El turismo de masas y la supervivencia de las ciudades

Mina Polacek

Los habitantes de las grandes ciudades estamos hartos de ver cómo se transforman nuestros barrios y cómo los centros históricos se van convirtiendo en centros comerciales para el turista, ofreciendo por lo general un ocio barato y de calidad dudosa y, a la vez, inaccesible para los ciudadanos de clase media. Silenciosamente las viviendas vecinas, los bajos y los locales comerciales se van convirtiendo en pisos de alquiler vacacional, y en lugares cada vez más lejanos al centro comienzan a oírse maletas de cabina sobre las aceras.  

Este crecimiento que parece no terminar nunca chirría entre la ciudadanía, y que cada vez sea mejor valorada en el exterior la calidad de vida de la que se disfruta se siente como que están revelando nuestros secretos, que llevaban décadas muy bien guardados. Primero fueron las costas españolas, algo a lo que la zona supo adaptarse y satisfacer la demanda con creces a costa de expulsar a los vecinos de sus barrios, y ocupar sus plazas para llenarlas de bares y terrazas con espectáculo y lavanderías fantasma en edificios aparentemente abandonados. Poco a poco, el turismo se fue adentrando en la meseta y ya no venían sólo por sol y playa, sino también por la gastronomía, la cultura y la variedad de paisajes que se ofrecen.

A pesar de todo esto, a nosotros también nos gusta viajar e, inevitablemente, convertirnos en turistas, aunque tratamos de disimularlo y parecerlo lo menos posible; para ello, buscamos conocer los lugares más “auténticos” que frecuentan los oriundos, convirtiéndonos propiamente en los agentes “turistificadores” que nos agota ver en nuestras ciudades. Procuramos encontrar alojamientos y restaurantes baratos de calidad máxima que se adapten a nuestras economías precarias; un buen destino es uno en el que, por un buen precio, hemos conseguido una calidad de vida más alta a la que tenemos en nuestro lugar de origen. 

La industria turística apenas genera beneficios a nivel regional como lo hace para los propietarios, y pensar que, como turistas, estamos apoyando a la economía regional es erróneo en muchos casos. El turismo no es sólo un motor de desarrollo, sino que genera desigualdades y precariedad, articulándose como una forma de imperialismo moderno. Países como México han doblado la cantidad de turistas desde 1995; sin embargo, su posición en el Índice de Desarrollo Humano (IDH) ha bajado dieciséis puntos desde 1995 hasta 2018. Costa Rica, un destino caribeño más exclusivo, ha multiplicado su turismo casi por cuatro desde entonces, mientras que su posición en el ranking ha bajado siete puntos.

La situación de República Dominicana, en cambio, parece más optimista, ya que solo pierde una posición en la clasificación, a pesar de multiplicar su turismo por tres. Pese a todas las mejoras en las infraestructuras de estos países, los ciudadanos no tienen nada que agradecer al turista, ya que se mantienen en puestos de trabajo precarios sin generar verdadero crecimiento para el país. Del mismo modo, visitar países cuyas situaciones políticas son más complejas, como sistemas dictatoriales, es indirectamente una forma de apoyar a estos regímenes, como es el caso de Birmania o Arabia Saudí.

España, como país receptor, cada vez sufre más el impacto del turismo de masas -residuos, agotamiento de recursos, destrucción medioambiental-, sin olvidar a los turistas de larga duración -conocidos como “nómadas digitales”, un término con menos carga negativa para realidades más cómodas-, que, gracias a su alto poder adquisitivo, buscan en España una buena calidad de vida a precio razonable.

Las pocas regulaciones que se plantean van en torno al control de los pisos turísticos y su relocalización y el desafío está en crear un modelo en el que sean bienvenidas las economías precarias y que, a la par, sea respetuoso con los habitantes locales

Entonces, sabiendo todo esto, y como ciudadanos comprometidos que buscan llevar a cabo un consumo turístico ético, y no ser los mismos “guiris” que invaden nuestras ciudades, ¿qué podemos hacer? Existen modalidades de turismo responsable, de menor impacto y no tan dañinas con el medio ambiente, pero la mayoría de estas propuestas suelen ser accesibles para las clases más altas, que disfrutan de más días de vacaciones y suficiente dinero en el bolsillo, y que, además, ya se han cansado de visitar capitales europeas en un fin de semana relámpago en modo yincana. Las nuevas formas de practicar un turismo ético suelen ir de la mano de la sostenibilidad; no obstante, la ética para con la ciudadanía está aún en un segundo plano.

Un modelo interesante es el de Bután, que, ubicado en la cordillera del Himalaya, apuesta por un turismo que algunos denominan “de élite”. Su política es denominada de “alto valor, bajo volumen”, y tiene por objetivo mantener un flujo bajo de visitantes y para reducir la huella de carbono. Para proteger su entorno y costumbres, los precios de este reino budista no están al alcance de cualquiera: un día de alojamiento, con todo incluido, cuesta unos 200 euros.

Las pocas alternativas responsables parece que solo son posibles para las economías más pudientes, y la pregunta es si sería posible generar un modelo turístico que sea ético y, a la vez, se adapte a las economías de las clases medias y bajas que viajamos en aerolíneas de bajo coste, y buscamos alojamientos baratos o, incluso, albergues con habitaciones compartidas. Este tipo de turismo, aunque es mucho más asequible, es el menos responsable con el entorno y, especialmente, con sus habitantes, ¿pero acaso existe una alternativa mejor para nosotros? Desde luego, los que conformamos el pueblo llano y no podemos viajar a destinos caros, no tenemos la culpa de que los fondos buitre gentrifiquen nuestros barrios, y que los vuelos a capitales europeas sean más baratos que un tren dentro de nuestro propio país.

Es muy necesario insistir en el debate de un turismo sostenible para los países receptores. Las pocas regulaciones que se plantean van en torno al control de los pisos turísticos y su relocalización, pero el desafío está en crear un modelo de mercado en el que sean bienvenidas las economías precarias y que, a la par, sea respetuoso con los habitantes locales. Hay que encontrar un punto de convivencia, donde la disparidad de clases no sea tan abismal como hasta ahora. 

Existen tres actores en la balanza: visitantes, residentes y propietarios; pero, hasta el momento, los únicos que han cedido sin dar su consentimiento son los ciudadanos que han sido invadidos por las masas de turistas. Es momento de buscar soluciones para proteger a los vecinos. Limitar el flujo de entradas es inevitable, así como recuperar los espacios que han sido invadidos por los visitantes. Por otro lado, el turista ha de estar siempre bien informado para que su actividad no sea invasiva, mientras que las administraciones locales han de proteger sus patrimonios y fomentar el pequeño comercio para que sus destinos mantengan un marchamo único y especial.

El Informe Transición hacia un Turismo Sostenible, de la Fundación Alternativas, concluye con una firme propuesta hacia el turismo de proximidad, una alternativa más respetuosa no solo con el medio ambiente, sino también como una democratización del ocio que reduce el flujo de visitantes en los lugares masificados, y aporta actividad en los lugares con menos movimiento, haciendo hincapié en no caer en lecturas xenófobas y excluyentes.

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Mina Polacek es antropóloga y analista de la Fundación Alternativas.

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