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'La izquierda es la libertad'

La izquierda es la libertad de José Andrés Torres Mora

infoLibre publica un capítulo del libro La izquierda es la libertad, obra de José Andrés Torres Mora, doctor en Sociología y diputado del PSOE en Cortes.

El libro está publicado por Catarata  y llegará a las librerías el 19 de noviembre.

El 14 de noviembre se presentará la obra en la Librería Los Editores de Madrid, a las 19.00 horas. El acto contará con la intervención del expresidente José Luis Rodríguez Zapatero, de la ministra de Política Territorial, Meritxell Batet, y del autor del libro.

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  Una izquierda y con dificultades

 

Los socialistas tendemos a preguntarnos, a veces de mane­ra poco elegante, por qué los trabajadores, y las clases desfavorecidas en general, votan en un porcentaje impor­tante a la derecha. No nos cabe en la cabeza que las vícti­mas de la explotación y la alienación capitalistas voten a quienes, lejos de querer reformar el capitalismo, están claramente dispuestos a acentuar sus peores rasgos. Según la encuesta poselectoral del CIS de las elecciones genera­les de 2011, el 34% de los obreros no cualificados votó al PP, en tanto que al PSOE lo hizo el 30%. En el caso de los obreros cualificados, los porcentajes fueron del 37% para el PP y del 29% para el PSOE. Cuando los socialistas nos preguntamos por las razones de nuestros pobres resultados electorales en esos sectores sociales, nos con­vendría recordar el poema de Calderón sobre el sabio mísero y pobre que se alimentaba de hierbas: “¿Habrá otro, entre sí decía, / más pobre y triste que yo?; / y cuan­do el rostro volvió / halló la respuesta, viendo / que otro sabio iba cogiendo / las hierbas que él arrojó”. Si los socia­listas volviéramos el rostro veríamos a los comunistas lamentándose de que la famélica legión nos vote a noso­tros y no a ellos.

A un comunista no le asombran los resultados electo­rales que acabo de mostrar. Para muchos de ellos es obvio que el PSOE y el PP son lo mismo. O quizá, el PSOE algo peor. El comunista comprende perfectamente que los explotados y oprimidos no distingan entre el PP y el PSOE, lo que no le cabe en la cabeza de ninguna manera es que solo el 8% de los obreros no cualificados y el 7% de los obreros cualificados votara a IU en aquellas elecciones.

En la izquierda tenemos una cierta tendencia a recla­mar dos primogenituras: la moral y la intelectual. Y cuanto más a la izquierda nos decimos, más sabios y más puros nos creemos. Pero a lo mejor convendría mirarnos al espejo de vez en cuando. Es duro tener que aceptar que la derecha te gane unas elecciones por mayoría absoluta en mitad de una crisis financiera mundial que es la prueba material del fracaso de su proyecto económico; es duro que cuando todo el mundo habla de la necesidad de refor­mar el capitalismo, los electores te manden a casa y pon­gan a la pura y dura derecha al frente del Gobierno con una mayoría absoluta. Pero es más duro no pararte a pensar qué te ha pasado. Limitarte a creer que no fuiste lo sufi­cientemente de izquierdas y que por eso la gente te castigó votando mayoritariamente a la derecha. ¿No estaba Iz­quierda Unida ahí? ¿Por qué la gente no los votó? ¿Por qué los trabajadores prefirieron votar al PP que a IU? De igual modo que los economistas han encontrado en la econometría una fantástica herramienta para ocultar las debilidades de su disciplina, hay una incierta izquierda que siempre ha encontrado en un lenguaje voluntaria­mente abstruso el refugio para sus debilidades prácticas y teóricas. En todo caso, expresado con más o menos oscu­ridad, el argumento de esa izquierda es siempre el mismo: que no fuimos lo suficientemente de izquierdas, o que la gente está alienada.

¿Nos podemos conformar los socialistas con la expli­cación de que la derecha es malvada y los trabajadores que la votan están alienados, por decirlo educadamente? ¿Se conformará la izquierda que no pertenece a la tradición socialista con la explicación de que los socialistas somos malvados y los trabajadores que nos votan están igual de alienados que los que votan al PP? Uno de los problemas de la izquierda es creer que todavía hay dos. Desde que cayó el muro de Berlín los comunistas o excomunistas pasan sus horas muertas consolándose con la crisis de la social­democracia, pero ¿qué hay de la suya? Todavía no han explicado el sentido de su largo viaje, que en España se inició en 1921 cuando se escindieron del PSOE, y que parece acabar precisamente en la socialdemocracia. ¿O qué es lo que están defendiendo ahora? ¿La socialización de los medios de producción o una tasa a las transacciones financieras? ¿La dictadura del proletariado o las listas en plancha al Congreso? ¿La revolución anticapitalista o la renta básica universal?

