Joker, un asesino del montón

Jack Nicholson en una de las muchas reencarnaciones Joker para la gran pantalla. No fue la más afortunada, pero Tim Burton dejó su Gotham particular y abigarrado en 1989.

Sergio del Molino

El Joker nació fungible e instrumental. En los primeros tebeos de Batman, publicados en 1940, era un asesino en serie que mataba con un veneno que dejaba a sus víctimas con una sonrisa. Como firma, arrojaba un naipe comodín en la escena del crimen. El superhéroe murciélago le daba caza durante dos episodios y lo liquidaba de una puñalada (porque los superhéroes murciélagos no creen en el Estado de Derecho ni en las garantías procesales, te pillan y te matan en nombre de su justicia), pero cuando el editor de DC Comics recibió las viñetas para mandarlas a la imprenta, añadió una nota aclarando que, pese a la gravedad de las heridas, el Joker sobrevivió. Hubo una pelea con Bill Finger, el autor de Batman, que quería que su personaje se enfrentase a muchos malos consecutivos, para demostrar su eficacia contra el crimen.

Si tenía delante a un enemigo al que nunca vencía —argumentaba— el hombre murciélago sería tan patán como la policía, y no podría justificar su prestigio ni su sueldo superheroicos. Venció el editor de DC, como siempre, que vio en el Joker el antagonista perfecto, el Moriarty de ese Sherlock. Como tantas otras veces, la ambición mercantil se demostró más fértil y creativa que el purismo del artista.

Desde aquellas páginas hasta el paroxismo de Joaquin Phoenix en la película de 2019 pasaron casi ochenta años en los que el personaje devino mito, y como tal, fue cambiando de significado y resonancias según el viento y las épocas. De cliché antagónico y encarnación del mal más puro ha pasado a juguete roto y revolucionario. En la película homónima, que se vendió como cine de superhéroes de arte y ensayo, podría pasar por un personaje de Michel Houellebecq. En la última novela del autor francés, Aniquilación, el protagonista es un asesor del ministro de Economía que se enfrenta a las amenazas de unos terroristas enigmáticos contrarios al mundo moderno, al comercio global, al individualismo y al propio neolítico (como Yual Noah Harari, por cierto). El personaje se enfrenta al dilema de oponerse a unos enemigos con los que, en el fondo, está de acuerdo. Él también detesta el mundo moderno. Ese es el triple salto mortal y político que dio el Joker en su última mutación: su locura representaba la reacción desesperada de quienes no encuentran su sitio y creen que la humanidad se dirige a una catástrofe. Cuando Greta Thunberg se burlaba de Boris Johnson diciendo “bla, bla, bla”, adoptaba la pose del Joker.

La risa del nihilismo

Como bien sabían los terroristas rusos de finales del siglo XIX, del compromiso al nihilismo solo hay un gesto, y en el Joker es la sonrisa perenne, muchas veces expresada en risa abierta. Desde que Baudelaire escribió su tratado sobre el humor sabemos que la risa es el atributo del demonio. Dios llora, se enfada y, a veces, perdona, pero nunca se ríe. Por eso el monje Jorge de Burgos oculta en El nombre de la rosa el libro de Aristóteles donde habla de la risa y asesina a todos los que se relacionan con él. La risa es un pecado monstruoso, los cristianos virtuosos no se ríen.

La locura del Joker representa la reacción desesperada de quienes no encuentran su sitio y creen que la humanidad se dirige a una catástrofe

No sé si el editor de DC era consciente de las resonancias filosóficas y religiosas del personaje, pero sin duda intuyó algo poderoso. Se ríen los malvados y los locos, que durante mucho tiempo se tomaron por poseídos por el diablo.

Este es uno de los hilos sueltos en el intento de conectar el mito del Joker con el malestar contemporáneo: la risa es un atributo del diablo, pero nunca de quienes se rebelan contra el mundo. Ya sean nihilistas o revolucionarios con causa, se toman su tarea muy en serio. Los terroristas, en tanto que azotes divinos y ejecutores de la voluntad del bien, no solo asumen sus planes de aniquilación con solemnidad, sino que disparan primero contra los bufones. ¿Quién se reía y quién gritaba furioso el 7 de enero de 2015, cuando los islamistas asaltaron la redacción de Charlie Hebdo y mataron a media redacción?

Como bien sabían los terroristas rusos de finales del siglo XIX, del compromiso al nihilismo solo hay un gesto, y en el Joker es la sonrisa perenne, muchas veces expresada en risa abierta

El Joker puede ser un asesino cínico, como lo concibió Bill Finger en el primer número de Batman, pero nunca un asesino con causa ni la expresión de una furia o una indignación contra la sociedad. Incluso concediendo que su risa es lunática y desesperada, cuesta mucho identificarla con la angustia contemporánea de la era de las pantallas, la soledad y los titulados universitarios con sueldos míseros que malviven en metrópolis atestadas y carísimas. Gotham City representa la ciudad como paradoja: el mayor logro de la humanidad acaba deshumanizando a sus individuos. El lugar donde la vida debería alcanzar su mayor expresión, donde los seres humanos pueden desarrollar todos los talentos que los separan del resto del reino animal, se convierte en el pozo infecto donde se pierde la noción misma de lo humano.

La Gotham City de la película no es la que imaginó Finger, que pensó en el Nueva York de los rascacielos art déco desde los que se suicidaban los desempleados de la Gran Recesión en la década de 1930. En la película de 2019, Gotham City es el Nueva York violento y sucio de la década de 1970 —el que retrató Sidney Lumet en Tarde de perros, no el culto y burgués de Woody Allen—, que para el espectador de hoy representa la distopía urbana a la que nos dirigimos. No importa que haya sucedido ya y que se haya superado mediante acciones políticas: cuando pensamos en el colapso urbano, el modelo es esa Nueva York. Allí ubicamos al individuo asediado por la soledad, la explotación capitalista y la desintegración de la familia y de las redes comunitarias. Todo ello nos enloquece (faltaba la alusión a la salud mental) y nos transforma en el Joker.

Esto es una humanización del mito a través de la locura, una locura que se presume social e inducida por un sistema económico que tritura al individuo. Ya decía Baudelaire que la risa, en tanto que diabólica, era humana. Los demonios viven en las personas porque no pueden vivir en dios, pero sólo a través de una visión moralista, rígida y ortodoxa del ethos cristiano se puede entender la carcajada como un desafío antisocial. En tanto que atributo humano, es todo lo contrario: una forma de hacer las paces con el mundo.

Jamás se ha declarado una guerra con un chiste ni se ha arengado a una revolución con bromas. Quien ríe busca la manera de acomodarse a la sociedad, reforzando los lazos comunitarios frente a las violencias que amenazan con romperlos. Se ríe en la taberna y en el teatro, se ríe para subrayar la pertenencia a una tribu, no para aislarse de ella. Por eso el Joker nunca será un líder guerrillero, tendrá que conformarse con ser un asesino del montón.

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