Plaza Pública

Querellarse contra el Gobierno

Fachada del edificio del Tribunal Supremo (Madrid).

Gonzalo Martínez-Fresneda

Como era de prever, las denuncias y querellas contra el Gobierno por su gestión de la epidemia hacen cola en el registro del Tribunal Supremo. Partidos políticos, asociaciones de víctimas y abogados que van por libre rivalizan para encabezar las acciones judiciales contra Pedro Sánchez y sus ministros, esgrimiendo una panoplia de acusaciones por delitos que van desde la prevaricación al homicidio. Estas denuncias se presentan mientras la crisis de la epidemia todavía se desarrolla, aprovechando el impulso de la fuerte emotividad que la misma provoca y sin esperar a tener una visión con perspectiva de sus causas y su alcance.

Había varias razones para que estas iniciativas se produjeran, incluso antes de que finalizara el Estado de Alarma, al margen de la falta de acierto o los errores que los denunciados hayan cometido en la gestión de la lucha contra el virus. Hay primero una razón derivada de la condición humana: después de toda gran catástrofe, siempre se busca a alguien que cargue con la culpa. Pocas familias de fallecidos estarán dispuestas a aceptar que sólo la fatalidad pueda explicar la pérdida de su pariente en circunstancias tan repentinas como crueles. De ningún consuelo les servirá saber que el covid-19 causa parecidos estragos por todas partes; que en Nueva York se entierra a las víctimas en fosas comunes o que en Sao Paulo los féretros se amontonan tras la excavadora que va abriendo zanjas. Hablando del cólera de 1834 en Madrid, escribió Pérez Galdós que “en presencia de una catástrofe o desventura enorme, al pueblo no le ocurren las razones naturales de lo que ve y padece”.

Está también el papel de las asociaciones de víctimas y la extraordinaria importancia que han adquirido en los últimos años, con su creciente activismo tanto en el terreno judicial como en el político. Era impensable que en este caso, cuando las víctimas se cuentan por millares, no iban a utilizar la experiencia adquirida por otras asociaciones para juntarse y acudir a los Tribunales. Muchas familias buscan en esa vía llegar a conseguir algo tan simple como un relato coherente de lo sucedido, antes incluso que cualquier anhelo de castigar a los culpables o de conseguir indemnizaciones. Los procesos en Justicia sirven a veces para hacer el duelo por las muertes bruscas, como aquí son todas. Bernard Fau escribía en Le Monde del pasado 21 de Abril, a propósito de las muertes en residencias de ancianos, que “la Justicia, hoy confinada, se presentará en su momento como el instrumento creíble del duelo de cada uno, prometiendo la verdad ya que esa es su vocación, a falta de calmar la tristeza de las familias”.

Hay finalmente una razón política, fácil de entender, para que las querellas apunten al Gobierno y no se conformen con menos. No están distantes en el tiempo las decisiones judiciales que sirvieron para que prosperara una moción de censura contra un presidente del Gobierno o para que presentaran su dimisión varios parlamentarios y consejeros autonómicos. Existe el precedente establecido por la Sala Segunda del Tribunal Supremo, que en los casos de querellas contra aforados suele practicar diligencias de investigación antes de remitir el suplicatorio a la Cámara correspondiente, de manera que si éste llega a enviarse, junto con la exposición razonada de haber encontrado indicios, se convierte en una condena anticipada para el investigado, que se ve forzado a dimitir de su cargo sin más trámite. Ese es el desenlace que ahora buscan algunos de los actuales querellantes. Con un escenario por delante de más de tres años de legislatura, la vía judicial es una salida oblicua para intentar acabar con el actual Gobierno, que van a intentar partidos de la oposición y sus sectores simpatizantes.

Así pues, se dan aquí todos los elementos para una batalla judicial perfecta al máximo nivel. En cuanto al terreno concreto donde librarla, estaba claro que tenía que ser la jurisdicción penal, porque reúne todas las ventajas: es la más barata en costas, es la más rápida y es la más contundente. Esta contundencia, desplegada por el máximo Tribunal del país, se traduce en enorme proyección mediática y presión política. Para los fines buscados, es el único camino que puede conducir al deseado objetivo: la dimisión del Gobierno.

