Entrevista

Paloma Aguilar: "Mientras haya gente buscando a sus familiares, la herida de la Guerra Civil seguirá abierta"

Paloma Aguilar, catedrática de Ciencia Política y coautora de 'El resurgir del pasado en España'.

Un libro escrito "con impresionante conocimiento", apunta Paul Preston, referencia de la izquierda en la historiografía sobre la Guerra Civil. "Un análisis sorprendentemente original", afirma su colega Stanley G. Payne, al que suele ubicarse en el extremo ideológico contrario. Ambos se refieren al ensayo El resurgir del pasado en España. Fosas de víctimas y confesiones de verdugos (Taurus), de Paloma Aguilar y Leigh A. Payne, catedráticas de Ciencia Política y Sociología, respectivamente. Se trata de un análisis de la espinosa cuestión de la memoria histórica en España tan riguroso y fundamentado que resiste cualquier impugnación ideológica. Dato tras dato, sin ceder a suposiciones ni clichés, Aguilar y Payne repasan la relación de la sociedad española con el recuerdo de la guerra y la dictadura. El resultado es un derribo de los mitos e idealizaciones sobre la transición, pero también del pilar sobre el que se levantó el "pacto de olvido" que las élites acordaron –y la sociedad mayoritariamente aceptó– para blindar el proyecto democrático: el reparto simétrico de culpas entre vencedores y vencidos. En fin, el "todos fuimos culpables". La idea posterior de que cualquier cuestionamiento de la transición traiciona aquella "reconciliación nacional".

Pero el libro trasciende el desmontaje de falacias retrospectivas y es también el recorrido por las escasas confesiones de verdugos desde la transición, la más turbadora la del aristócrata José Luis de Vilallonga, miembro de un pelotón de fusilamiento en plena adolescencia. No han sido estas confesiones, de escaso impacto mediático, las que han comenzado en los últimos tres lustros a agrietar el relato hegemónico. Tampoco las iniciativas legales. La clave, concluyen las autoras, han sido las exhumaciones. La evidencia innegable del cráneo con el agujero de bala emergiendo de la tierra. A esta prueba descarnada se añade la menor carga de complejos de una generación de nietos y biznietos de la guerra que cuestiona la equivalencia moral entre vencedores y vencidos.

Paloma Aguilar (Madrid, 1965), una de las más destacadas investigadoras sobre memoria histórica en España, conversa con infoLibre sobre ésta, su última obra, sobre la relación del país con su pasado, sobre la deuda de la democracia con las víctimas, sobre los retos pendientes y las posibles reformas. En la entrevista acredita la misma inclinación por el hecho probado –en detrimento de la especulación– que muestran las páginas del libro.

PREGUNTA: ¿Por qué ha habido tan pocas confesiones en España?

RESPUESTA: Otros países han ofrecido estímulos institucionales para que los verdugos dieran un paso al frente. En algunos casos proporcionaron una versión autoexculpatoria. En otros hablaron porque a cambio se les ofrecía amnistía. Ese estímulo institucional no se ha dado en España y las confesiones han sido muy escasas.

P: ¿Y qué reacción suscitaban?

R: Al principio la sociedad las recibía con escaso interés. Tenían poco eco mediático. Pero esto cambia a mediados de los 90 y de manera clara a partir del año 2000, cuando empieza el segundo ciclo de exhumaciones, ya con forenses, arqueólogos e identificación de ADN. Nada que ver con las primeras exhumaciones, en la transición, que tuvieron nulo impacto salvo por la revista Interviú y unas pocas publicaciones de ámbito no nacional.

P: El libro sostiene que fue abrir fosas lo que logró romper el "pacto de olvido".

R: Sí. En el segundo ciclo de exhumaciones ya hay una sociedad más permeable, que empieza a mirar al pasado con mayor interés y descubre con espanto las fosas comunes.

P: Eso fue con la generación de los nietos y los biznietos. No antes.

