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Odiar sin complejos

Rocío Monasterio, portavoz de Vox en la Asamblea de Madrid, saluda a un manifestante ecuestre durante la demostración de apoyo al campo celebrada en Madrid el pasado 23 de enero.

Edurne Portela

Es innegable que el fenómeno político más importante en Occidente en los últimos diez años, tanto en Europa como en América, ha sido la irrupción de la extrema derecha en el juego democrático y la normalización de su discurso del odio. Mientras que el Frente Nacional de Marine Le Pen se asentaba como partido fuerte en Francia o la Liga Norte hacía lo propio en Italia, en España nos creímos a salvo, pensando que el recuerdo de la dictadura franquista era demasiado reciente como para blanquearla y la democracia demasiado joven y todavía incompleta como para que alguien se atreviera a atacarla en sus bases. Pero ahí estaba Santiago Abascal en 2013 fundando Vox justo cuando Esperanza Aguirre le cerró el grifo de la Fundación para el Mecenazgo y Patrocinio Social, de la que cobraba como director 83.000 euros anuales. Con él se desempolvaron las banderas con aguilucho, la camisa azul y el saludo fascista. Pensamos, en su momento, que sólo le seguirían cuatro momias nostálgicas sin cabida en nuestra democracia y nos reíamos de sus sueños de reconquista y glorias nacionales. Pero poco a poco nos fuimos dando cuenta de que esa derecha que se autodenominaba “sin complejos” frente a la “derechita cobarde” del PP, encontraba apoyo entre nuestros conciudadanos, un apoyo que ha seguido aumentando con cada nueva convocatoria electoral. En esa falta de complejos parece estar su fuerza, pero ¿a qué se refieren cuando dicen que no tienen complejos? Un complejo es, según el diccionario de la RAE un “conjunto de ideas, emociones y tendencias generalmente reprimidas y asociadas a experiencias del sujeto, que perturban el comportamiento”. Imaginamos que Abascal no se refiere a que no tiene complejo de Edipo o complejo de gordo, como la elección del tamaño de sus chaquetas indica. A lo que se refiere con esta idea es que, al contrario de sus excompañeros del PP, él no se reprime, él llama a las cosas por su nombre, sin tapujos ni miedo a que lo critiquen. Así, tanto él como Rocío Monasterio o Javier Ortega Smith pueden soltar perlas como “soy partidario de la discriminación”, “algunas mujeres no se atreven a salir a la calle por los inmigrantes ilegales” o “las Trece Rosas eran mujeres que torturaban, mataban y violaban vilmente”, por no citar a otros representantes del partido cuya homofobia, racismo y machismo prefiero no reproducir.

Lo que ellos presentan como falta de complejos es, en realidad, falta de verdad. Mienten y manipulan, deforman la realidad para crear las condiciones que posibiliten su ascenso. Lo hacen impunemente y las que estamos a este otro lado de la realidad nos espantamos al pensar que a nuestro alrededor —en nuestros pueblos, en nuestros barrios— pueda haber gente que acepte sus mentiras como verdades, que acepte su odio y lo tome como bueno. Porque uno de los fenómenos que han propiciado estos representantes desacomplejados es la expansión y reproducción en el espacio público y de comunicación de masas de discursos que azuzan la discriminación, el señalamiento y la persecución de los más vulnerables, como pueden ser los menores migrantes no acompañados, o que niegan realidades como la violencia de género o la homofobia. El problema no acaba ahí. Desde su irrupción en el debate público y con el trascurso de los años su discurso ha ido calando en sectores importantes de la población que, si bien pueden estar alejados de su retórica ultranacionalista, aceptan los razonamientos que tienen que ver con el proteccionismo y la promesa de seguridad y orden.

La globalización del odio

Durante estos años hemos hecho muchos paralelismos entre el momento actual y los años treinta del siglo XX, cuando triunfaron los fascismos y el nacionalsocialismo, comparando las condiciones económicas, sociales y políticas que propiciaron el ascenso de estas ideologías totalitarias con las actuales. A esos análisis hemos añadido el factor de las redes sociales y cómo el odio se viraliza y globaliza con una facilidad y una rapidez hasta ahora inéditas. Nos damos cuenta entonces que, aunque el orden mundial es otro y las circunstancias políticas, económicas y sociales son diferentes y hasta cierto punto incomparables, hay patrones e inercias de comportamiento que se repiten a lo largo de la historia. Por un lado: la estrategia que señala al diferente, que crea una víctima propicia a la que culpar de todos los males o bien de algunos males específicos para así desviar la atención del verdadero origen de los problemas. Cuanto más se simplifica la realidad, más fácil es moldearla al gusto; cuanto más se señala en la diana a un chivo expiatorio, más fácil es dejar de ver lo que sucede alrededor de él. Es más fácil y, sobre todo, más conveniente, culpar al inmigrante por la falta de trabajo o por la precarización del empleo que analizar y corregir la economía de mercado neoliberal y los planes de reestructuración laboral de las últimas décadas. Es más fácil y, sobre todo, más conveniente, culpar al feminismo del descenso de la natalidad que implementar políticas de conciliación familiar. Es más fácil y, sobre todo, más conveniente, negar la violencia machista que intentar transformar los patrones patriarcales de nuestra sociedad. Y así podría seguir enumerando señalamientos cuyos objetivos pueden ser más o menos nuevos, pero cuya dinámica es más que conocida. Por otro lado: coquetear con estas formas de odio explícitamente o de forma encubierta, no saber calibrar la seriedad de la amenaza, responder con indiferencia o con silencio, dejarse llevar por el miedo son también patrones de comportamiento que se repiten.

En la última década la presencia de los representantes de la extrema derecha en medios de comunicación, sobre todo en programas de televisión cuyo objetivo ha sido normalizar su discurso, ha ido en aumento. No me refiero a debates electorales en lo que, por ley, tienen que estar presentes, sino a programas de entretenimiento con cientos de miles de espectadores. Y desde ahí, y desde sus radios y periódicos afines y sus redes sociales y sus tribunas en el Congreso y en los parlamentos autonómicos donde tienen representación, incluso patita en el gobierno con la complicidad del PP, siguen soltando su veneno.

Queda por ver qué haremos quienes contemplamos cómo el odio sin complejos ha ganado terreno, sin prisa pero sin pausa, durante los últimos diez años. Porque a menudo me pregunto si realmente lo único que podemos hacer es votar cuando toca, escribir nuestros libros y artículos, manifestarnos cada 8M o cuando la ocasión lo requiere, si realmente estos pequeños gestos son capaces de detener la erosión social que causa su bilis. O si tal vez, un día, nos obligarán también a odiar sin complejos.

*Edurne Portela (Santurce, 1974) es escritora, historiadora y docente universitaria. En la última década ha publicado ensayos como ‘El eco de los disparos: cultura y memoria de la violencia’ y novelas como ‘Mejor la ausencia’ o ‘Formas de estar lejos’, todos ellos editados por Galaxia Gutenberg.

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