Sin embargo, desde un punto de vista estrictamente jurídico, someter a la jurisdicción penal la gestión del Gobierno en la crisis de la epidemia es un enfoque claramente forzado, que utiliza como base el claro sesgo retrospectivo de lo que debía haberse hecho en su momento según lo que sabemos ahora sobre la agresividad del virus entonces. Y de esta visión sesgada se deducen otra serie de pretextos que llegan a contradecirse entre sí. Los que reprochan al Gobierno haber actuado tarde y no prohibir la manifestación del 8M, le acusan ahora de atentar contra la libertad y otros derechos fundamentales al prolongar el estado de alarma. Quienes le acusaban de lentitud en la distribución de equipos de protección que ya habían llegado a España, le critican después por haber repartido mascarillas sin esperar a probar antes su eficacia. Los que le imputan haber perpetrado delitos de homicidio y lesiones por imprudencia, le exigen ahora que termine con el confinamiento porque la economía se hunde, aunque la cifra diaria de muertos y contagiados todavía se cuenta por centenares. Ante tanto enfoque oportunista, no es arriesgado suponer que, si nuevos focos de infección llegaran a desarrollarse como consecuencia de la “desescalada” que exigen los mismos que se han querellado contra el Gobierno, éstos no dudarán en hacerle también responsable de cualquier rebrote de la enfermedad.

En la gestión de esta crisis, los errores, las torpezas, o las rectificaciones son comprensibles, ante una catástrofe inédita como esta epidemia. Pero salvo en las hipótesis conspirativas más delirantes, no se atisban indicios de la mala fe o la negligencia grave que pudieran haber contribuido directamente a causar más víctimas. En aquellos casos concretos en que se haya podido constatar un funcionamiento deficiente en cualquier centro médico o asistencial, público o privado, susceptible de haber causado un perjuicio para la salud de cualquier ciudadano, al margen de las circunstancias extraordinarias impuestas por la epidemia, los perjudicados podrán reclamar judicialmente por la vía administrativa o civil para obtener la correspondiente reparación por el daño sufrido. Si en alguno de esos casos, se apreciase además una mala práctica grave por parte de algún facultativo o una desatención también grave por parte de algún funcionario o empleado de cualquier nivel, podrá acudirse a los Tribunales ordinarios de lo penal para denunciar le negligencia. Pero promover ahora la intervención de la Sala Segunda del Tribunal Supremo contra todo el Gobierno no es sino la manifestación apoteósica de la criticable judicialización de la política, sirviéndose además del dolor de tantas familias.

Es evidente que la gestión por parte del Gobierno de la crisis derivada de la epidemia ha sido y es una gestión política, de la que tiene que responder todo el Gobierno ante el Congreso de los Diputados por los mecanismos y mediante los procedimientos previstos en el Título V de la Constitución. No ha sido una gestión particular o privada que los ministros hayan podido desplegar por razones personales o profesionales. Pertenece a la esfera de la actuación política del Gobierno que sólo puede generar las responsabilidades constitucionales que están previstas en ese ámbito. Se trata de gobernantes en el ejercicio de sus funciones que pueden y deben rendir cuentas por el mismo ante el Parlamento.

Ante esta judicialización de una responsabilidad política, el Tribunal Supremo debería rechazar de plano todas las denuncias que está recibiendo. Con ello además marcaría, de una vez por todas en este país, la línea divisoria entre lo jurídico y lo político, diferenciación que sería tan beneficiosa para la propia jurisdicción penal como para el buen entendimiento de la división de funciones entre las instituciones del Estado. Pero no se sí eso es pedir demasiado en las actuales circunstancias. La presión social va a ser proporcional a la desesperación de la gente, que irá en aumento conforme la crisis económica derivada de la epidemia se agudice. Esta situación hará difícil que los jueces sean capaces de decidir sin estado de ánimo alguno.

Con todo, si al final se hace inevitable que este país recorra el camino pedregoso de un gran proceso judicial contra los políticos responsables de la lucha contra la epidemia, esperemos que en ese proceso se juzgue a todos los que tomaron las decisiones que han determinado las condiciones materiales en que esa lucha ha tenido que librarse por nuestro sistema de salud.

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Gonzalo Martínez-Fresneda es abogado

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