R: La sociedad en su conjunto, y desde luego en el ámbito político, quiso pasar página. Hubo una cierta autocensura, se entendió que remover el pasado era desagradable, incluso de mal gusto. Desde luego hubo excepciones, como las escasamente conocidas exhumaciones y homenajes que llevo años investigando en el ámbito local; en el ámbito cultural también, ya que los historiadores se pusieron pronto manos a la obra, aunque con dificultades para acceder a los archivos. Los familiares de los republicanos fusilados sí querían mirar al pasado y recuperar los restos, darles sepultura digna, recibir algún reconocimiento. Pero ésta era una página que pocos querían leer. Esto termina en el ámbito político a mediados de los 90, cuando el PSOE comienza a perder apoyo electoral, y en el ámbito social con el recambio generacional. Al fin se cuestiona ese acuerdo de no remover el pasado porque los nietos ya no se creen que hacerlo vaya a desestabilizar una democracia claramente asentada.

P: Su libro cuestiona, o más bien derriba, el mito de que la transición fue producto de una cesión mutua en una negociación en igualdad de condiciones.

R: Ya Ignacio Sánchez-Cuenca, en Atado y mal atado, demuestra de forma abrumadora la asimetría antes de las elecciones del 77 entre la oposición y los herederos del régimen. La desigualdad era manifiesta. Y tras las elecciones también, sobre todo porque los conservadores retenían muchos resortes del poder. Lo que se llamó "política de reconciliación nacional" se fundamentó en realidad en una gran asimetría entre los herederos de los vencedores y de los vencidos.

P: Otro mito: la transición como fenómeno esencialmente pacífico.

R: Ése es de los más fáciles de derribar. Es un tema que hemos investigado mi colega Sánchez-Cuenca y yo, contando uno a uno los muertos causados por la extrema derecha, la extrema izquierda, las fuerzas independentistas y la represión del Estado. Hoy nos hemos olvidado, pero acudir entonces, por ejemplo, a una manifestación a favor de la amnistía era muy arriesgado. Hubo muertos en manifestaciones porque la extrema derecha se infiltraba y disparaba a los manifestantes, y porque la actuación policial era brutal. Hubo una complicidad de elementos reaccionarios de las fuerzas policiales, en connivencia con sectores judiciales, que protegía a la extrema derecha y hacía poco por investigar sus actos violentos. Aunque, como es bien sabido, quien más mató fue ETA. Todo ese clima violento reactivó el miedo y sirvió para fundamentar el acuerdo de no mirar al pasado porque, decían, podíamos volver a enfrentarnos.

P: Ése fue el pacto tras la dictadura. No de verdad, ni de justicia, sino de olvido.

R: Los partidos decidieron que el pasado no fuera un arma arrojadiza, porque pensaron que si no difícilmente se podían acordar las nuevas reglas del juego. Se hizo conscientemente, aunque algunos entendieran que era sólo algo inevitable en aquella situación de crispación y asimetría. La oposición se había encontrado además con una sociedad más cautelosa y moderada de lo esperado. Cosa distinta es que luego estos acuerdos se hayan convertido en intocables e impidan debatir todo lo que no se abordó entonces. En la sociedad había tanto miedo a la reacción de la derecha si se ponían sobre la mesa las responsabilidades por hechos de violencia pasados que se aceptó mirar al futuro como un mal menor.

P: Aunque en la sociedad hubo excepciones.

R: A nivel local se desafió el pacto de silencio de las élites políticas. Hubo muchos cambios de nombres de calles ya en la transición. En cuanto al ámbito cultural, también hubo interés en el pasado, pero los intelectuales, cineastas, investigadores e historiadores no lo tuvieron nada fácil. Era imposible acceder a ciertos archivos. Y, según de qué temas, las editoriales no querían saber nada. Recordemos además las bombas que la extrema derecha puso en quioscos, librerías y publicaciones como El Papus, El País, Punto y Hora de Euskal Herria... Por no hablar de las amenazas de muerte enviadas a periódicos y revistas y que también recibieron en ocasiones los familiares que exhumaron los restos de fosas comunes. Algunos investigadores sufrieron las consecuencias de hablar de forma explícita de la represión, como ocurrió con la película Rocío, que fue censurada y su director llevado a juicio. Se fue a vivir a Portugal y no volvió a filmar más. Francisco Espinosa ha documentado en Callar al mensajero causas judiciales contra quienes se han atrevido a investigar, sobre todo cuando mencionan nombres de verdugos. Aunque todo el mundo conozca quiénes fueron los delatores y ejecutores, y aunque las responsabilidades penales estén prescritas, eso sigue siendo un tema tabú.

P: Y un tabú judicial, también.

