El salafismo, un amplio espectro a vueltas con su papel en el mundo y el lugar de la mujer

Lectura de  El Corán por un fiel  musulmán en la  ciudad paquistaní de  Peshawar durante  el Ramadán de 2016.

Luz Gómez

En 1983 Terry Eagleton, mordaz crítico literario marxista, recuperó una feliz comparación del también crítico John M. Ellis, más preocupado por los estragos del deconstructivismo, a propósito de la similitud entre las nociones de “literatura” y “hierbajo”. Decía Ellis que la noción de “literatura” funciona de forma parecida a la de “hierbajo”, en el sentido de que los hierbajos no son ningún tipo específico de planta, no gozan de rasgos aislables que los definan, sino que son meras molestias para el jardinero o el labriego: “Al igual que ocurre con la categoría de las malas hierbas, la de los textos literarios consiste sencillamente en lo que, según se ha acordado de modo general, los miembros de la comunidad pueden utilizar de esa manera”. Esto es, la simple variación del contexto hace que el hierbajo se convierta en planta medicinal: una decocción de ortigas alivia el reuma. Por su parte Eagleton afirma: “Como diría un filósofo, “literatura” y “hierbajo” son términos más funcionales que ontológicos; se refieren a lo que hacemos y no al ser fijo de las cosas. Se refieren al papel que desempeña un texto o un cardo en un contexto social, a lo que lo relaciona con su entorno y a lo que lo diferencia de él, a su comportamiento, a los fines a los que se le puede destinar y a las actividades humanas que lo rodean”

La noción de “salafismo” bien pudiera pertenecer a la misma familia que Eagleton acota para “literatura” y “hierbajo”: goza de un amplio espectro, es más funcional que ontológica, se define de forma relacional y está sometida a continua reformulación. En este sentido, el salafismo puede tenerse por algo tan molesto o dañino como un hierbajo, o por cosa tan preciada y benéfica, a la vez que es una experiencia individual y colectiva, como la literatura. Pero más en concreto, y al igual que sucede con las categorías de literatura o hierbajo, el significado de “salafismo” también depende de su uso social, de los tiempos en que se adopta y de la audiencia a la que se dirige. Por ello, para explicar qué es el salafismo se ha de ahondar en las motivaciones del uso del término y en su función. Se han de revisar las definiciones, incluso contradictorias, que desde el siglo IX se han disputado la verdad acerca de qué es el seguimiento de los sálaf (los ancestros), es decir, el salafismo, hasta el punto de que, como avisa Henri Lauzière, el salafismo hoy podría acabar siendo víctima de su propio éxito. Tanto es así, convendría añadir, que el salafismo en general está en peligro de licuefacción en términos semánticos, aunque no solo, a la luz de su deriva takfirista. En ello reside su atractivo posmoderno y, también, su futuro glocal tras las revueltas mundiales de 20

Por lo que respecta a la apropiación del espacio público y a la resignificación de lo social como vías para afianzar una revolución pasiva en términos salafistas, quizá lo más novedoso de la última década sea que los salafistas ya no sienten que su presencia incomoda en la calle, que les miran y señalan hasta hacer que se sientan bichos raros, como Muhámmad al-Muzaini contaba que le sucedía a propósito de la gestación del salafismo activista saudí en los ochenta. Han logrado que, como ocurre en la esfera social, la confusión entre lo público y lo privado se naturalice en el debate general y se proyecte al político. Desde siempre, la sharía identitaria salafista los había mezclado, repercutiendo esta confusión con mayor fuerza sobre los derechos civiles, las cuestiones de género y de orientación sexual, y las prácticas de ocio y los rituales. A ojos salafistas, la percepción de la falta de islamicidad de la sociedad afecta incluso a los Estados con más avances en materia sharií: por ejemplo, el 41% de los salafistas marroquíes entrevistados por Mohammed Masbah dice que ningún Estado aplica la sharía en su totalidad; el 31% indica que lo hace Arabia Saudí; el 3% que Malasia; y casi un 25% no responde.

Pero en la actualidad se desechan las soluciones revolucionarias, mientras se extiende la creencia de que la implementación gradual de la sharía es posible y que, además, no es una demanda de otros tiempos, sino muy actual. En esto los salafistas coinciden con los islamistas, y militantes de uno y otro signo ponen de ejemplo a la Turquía del presidente Recep Tayyip Erdogan. No obstante, los salafistas difieren entre sí en cuestiones clave, como son la manera de vehicular políticamente el estatuto de la mujer y la interacción con los no salafistas. En relación con la mujer, los grupos salafistas han de afrontar algunas de sus contradicciones más difíciles de gestionar. En primer lugar, la que se deriva del extremismo de unos planteamientos que tienden a negar a las mujeres toda presencia en el espacio público a la vez que requieren su fuerza como sujeto político y, si no hay más remedio, económico. Y en segundo lugar y no menos trascendental, esta negación se ha de asumir y tratar atendiendo al reconocimiento insoslayable de la igualdad hombre-mujer en el plano teológico. En ambos casos, las soluciones que adopta cada corriente evidencian, una vez más, la elasticidad del salafismo y, sobre todo, el pragmatismo de sus manifestaciones más recientes. 

