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Cuando el problema son 'los otros'

Refugiados rescatados en 2018 por la ONG SOS Méditerranée y el buque 'Aquarius'.

Carmen Rosa | Berlín

“Es mi regalo para los italianos”. Así describía este año Matteo Salvini, ya ex ministro del Interior italiano, al menos por ahora, los decretos con los que fue eliminando la protección humanitaria a los refugiados más vulnerables y levantando un muro invisible sobre el Mediterráneo para que nadie pudiera rescatar a los cientos de migrantes que cada día se lanzan al agua para poder seguir viviendo. Este macabro obsequio por parte de un político europeo a sus ciudadanos ejemplifica bien las líneas rojas políticas y morales que, desde hace cuatro años, llevan cruzándose en Europa con la ficticia excusa de la tan manoseada crisis migratoria.

“No todos los partidos nacionalpopulistas nacieron y crecieron alrededor de la crisis migratoria de 2015. Muchos surgieron antes y por otras razones, pero de todos los temas, el que realmente les ha funcionado a casi todos ha sido el discurso antimigratorio. Fueron oportunistas y el rédito político que les ha reportado ha sido evidente”, explica Jordi Vaquer, director regional para Europa de Open Society Foundations.

Poco importó que la cifra total de personas que llegaban a Europa, aunque alcanzara el millón en aquel tumultuoso 2015, se pudiera absorber fácilmente dentro de una Unión Europea de 500 millones de habitantes. O que el 80% de los refugiados se queden, en realidad, en sus países vecinos (Turquía, Jordania, Uganda), sin partir jamás hacia Europa. Bastaron las imágenes de las largas filas de migrantes cruzando los Balcanes, de las aglomeraciones en Calais y de los superpoblados campos de refugiados en Grecia para alicatar en las mentes del europeo medio esa idea de gran crisis, de amenaza, de invasión de la decente Europa por parte de aquellos, los otros, gentes que huían de conflictos armados y persecuciones a las que fue sencillo dibujar como más pobres, menos educados y más peligrosos de lo que eran. A esto se sumó la muerte súbita y a la primera de cambio del sistema de reparto de refugiados entre países de la UE. Quedó claro que la tan publicitada solidaridad y corresponsabilidad entre los Estados miembros era un espejismo y nunca dejaría de serlo.

Salvini, pero también líderes de países con tasas de inmigración irrisorias como Viktor Orbán —tres veces reelegido en Hungría, orgulloso defensor de una doble y ultraprotegida verja en su frontera con Serbia y Croacia y de sus cargas fiscales a las ONG que trabajen asistiendo refugiados— o el ex primer ministro austriaco Sebastian Kurz, se subieron al carro de un populismo antiinmigración que los recompensó en las urnas. Marine Le Pen en Francia o la AFD en Alemania insistían también desde sus rincones en teñir los discursos y las redes sociales de mensajes simplistas pero muy apocalípticos en los que ellos se autoproclamaban siempre defensores de un pueblo con tendencia a culpar de sus miserias al de abajo y no al de arriba. Muchos son los europeos que siguen asustados por unas amenazas externas fabricadas, paradójicamente, por los mismos políticos populistas que prometían confrontarlas.

La verdadera crisis es la de Europa

Todo esto se cocinaba ante la mirada petrificada de una Unión Europea que para muchos no ha dado la talla, enrocada en políticas migratorias que no funcionan e incapaz de buscar alternativas o llegar a compromisos efectivos en el reparto de los inmigrantes. Esa pasividad y falta de control y liderazgo dieron alas a unos populismos de extrema derecha que no encontraron en la UE rival a la altura de las circunstancias y de un reto migratorio que, aunque existe, se ha manipulado, politizado y exagerado.

“Que 500 personas en un barco generen esa sensación de crisis que estamos viviendo es inverosímil. Sobre todo teniendo en cuenta que entran muchos más a través de los aeropuertos o por otros puntos de las fronteras exteriores europeas. Lo que genera esa sensación de crisis es ese barco a la espera y esa Europa paralizada, sin respuestas”, señala Blanca Garcés, investigadora en el Barcelona Centre for International Affairs (CIDOB). “Salvini y Orbán son la consecuencia de la verdadera crisis, que es la crisis de Europa, esa que ha llevado a una normalización de los discursos de extrema derecha o antiinmigración también entre los políticos mainstream”.

La inmigración se ha convertido en una manera muy conveniente de hablar de temas que preocupan realmente, pero sin nombrarlos. “Cuando hablamos de inmigración hablamos en realidad del grado de confort con la diversidad interna ya existente en los países”, afirma Vaquer. No es tanto el número de personas que llegan sino lo cómodos o incómodos que estamos conviviendo con las personas de otras culturas o razas que ya residen en nuestros países. “Además, los partidos tradicionales han adoptado los mensajes antiinmigración como suyos para tapar temas incómodos, como los recortes en las políticas públicas. Así, los populistas, sin necesidad de ganar elecciones, han ido marcando la agenda”.

Con el aliento de los populistas de extrema derecha cada vez más cerca, y ante la incapacidad de regular la movilidad de las personas, de acordar un reparto equitativo de los llegados con las nunca establecidas cuotas o crear un sistema efectivo de asilo, ha sido esa Europa que critica los populismos y hasta la amenaza por saltarse los valores comunes, la que ha normalizado medidas que hace unos años nos parecerían imposibles de creer. Como la externalización de las fronteras hasta Marruecos, Turquía o incluso a Libia, donde, como han denunciado ampliamente varias organizaciones internacionales, los migrantes son torturados y explotados en siniestros centros de detención. Todo pagado con dinero europeo. Es cierto que en 2019 llegó un 5% del total de inmigrantes que alcanzaron Europa en 2015, pero eso no quiere decir que hayan dejado de intentarlo. El número de personas que partió hacia Europa por otras rutas, a través de España y Grecia, se disparó en 2018. Igual que el de muertes en ruta, en el Sáhara, que es tres veces mayor hoy que en 2017. Los migrantes siguen muriendo, pero en otra parte, más lejos.