R: En los juzgados, tradicionalmente, se ha protegido más el derecho al honor que la libertad de información y producción científica. Teniendo en cuenta que ninguno de los muchos miles de asesinatos de los franquistas se ha investigado judicialmente, y a falta de una comisión de la verdad que los haya esclarecido, los jueces deberían investigar cuando se localizan restos que presentan signos inequívocos de violencia en una fosa. No para castigar, sino para avanzar en el conocimiento del pasado y reparar a las víctimas. Y los historiadores deberían poder escribir sobre quiénes fueron los responsables de los crímenes, pues, en caso contrario, la asimetría entre vencedores y vencidos se mantiene. Recordemos que para los crímenes republicanos hubo una causa general.

P: Las cosas han cambiado desde la transición. El "pacto de silencio" caducó.

R: Es verdad que los investigadores, hoy en día, pueden hacer mucho mejor su trabajo. Pero la legislación que regula el acceso a los archivos sigue siendo mucho más restrictiva que en otros países. La ley de secretos oficiales del 68 sigue vigente, tras ser reformada moderadamente en el 78. Al final de la segunda legislatura de Zapatero se aprobó una desclasificación de documentos oficiales, pero el PP la ha cancelado alegando cuestiones de seguridad nacional. Se ha destruido mucha documentación. El propio Martín Villa reconoció que pidió que se destruyeran los archivos de algunos archivos que habrían sido fundamentales para investigar la represión, como los de Falange, gobiernos civiles...

P: ¿Y en el ámbito político? ¿Se acabó el "pacto de silencio"?

R: Ha habido mucho oportunismo. El acuerdo se mantuvo muchos años, hasta que el PSOE vio que perdía peso electoral y empezó a utilizar el arma del pasado contra el PP para estigmatizarlo como franquista, pensando que le daría rédito. Luego el PP ha contraatacado.

P: ¿Qué papel desempeña la ley de memoria de 2007 en la ruptura social del pacto?

R: La ley de memoria sería impensable sin el segundo ciclo de exhumaciones y sin el recambio generacional. La generación de los nietos y los biznietos de la guerra no mira al pasado con aprensión, culpa ni miedo. Y se pregunta: "¿Cómo es que sé tan poco? ¿Cómo hay tantas víctimas en las fosas sin que el Estado actúe? ¿Por qué los jueces no se personan cuando aparece un cadáver con signos inequívocos de violencia?". Se ha producido una impugnación del relato según el cual era mejor pasar página porque los dos bandos habían cometido atrocidades y con eso todo quedaba saldado.

P: ¿No es tarde ya para esa impugnación?

R: Han muerto muchas víctimas y sus familiares, pero nunca es tarde para las medidas de justicia y reparación pendientes, ni para seguir avanzando en el conocimiento histórico. El problema es que al comienzo de la transición se les dijo que era demasiado pronto y ahora se les dice que es demasiado tarde. La democracia ha sido poco generosa y nada empática con los represaliados por la dictadura. Hay que insistir en que la asimetría entre las víctimas de la violencia republicana y la franquista sigue siendo abrumadora. Los primeros sufrieron juicios sin garantías, fusilamientos, encarcelamientos, exilio, depuraciones, expolio de propiedades, humillaciones... No hubo reconocimiento, ni pensiones, ni siquiera pudieron enterrar a los suyos en el cementerio, ni hacerles ningún duelo de carácter público. La mitad de la sociedad se vio privada de oportunidades para rehacer su vida tras la guerra. Y esto no sólo les afectó a ellos, sino también a sus descendientes. Muchos huérfanos se tuvieron que poner a trabajar de niños, sin poder acceder al sistema educativo. Esto es algo sobre lo que hemos reflexionado poco.

P: Billy el Niño sigue en la calle; el secreto aún envuelve la muerte de García Caparrós; las víctimas del franquismo tienen que acudir a la justicia argentina; Queipo de Llano sigue en la Basílica de la Macarena y Franco en el Valle de los Caídos... ¿Son estos casos llamativos los que hacen tomar conciencia del problema?

R: Escandaliza más a unas generaciones que a otras. Muchos mayores se han acostumbrado y no les parece conveniente tocar el pasado. Pero que tengamos a Franco y a Primo de Rivera enterrados en el altar mayor de uno de los monumentos más visitados de Patrimonio Nacional es una anomalía, nos pongamos como nos pongamos. Y ahora fallece la hija de Franco y se la entierra en la Catedral de la Almudena. En teoría está prohibido, pero es un privilegio para ricos ante el que la Iglesia hace la vista gorda. A nietos y biznietos les estorban más estos legados. Su sensibilidad es mayor porque están más sensibilizados con el sufrimiento de las víctimas y más familiarizados con los derechos humanos. Ojo, no digo que todos, ni siquiera, seguramente, la mayoría. Pero sí un sector muy movilizado e ideologizado de estas generaciones, que pide anular la ley de amnistía, que cree que la ley de memoria histórica se quedó corta...

