia de un importante sector de la ciudadanía dispuesta a creérselas sin el menor filtro crítico. Pero esto último, a su vez, resulta incomprensible si no atendemos a la deriva sufrida por la política desde hace un tiempo, uno de cuyos signos más característicos ha sido la sustitución del valor de la razón por el valor de la emoción, constituida en la instancia última legitimadora de la acción colectiva.
Sustitución que si ha encontrado cada vez menos resistencia ha sido, como resulta público y notorio, por el hecho de que no solo el referente de la racionalidad sino incluso el de la misma realidad (susceptible de tener, al igual que los propios hechos particulares que la conforman, alternativas diversas) se ha desvanecido. Ahora, el que se abandona a sus emociones puede vivir confortablemente instalado en su burbuja informativa predilecta, donde, algoritmos mediante, solo entra la información consistente con lo que piense. Con otras palabras, puede interpretar que él no se está abandonando a nada, ni siquiera a sus emociones, sino que, por el contrario, a su manera se está cargando de razón. En ese sentido, si la utilización compulsiva de la mentira por parte del expresidente estadounidense pudo rendirle tan buenos dividendos no fue porque, de un día para otro, los suyos hubieran mutado de ciudadanos razonablemente críticos a crédulos sin reserva escéptica alguna, sino porque se exasperó un proceso que, sin alcanzar todavía tamaña magnitud, ya estaba presente en nuestra sociedad. Me refiero al de la segmentación de la información, que va camino de convertirse en constitución de auténticos compartimentos estancos, dentro de los cuales cualquier cosa puede ser dicha (robo de las elecciones, negacionismos de todo tipo, etc.) con la garantía de que será tomada por verdad.
Desde esta perspectiva, la insistencia por parte de la izquierda en colocar el foco de la atención sobre los rasgos más patológicos del personaje de Donald Trump (o ahora en los de Ayuso, por cierto) pudo haber provocado que en muchos momentos no se atendiera suficientemente a esa otra dimensión del asunto que también necesitaba ser pensada. Porque, en efecto, de pareja gravedad al hecho de que alguien así dispusiera de un botón nuclear que podía provocar desgracias incalculables era el que pudiera movilizar a tanta gente o, por qué no decirlo, que hubiera conseguido manipular de manera tan eficaz las conciencias de sus conciudadanos. Tal vez, analizada la cosa desde este ángulo, la figura que mejor describía el peligro que encarnaba el expresidente estadounidense no era la del niño o el loco con una bomba en las manos, sino la del aprendiz de brujo desatando fuerzas que luego ni él ni nadie se encontraba en condiciones de controlar.
Este desinterés por detectar las causas de fondo viene a representar la otra cara de la moneda que ha compartido el grueso de nuestras fuerzas políticas a la hora de analizar los sucesos de Washington. Porque habrá que decir, para no deslizarnos en exceso hacia el simplismo, que por estas latitudes no han sido los nacionalistas de diverso signo los únicos que, con el exclusivo propósito de movilizar y cohesionar a sus partidarios, han cometido la irresponsabilidad de dedicarse a agitar este tipo de registros emotivos, operando con la premisa —nunca justificada— de que, por definición, las emociones propias son las buenas y las del adversario, las malas. Así, por poner un ejemplo un poco más alejado en el tiempo (casi diez años, para ser exactos), los hubo entre nosotros que siempre dieron por supuesto que su agitada reacción ante lo que consideraban condenable era limpia indignación, indicio inequívoco a su vez de una afinada sensibilidad ética, mientras que, en otros, parecida reacción por motivos de análoga naturaleza era furiosa cólera que si algo dejaba en evidencia era su ciego fanatismo. No deja de ser significativo, por cierto, que los mismos que, en uno u otro sector del arco político, más se han destacado por tales actitudes, también lo hayan hecho por el uso masivo y sistemático de las redes sociales.
La paradoja es que esa manera de plantear las cosas, que atiende en exclusiva a lo más inmediato y particular, esto es, a lo local, lleva a quienes así funcionan a actuar de forma extremadamente parecida a como lo hacen otros que viven en lugares lejanos pero con los que se comparten determinaciones globales. Lo que en este caso significa que nuestros aludidos repiten con su comportamiento algunos aspectos (cada uno el suyo) de lo que, desde la distancia, tanto condenan. El resultado final es que terminan procediendo a la inversa de lo que proclaman, esto es, piensan en términos estrictamente locales, en tanto que a la hora de actuar lo hacen de manera muy semejante a la de aquellos a los que dedican sus críticas globales.
La banalización del lenguaje
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Probablemente convenga reconsiderar muchos de los tópicos más reiterados a la hora de analizar la articulación entre ambas dimensiones. No descartemos que todo se deje resumir en que la cuestión más importante tal vez no sea tanto la de pensar local o globalmente, como la de pensar bien o pensar mal. Lo que es como decir que se trata de optar entre poner el pensamiento al servicio de la comprensión o al de la agitación. Lo primero habilita para intervenir en lo real, mientras que lo segundo allana el camino, no solo a episodios como los ocurridos el día de Reyes en Washington, sino a otros disparates, tal vez menos escandalosos, pero igualmente tóxicos.
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Manuel Cruz es filósofo y expresidente del Senado. Autor del libro El virus del miedo (La Caja Books).