Segregación de sexos 

Si bien las distintas tendencias salafistas defienden todas ellas una estricta segregación de sexos en la vida pública —de la escuela al ocio o al trabajo— y de ello hacen gala unos y otros salafistas, esto repercute en distintos grados en la participación sociopolítica de las mujeres. Los salafistas pietistas tienden a relegarlas, aun cuando esto contravenga el modelo acreditado de los sálaf y el protagonismo de las mujeres en los albores islámicos: pueden llegar al punto de que parezcan inexistentes, como cuando jamás se menciona en público el nombre de la esposa, o de la hermana, o de las allegadas. Todo con matices y salvedades. En la práctica política los partidos salafistas han tenido que incorporar candidatas en sus listas electorales para así cumplir con las cuotas de género, por más que se las hunda en los últimos puestos; y llegado el caso, los votantes salafistas han sufragado a partidos islamistas con mujeres en posiciones de ser elegidas, como Ennahda en Túnez o el Partido Justicia y Desarrollo en Marruecos. En Egipto, el esperpento político de al-Nur llega al punto de imprimir cartelería electoral con una rosa en lugar del rostro de sus candidatas, que en los mítines, todo lo más, acompañan a los varones como estatuas de sal negra, por el niqab con que se cubren de la cabeza a los pies.

Por su parte, entre los yihadistas se impone cierta lógica de la necesidad, que les lleva a incentivar algunos papeles semipúblicos de las mujeres, como cuando a principios de los noventa el líder yihadista Abu Qatada apoyó la inclusión de las estudiantes en las listas de la asociación prosalafí de la Universidad de Jordania, para sorpresa de los estudiantes promotores. En la primera oleada de las revueltas árabes, entre 2011 y 2012, no fueron solo los salafistas varones marroquíes, egipcios, tunecinos o yemeníes los que se sumaron en la calle a los jóvenes revolucionarios, sino que también las mujeres salafistas se unieron a las movilizaciones, y en ocasiones organizaron sus propias actividades en el espacio público reconquistado. Se dieron situaciones insólitas, aunque su recorrido haya quedado truncado, como en Alejandría, donde salafismo, socialismo y empoderamiento de la mujer produjeron revolucionarias irrepetibles, como Madeeha Anwar, que con su ímpetu juvenil corporeizó esta red de pertenencias múltiples y, a sus ojos, totalmente compatibles. En el actual entramado de la reconstrucción de la identidad salafista, el contraste entre lo social y lo personal está ligado, como no podía ser de otro modo, al mundo de las redes sociales y la planetarización de la información.

En la primera oleada de revueltas árabes, entre 2011 y 2012, también las mujeres salafistas se unieron a las movilizaciones y, en ocasiones, organizaron sus propias actividades

Las soluciones individuales se conciben en el contexto del grupo y su adaptación al medio o su resiliencia, mientras que la umma transnacional pierde el protagonismo que tuvo en el ser salafista del regeneracionismo anterior a la Segunda Guerra Mundial. El resultado oscila entre dos polos: la inclinación a cierto relativismo y un repliegue intracomunitario. Cierta cultura de la tolerancia, sin que todavía sea así reconocida, o quizá más bien un cínico y posmoderno “mal menor” se está abriendo camino entre los salafistas que, sometidos a las leyes de los Estados-nación, participan del juego político. Una vez más, los egipcios de al-Nur/al-Dawa al-Salafiya hacen gala de ello sin tapujos. En el comunicado que recogía las nueve razones para apoyarle en las elecciones presidenciales de 2014, dijeron de al-Sisi: “Es religioso y, aunque quizá no lo sea a la manera de los salafistas, ‘el que reza es mejor que el que no reza’, y él cumple con las oraciones preceptivas”. Esto es un fenómeno bastante frecuente en los nuevos tiempos de pragmatismo, y singulariza a buena parte del salafismo político: una apuesta por más nacionalismo y menos ummamismo, por la cual también han pasado los grupos islamistas no salafistas, incluso los chiíes. Así, señala Abd al-Gani Imad que la lógica de yamaa (comunidad) y hizb (partido), enfrentada pero complementaria y que ha venido lastrando la libanidad de los dos grandes partidos islamistas del Líbano —al-Yamaa al-Islamiya, sunní, y Hizbolá, chií—, comenzó a cuestionarse internamente con el colapso manifiesto del Estado tras el asesinato en 2005 del exprimer ministro Rafiq Hariri. Incluso en el yihadismo salafista la utopía de la umma se está viendo sometida a un proceso de globalización que la customiza según las necesidades, tras etapas anteriores de lucha militar internacionalista y global. Otra parte del salafismo se repliega sobre sí mismo y devuelve al individuo a su yo, que se construye en oposición a los otros, los demás, los contrarios. La novedad es que esos otros de hoy no son solo los objetos tradicionales de la animadversión del takfir salafista —chiíes, ateos, mutazilíes, neocruzados—, sino otros otros: homosexuales, personas con sida o influencers.

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Este texto es un extracto de ‘Salafismo. La mundanidad de la pureza’ (Catarata, 2021). Luz Gómez es catedrática de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Autónoma de Madrid

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