P: Incluso el PSOE pretende reformar esa ley.

R: Al PSOE, siempre que está en la oposición, se le ocurren más medidas de reparación que en el Gobierno. Ahora propone también anular los juicios y sentencias del franquismo y trasladar los restos de Franco del Valle de los Caídos, cosas que cuando impulsó la ley de memoria no incluyó aunque otras fuerzas políticas lo intentaron.

P: Los críticos con esta propuesta afirman que anular la ley de amnistía y los juicios derribaría el edificio jurídico de la democracia. ¿Es una simple excusa?

R: Desconozco qué consecuencias específicas tendría, pero en otros países se ha hecho. Las cautelas de los tribunales en España se basan en que podría haber reclamaciones patrimoniales, pero, a estas alturas, no sé qué alcance tendrían. Por mi experiencia, lo que piden las víctimas es, sobre todo, gestos de reconocimiento y empatía, que el Estado asuma la búsqueda de los restos y los jueces levanten acta. La democracia ha sido bastante cicatera con las víctimas, y en parte sigue siéndolo, porque la responsabilidad de exhumar está privatizada en las asociaciones y no recae en el Estado. Hay pocas víctimas que hagan reclamaciones patrimoniales, aunque sería lógico que lo hicieran ya que el único patrimonio devuelto ha sido el sindical y de los partidos.

P: ¿Y reclaman responsabilidades penales?

R: La gran mayoría no. Entre otras cosas porque los responsables han fallecido. Los que las piden son algunos torturados en las últimas décadas, cuyos torturadores siguen libres.

P: En España se topan con la ley de amnistía.

R: Aquí no se hace como en Chile, donde primero se establecen los hechos y luego se aplica la amnistía. La ley española exige que la violencia que se va a amnistiar haya tenido motivación política, lo que debería obligar a investigar y permitiría esclarecer la verdad, pero los jueces no han operado así, sino que se amnistía sin investigar.

P: ¿Es partidaria de su derogación?

R: La ley de amnistía tuvo aspectos muy positivos y otros negativos. Fue fundamental para las primeras medidas de reparación de las víctimas, pero los artículos que impiden establecer responsabilidades penales sí se podrían derogar. Hoy en día hay poca gente viva a quien se pueda imputar, pero como demócrata me quedaría más tranquila si una persona como Billy el Niño pudiera ser juzgada por los tribunales españoles. Se dice que esto es extemporáneo, que cuarenta años después qué sentido tiene... Pero yo he entrevistado a un periodista de Interviú operado muchas veces por las palizas brutales de Billy el Niño y cada vez son más las víctimas de este torturador compulsivo que se atreven a denunciarlo.

P: ¿El gran problema es que los jueces no acuden a las fosas comunes?

R: Sólo acuden excepcionalmente. La pauta ha sido no ir. A Francisco Etxeberria los jueces sólo le han pedido en unas diez ocasiones los detallados informes forenses que hace la Sociedad de Ciencias Aranzadi. El papel de la justicia merece una reflexión. Todavía hoy, si vas a la web del Supremo, cuando habla de su propia historia, salta de 1931 a 1978, como si no hubiera existido durante la guerra y la dictadura. Y la Guardia Civil se presenta como víctima de los dos bandos y describe de forma heroica su lucha contra el maquis. No hay autocrítica. Aquí parece que no ha ocurrido nada, las instituciones sacan pecho de su historia sin reflexión. Al no haber una comisión de la verdad, nadie ha sacado los colores a los represores. Esa falta de pedagogía política tiene consecuencias a largo plazo y explica no sólo el negacionismo de la derecha, sino también su actitud poco generosa e incluso insultante: eso de "Zapatero, vete con tu abuelo", o aquello de que los familiares de las víctimas se mueven por subvenciones.

P: ¿Es tarde para una comisión de la verdad?