Así, cuando la Comisión Europea anunció el pasado mes de abril en una nota de prensa que el desplome de las llegadas de migrantes por el Mediterráneo daba por terminada la crisis migratoria, dando a entender que los europeos podían dormir tranquilos y los populistas bajar la voz, su entusiasmo sonó una vez más a hipocresía y huida hacia delante. En concreto, hacia el sur, a países donde, por un buen precio, detienen y deportan en nombre de otro. Lugares donde nadie sabe lo que pasa, donde las muertes se silencian y no aparecen flotando en las playas europeas. Y por eso también, cuando esa misma Comisión Europea bautizó recientemente su nueva Cartera, antes llamada de Migración, como de Protección de nuestro Estilo de Vida Europeo y la ligó a la de Seguridad, la Europa biempensante se llevó las manos a la cabeza: para el mainstream, los tentáculos del populismo habían llegado demasiado lejos.

Ivan Krastev, presidente del Centro de Estrategias Liberales de Sofía, Bulgaria, y una de las voces más lúcidas sobre estos temas, hace en su libro After Europe un análisis dolorosamente visionario del negro futuro de la UE. Para Krastev, resulta evidente que la crisis migratoria es, en realidad, una crisis del liberalismo, de la democracia y de Europa. La gota que ha colmado el vaso de una crisis de identidad que recorre la Unión, mientras se asiste inmóvil al tambaleo de sus cimientos más profundos. En la moderna Europa, que defiende en sus leyes la protección de las minorías, la igualdad y los derechos humanos, parece que todo es susceptible de ser polarizado y politizado y que la victoria política lo justifica todo. Sin embargo, para Krastev los populismos están perdiendo fuelle, especialmente en el Este de Europa. “En 2015, gente que nunca había visto un refugiado, observaba en televisión miles de personas intentando cruzar a Europa. Este ya no es el caso y en muchos países del Este las encuestas muestran que la población está más preocupada por la corrupción política que por la llegada de extranjeros”, afirmaba el búlgaro recientemente en un artículo de The Guardian.

¿Hay esperanza frente al populismo?

Pese a la inacción de la UE, los populismos se han topado con límites que no han podido ignorar, como los tribunales italianos en el caso de los decretos de Salvini, o el mencionado hastío de la población húngara ante los referéndums antirrefugiados de Orbán. También ha habido intentos de los políticos tradicionales por contrarrestar el efecto del populismo. A algunos (pocos) de centroderecha, les ha funcionado vestirse ellos también el disfraz de extremistas para atraer a esa parte de su electorado que se le escapaba en busca de mano dura. “El tacticismo político funciona a corto plazo. Debe combinarse con una cierta brújula moral para no generar a la larga escepticismo, que es lo que crea el clima en el que populismo triunfa”. Vaquer pone como ejemplo de estrategia acertada la del partido de Los Verdes en Baviera. “Sin dejar de combatir las mentiras y exageraciones sobre la inmigración que lanzaban sus contrincantes, sin ignorar el tema, centraron su campaña en otros asuntos como la educación, algo que a gran parte de la sociedad bávara también le parecía muy importante. Así lograron subir en votos. Hay que evitar hablar solo de lo que ellos quieren”. Otra realidad innegable es que la extrema derecha ha estado mucho más acertada a la hora de utilizar las nuevas plataformas de la comunicación, las redes sociales, y las nuevas formas de comunicar, donde priman los mensajes cortos y las argumentaciones más simplistas y directas. “Incluso la nueva desigualdad está siendo mejor explotada como oportunidad por los nacionalistas populistas, que no tienen una agenda de igualdad tan potente como la izquierda”, añade Vaquer.

Pero no todo está perdido. Igual que en los primeros años de la crisis económica, las redes y los nuevos medios se utilizaron para lanzar mensajes inclusivos y señalar a los bancos como causa de la debacle, este espacio puede y debe recuperarse de las manos de los populistas y utilizarse con otro propósito. “España es un buen ejemplo, con un aumento considerable de la población (de 40 millones de habitantes a 47 entre 1996 y 2011) y un paro que pasó del 8,5% a 26%, el país tenía todos los ingredientes para que el discurso antiinmigración triunfara, pero no pasó porque otro tipo de eslóganes, quizá igual de simplistas, pero señalando al rico de siempre, no al recién llegado pobre, ganaron entonces la narrativa. Las redes pueden recuperarse y dejar de ser el espacio natural del discurso del odio”.

El malestar del humanismo, en 'tintaLibre' de octubre

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Los últimos años han demostrado que los populismos conocen el camino para hacerse oír alto, claro y rápido, y que a una gran parte de los ciudadanos la inmigración les interesa y preocupa. Es entonces responsabilidad de todos, incluidos los Estados miembros de la Unión Europea y medios de comunicación, proteger a la población y también a los inmigrantes del uso cínico de estos asuntos. Es hora de fomentar discursos y políticas alternativas que no pasen por alejar el problema o, peor, convertirse en él.

*Este artículo está publicado en el número de octubre de tintaLibre. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí.aquí

 

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