No es 1519. No estamos en México. Aquí no hay pirámides, solo escaños. Y los conquistadores van de traje y corbata. Les basta una mayoría simple para soñar con épicas.
Cada miércoles se repite la escena. Cámara, micrófonos y ese aire de misa negra con olor a café recalentado. La derecha habla como si tuviera una misión divina. No quieren gobernar, quieren redimir. Salvarnos del caos que, casualmente, solo ellos parecen ver.
Lo llaman patriotismo. Suena a otra cosa. A cruzada sin cruz. A vendetta de despacho. A una fe ciega en que el país es suyo y lo demás es usurpación.
¿Exagero? Tal vez. Pero el escepticismo ya no es una opción. Lo han dinamitado todo: las formas, los consensos, incluso la cortesía parlamentaria. Si no ganan en las urnas, lo intentan en los juzgados. Si no pueden convencer, acusan.
Y mientras tanto, nos venden un país en ruinas. Un apocalipsis cotidiano con banda sonora de telediario: testigos citados como villanos de serie, investigaciones con fecha de caducidad, teorías cocinadas al punto de ebullición. Todo parece parte de un guion: primero el enemigo invisible, luego la campaña de descrédito, y al final el altavoz que no calla.
Dicen que vivimos bajo un régimen opresivo. Pero el aeropuerto está lleno de millonarios recién llegados. Nadie se lo explica. Quizá es que el apocalipsis es más cómodo en Madrid
Dicen que vivimos bajo un régimen opresivo. Pero el aeropuerto está lleno de millonarios recién llegados. Exiliados del primer mundo que vienen aquí a sufrir con terrazas, fibra óptica y jamón ibérico. Nadie se lo explica. Quizá es que el apocalipsis es más cómodo en Madrid.
Y aun así, la pregunta flota en el aire como el humo del último puro en el Palace: ¿Cómo se recupera la confianza después de quemar las naves?
Eso no lo arregla un comunicado. Ni una investidura. La confianza es de cristal y aquí la están usando como adoquín.
No es la primera vez que vemos esto. También se agitó el avispero en la Alemania de entreguerras, cuando los derrotados gritaban más fuerte que los demócratas. También aquí, en España, hubo quien confundió la República con una taberna y terminó brindando con sangre. En Ucrania, antes de Lenin, la desinformación disfrazada de patriotismo fue el mejor ariete del totalitarismo.
El problema no es el ruido. Es que el ruido se convierta en normalidad. Y que esa normalidad lo erosione todo: instituciones, periodismo, conciencia.
Pero hay un punto de inflexión. Siempre lo hay. A veces es una urna. A veces una calle llena. A veces un silencio que se rompe. Porque por muchas naves que quemen, lo que no pueden arrasar es la memoria. Y hay pocos líderes dispuestos a soportar las cargas.
La historia no se repite. Se venga.
Y esta vez, sabemos cómo termina.
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José Manuel Nevado es director de Comunicación Institucional de la Secretaría de Estado de Comunicación.
No es 1519. No estamos en México. Aquí no hay pirámides, solo escaños. Y los conquistadores van de traje y corbata. Les basta una mayoría simple para soñar con épicas.