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Vivir en la calle, mejor dicho, morir

Jesús Sandín

Más allá de las olas de calor extremo y del frío del invierno, vivir en la calle significa morir prematuramente. Y morir en soledad.

Una persona sin hogar, y más cuando está en estricta situación de calle, sin acceder a ningún recurso de alojamiento, nos interpela siempre y, cuando no lo hace, es porque deliberadamente decidimos mirar hacia otro lado. No hay una única razón por la que una persona acaba viviendo en la calle. No hay un único camino. Aunque diferentes circunstancias acaben por repetirse en la mayoría de las personas sin hogar, no hay un patrón que permita ni determinar qué vivencias concretas desencadenarán el proceso de exclusión que llevarán a la pérdida de la vivienda y, sobre todo, de la capacidad para recuperarla, ni qué decisiones, actitudes o situaciones personales nos mantendrán a salvo a cada uno de nosotros y nosotras de iniciar un proceso similar en algún momento de nuestra vida. No deberíamos olvidar que la vulnerabilidad es inherente a nosotros y la seguridad no pasa de ser una percepción subjetiva. 

Tratar de explicar por qué hay personas que viven en la calle, por qué la sociedad de la que formamos parte y el modelo de convivencia que nos hemos otorgado y que tan pomposamente llamamos democracia, a pesar de la evidencia de la exclusión social, carece de herramientas para remediar su situación, o por qué derechos reconocidos en las leyes como la vivienda, el acceso a la salud, la seguridad o la intimidad no pueden ser ejercidos en un Estado que se define a sí mismo como “de Derecho”, no puede limitarse a la repetición de lugares comunes que, por defecto, culpan a la víctima de su situación (está en la calle porque tiene adicciones, porque tomó malas decisiones, porque vino de otro país de forma irregular…) o a la mala suerte (perdió el empleo y era mayor para encontrar otro, tenía una enfermedad mental, o una discapacidad, fue tutelado porque no tenía familia…). 

Las personas sin hogar no son invisibles; no podemos seguir haciendo como que no las vemos

Para explicar, primero hay que entender:

Entender que cuando no tienes más remedio que vivir en la calle, seguramente encuentres la forma de abrigarte del frío (a lo mejor te cuesta más protegerte del calor), seguramente encontrarás la forma de resguardarte de la lluvia. También encontrarás alimento y, así, no morirás en pocos días. Pero morirás poco a poco, durante meses o años. Porque vivir en la calle significa morir prematuramente. Y morir en soledad.

Que lo peor que puede pasarnos a cualquiera de nosotros y nosotras, independientemente de nuestros itinerarios vitales, es ser ninguneados por la sociedad en la que vivimos y de la que, precisamente por ser ninguneados, dejamos de formar parte. Ningunear es, por definición, convertir a alguien en nadie. Las personas sin hogar no son invisibles; no podemos seguir haciendo como que no las vemos.

Que cubrir necesidades materiales garantiza la supervivencia, pero no devuelve derechos. Que institucionalizar a una persona en un recurso o en varios, sin ofrecer alternativas viables para volver a reintegrarse con pleno ejercicio de derechos en la sociedad, no es digno. Que la dignidad a la que remiten nuestras leyes, empezando por la Constitución, se define precisamente por el ejercicio de derechos en igualdad.

Que un hogar es mucho más que un espacio físico y que un espacio físico que no garantiza el ejercicio de todos los derechos en igualdad con el resto de la ciudadanía integrada (intimidad, protección, etc.) no puede ser considerado no ya hogar, siquiera digno. Algo que deberían tener en cuenta especialmente quienes diseñan y gestionan recursos sociales

Y cuando por fin hayamos entendido todo esto, todavía tendremos que mirar a la persona que nos mira desde la acera y tratar de explicarnos. Eso va a ser lo más difícil de todo.

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Jesús Sandín pertenece al programa de Personas sin hogar de Solidarios.

Logros e impacto del programa de personas sin hogar en las rutas de calle | Solidarios para el Desarrollo

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