Cada mañana me levanto de la cama y lo primero que hago es lavarme la cara y desayunar, mientras miro las noticias de actualidad. Prácticamente, todos los días leo noticias de mujeres que han sido agredidas sexualmente por hombres, o que han sido asesinadas por su pareja o ex pareja, o que han sufrido cualquier tipo de acoso por parte de un hombre e, incluso, que han desmantelado un chat grupal donde miles y miles de hombres se intercambiaban imágenes con otros hombres, de sus parejas (mujeres) desnudas. Cada vez resulta más insoportable ser mujer en este mundo porque la violencia machista es estructural y ya no podemos estar a salvo ni en la sala de operaciones de un quirófano, sin correr peligro de ser violadas.
No es exageración ni victimismo: es la cruda realidad. Basta abrir un periódico, encender la televisión o deslizar el dedo por el teléfono para encontrarse con una nueva historia de violencia ejercida contra una mujer por el simple hecho de serlo. Y lo más perturbador no es solo la violencia en sí, sino la normalización que la rodea. El “otra más”. El “qué pena”. El silencio posterior.
Aprendemos a mirar atrás cuando caminamos solas, a compartir ubicación, a llevar las llaves entre los dedos, a modificar la ropa, la ruta, la hora, el tono de voz. Aprendemos a tener miedo. Y mientras tanto, el mundo sigue preguntándose qué más deberíamos hacer para no ser víctimas, en lugar de preguntarse por qué tantos hombres siguen ejerciendo violencia con una impunidad alarmante.
Cada vez resulta más insoportable ser mujer porque la violencia machista es estructural y ya no podemos estar a salvo ni en la sala de operaciones de un quirófano, sin correr peligro de ser violadas
No se trata de afirmar que “todos los hombres” son violentos, pero sí de reconocer que la violencia masculina es un problema estructural, sostenido por una cultura que minimiza, justifica o directamente niega el dolor de las mujeres. Una cultura que protege agresores, duda de las víctimas y convierte cada denuncia en un juicio público contra quien se atreve a hablar.
Agota tener que explicar una y otra vez por qué tenemos miedo. Harta la pedagogía constante, el tener que justificar nuestro enfado, nuestra tristeza, nuestra rabia. Cansa que se nos exija paciencia mientras seguimos siendo asesinadas. Porque no son hechos aislados: son patrones. Y los patrones hablan de un sistema que falla, que no nos protege, que llega tarde o, directamente, no llega.
Además, duele la indiferencia social que rodea esta violencia. Duele ver cómo muchas de estas noticias generan más morbo que reflexión, más debate superficial que cambios reales, mientras se esquiva la pregunta central: ¿por qué tantos hombres sienten que tienen derecho sobre el cuerpo y la vida de las mujeres? La violencia machista no es un accidente ni una tragedia inevitable; es el resultado de una educación que sigue enseñando dominación, posesión y silencio. Y mientras no se cuestione esa raíz, seguiremos contando asesinadas.
También pesa la soledad que se siente. La sensación de que, incluso cuando hablamos, no siempre somos escuchadas. Que nuestras experiencias son puestas en duda, relativizadas o utilizadas políticamente sin un compromiso real con el cambio. Ser mujer parece que implica resistir: resistir al miedo, al cansancio, a la tentación de normalizar lo inaceptable. Pero no deberíamos ser nosotras las que resistamos todo el tiempo. La verdadera transformación llegará cuando la sociedad en su conjunto asuma que esta violencia no es un “problema de mujeres”, sino una emergencia colectiva que exige responsabilidad, educación y justicia.
Ser mujer es vivir con una alerta permanente, es cargar una rabia que no siempre se puede expresar, es llorar por desconocidas que podrían haber sido amigas, hermanas, nosotras mismas. Es preguntarse cuántas más tienen que morir para que algo cambie de verdad en este mundo patriarcal.
No queremos vivir con miedo. Queremos vivir. Y eso, lejos de ser una exigencia radical, es un derecho básico que no nos está garantizado a las mujeres.
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Andrea Mezquida es psicóloga, formadora con perspectiva de género y experta en psicología afirmativa (LGTB).
Cada mañana me levanto de la cama y lo primero que hago es lavarme la cara y desayunar, mientras miro las noticias de actualidad. Prácticamente, todos los días leo noticias de mujeres que han sido agredidas sexualmente por hombres, o que han sido asesinadas por su pareja o ex pareja, o que han sufrido cualquier tipo de acoso por parte de un hombre e, incluso, que han desmantelado un chat grupal donde miles y miles de hombres se intercambiaban imágenes con otros hombres, de sus parejas (mujeres) desnudas. Cada vez resulta más insoportable ser mujer en este mundo porque la violencia machista es estructural y ya no podemos estar a salvo ni en la sala de operaciones de un quirófano, sin correr peligro de ser violadas.