Casi cien años después de aquella escisión entre so­cialistas y comunistas, y a pesar de haber gobernado mu­chas veces en distintos países europeos, los socialistas no hemos acabado con el capitalismo. No somos precisamen­te entusiastas del capitalismo, pero creemos que el merca­do y la libre empresa, con reglas y controles públicos, son compatibles con una sociedad sin pobreza y sin opresión. Esa fue, básicamente, la apuesta de socialistas, socialde­mócratas y laboristas en la posguerra europea. Eso fue lo que hicimos en un pacto con una derecha, la democraciacristiana, que ha desaparecido sustituida por el neolibera­lismo de Thatcher y Reagan. Aun así, después de casi cua­tro décadas de neoliberalismo, el Estado del bienestar, la combinación de libertades individuales y derechos socia­les sigue siendo el mejor sistema político que han tenido los seres humanos en su historia. Es un ideal que, aunque requiera una puesta al día en su formulación política y económica, sigue vigente. ¿Qué queda del proyecto comu­nista? ¿Cuál es el legado de la otra izquierda? Decía Tony Judt que lo peor del comunismo es lo que vino después. Y ahí están Putin y Merkel para darle la razón, por un lado. Y, por el otro, una incierta izquierda, que a veces ni se reconoce como tal —y mucho menos como comunista revolucionaria—, que se ha pasado la vida pidiendo expli­caciones a los reformistas por haber traicionado la revolu­ción al construir el Estado del bienestar, y que ahora se dedica a reprochar a los socialistas no defenderlo sufi­cientemente.

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Y, por cierto, algunas cosas serían más fáciles para el proyecto socialdemócrata en la economía globalizada si los trabajadores chinos tuvieran derechos sindicales y liber­tades políticas, de esas formales y burguesas que tan poco le han importado siempre a una incierta izquierda. Pero de eso no es elegante hablar en presencia de esa izquierda, en su presencia solo se puede hablar de la traición de la socialdemocracia a los trabajadores occidentales. A los líderes de la izquierda radical les gusta citar la anécdota en la que, preguntada por lo mejor de su legado, Thatcher respondió: Tony Blair. Debe darles mucha risa, pero no estaría mal que se miraran en el espejo, a ver qué les queda de su programa de hace un año o, peor aún, de toda su bio­grafía política hasta que “se les puso la cara seria”. Y si no que se lo pregunten al señor Tsipras. Bienvenidos a la socialdemocracia, a su crisis, a sus problemas. Porque lo cierto es que desde hace mucho tiempo no hay dos izquier­das, trabajosamente hay una que no termina de encontrar una respuesta a su debilidad política y teórica.

Perry Anderson demostró que la derrota política de la revolución alemana llevó a los intelectuales marxistas a un grado de abstracción cada vez más inútil para la acción política. Pero no solo a los intelectuales alemanes. Gober­nar acerca mucho más a la izquierda a la realidad de los excluidos que llorar por ellos desde la oposición. Y hay quienes tienen demasiado miedo a perder su pureza revo­lucionaria como para gobernar y hacerse cargo de los pro­blemas corrientes de la gente corriente. Como dice Rancière, hay una cierta izquierda ilustrada que imagina a los excluidos más que los conoce. Es la izquierda del todo y la nada. Esa incierta izquierda que tiene dudas cuando se trata de apoyar a Gobiernos socialistas y que las resuelve mal, tal como ha ocurrido en Asturias y Andalucía. Esas dudas que los socialistas no hemos tenido a la hora de faci­litar que ellos gobiernen Madrid, Barcelona o Valencia. No les hemos hecho una jura de Santa Gadea, no hemos pre­tendido humillarlos, ni darles ninguna lección por sus pecados de acción u omisión, por el pasado que tienen o por el que no tienen, como ellos hacen con tanto placer con los socialistas.

Se puede mejorar la vida de la gente aunque no se ten­gan ni los planos del paraíso, ni las fuerzas para asaltarlo. El problema de las vanguardias indignadas es que, con la mejor voluntad, siempre diseñan un programa de acción que resulta demasiado pesado para los hombros de los excluidos. De los excluidos reales, no de los imaginados románticamente por ellos. Los indignados, que suelen tener una extracción social de clase media ilustrada, que son funcionarios, estudiantes o profesores, deducen del dolor de los excluidos una poderosa fuerza de cambio político. Por eso, siempre están temiendo que una mejoría de la economía y de las condiciones de vida de los exclui­dos dé al traste con el momento revolucionario. Pero no es desde el dolor que nace de la opresión y de la explotación, sino desde la fuerza de los derechos, del disfrute de una adecuada protección sanitaria, del acceso a la educación en todos sus niveles, de la protección frente a la depen­dencia, al desempleo o a la vejez, de donde la gente común saca las energías que permiten construir un proyecto polí­tico de igual libertad que acabe con la alienación y la explotación que produce el capitalismo.

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