R: Se suelen hacer durante las transiciones, porque junto a las conclusiones se presentan unas recomendaciones de reforma institucional bastante útiles. Parte de la función que desempeñan no tendría ya mucho sentido, pero hay algunas tareas que sí podrían tener su utilidad. Desde la autoridad del Estado no ha habido un esfuerzo de pedagogía política para explicar cómo pudo sobrevivir tantos años el franquismo, ni por esclarecer ciertas cifras, como las de la represión, sobre las que siguen debatiendo los historiadores. Sólo el Estado tiene capacidad para aplicar un mismo protocolo de búsqueda en los archivos en toda España y llegar a conclusiones fiables. La comisión también podría establecer, con carácter general, las responsabilidades y complicidades de instituciones que fueron pilares fundamentales de la dictadura. ¿Qué hizo el ejército? ¿Y la Guardia Civil? ¿Y la judicatura? ¿Y la Iglesia? Esto es lo que ha ocurrido en otros países y el efecto pedagógico, dada la autoridad moral de estas comisiones, ha sido extraordinario. En España puede parecernos tarde, pues muchos investigadores han escrito sobre estos temas, pero los informes de las comisiones llegan a muchísimas más personas que los esforzados trabajos, siempre limitados por una cuestión de recursos, de los investigadores individuales. Si las mencionadas instituciones hubieran hecho algo de autocrítica esto no sería necesario, pero no sólo no la han hecho, sino que o bien omiten ese periodo de su historia, o se presentan como víctimas del mismo, o incluso presumen de su pasado. Estoy convencida de que la falta de castigo, e incluso de puesta en evidencia, por todos los actos violentos cometidos por el franquismo en la guerra y la dictadura ha contribuido a fomentar en España una cierta cultura de la impunidad. Aquí nadie asume responsabilidades, ni dimite, ni pide perdón por la corrupción o simplemente la mala gestión. Y el electorado muchas veces no pide cuentas por ello.

P: ¿España es caso aparte en la cuestión de la memoria?

R: No. Todos los países tienen dificultades para reflexionar sobre los aspectos más dolorosos de su historia. Pero España es de los que más rápidamente pasó página. Y con menos autocrítica.

P: ¿Está cerrada la herida de la guerra civil?

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R: Todavía no. Mientras haya gente buscando a sus familiares en fosas comunes, la herida seguirá abierta. Muy al contrario de lo que dicen la Iglesia y la derecha, abrir fosas no abre heridas, las cauteriza. Sólo quien no se haya tomado la molestia de hablar con los descendientes de las víctimas puede desconocer el enorme efecto terapéutico que tiene para ellos poder dar sepultura digna a los suyos y honrar su memoria mediante algún tipo de ceremonia. No es tan difícil de entender.

P: ¿Qué hacer con el Valle de los Caídos?

R: El informe que encargó el Gobierno del PSOE en la segunda legislatura, y que el PP metió en un cajón, es bastante razonable. Franco es el único allí enterrado que no murió como consecuencia de la guerra. Está fuera de lugar. Ni él ni José Antonio deberían estar en un lugar privilegiado como el altar mayor. A mi entender, se debería desacralizar la basílica y convertirla parte en un museo y hacer un nuevo cementerio, a cargo de autoridades civiles, para poner orden en todos esos columbarios desmoronados. Ahora mismo todo está hecho un desastre, sin cuidar ni dignificar. Se podría aprovechar toda esa simbología, tan anacrónica pero tan poderosa, para hacer un museo que explique la historia de la Guerra Civil y de la dictadura. Lo peor es dejarlo como está, como un tributo a Franco y a José Antonio y a la victoria, que es lo que realmente es, aunque también haya miles de fusilados del bando republicano enterrados allí; por cierto, la mayoría sin el consentimiento de sus familiares. La iconografía fue personalmente seleccionada por Franco para la exaltación de la victoria. Si los argentinos han logrado resignificar la ESMA [Escuela de Mecánica de la Armada], un centro de detención, tortura y asesinato, no sé por qué España no va a poder hacer algo digno con el Valle de los Caídos. Sin embargo, aquí nos dedicamos a destruir o a borrar la huella de lugares de memoria emblemáticos, como la cárcel de Carabanchel o ahora un centro de detención y tortura sobre el que hay abierto un debate en Sevilla. No creamos lugares nuevos, permitimos que algunos de los antiguos sigan sin reformarse y aceptamos que se destruyan otros. ¿Qué mensaje estamos lanzando con todo ello?

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