Vacío

Vista del embalse de Ricobayo, sobre el río Esla, en la provincia de Zamora, vaciado durante el último verano por la compañía eléctrica Iberdrola.

Sergio del Molino

Como el silencio, la oscuridad o la soledad, el vacío es un pariente de la familia de lo absoluto. Su existencia es teórica, nunca forma parte de la experiencia porque nada está en verdad vacío, como nada cotidiano es propiamente oscuro ni hay entornos silenciosos. Tampoco podemos sentir la soledad en su pureza estricta: hasta los eremitas más radicales comparten su vida con insectos y animales, y a través de sus recuerdos y pensamientos siguen de algún modo ligados a una humanidad de la que quieren desasirse, siempre en vano.

Cuando el músico John Cage se metió en la cámara anecoica de la Universidad de Harvard en 1951, quería experimentar el silencio absoluto. Al cabo de unos compases de lo que parecía una ausencia total de ruidos, empezó a percibir dos frecuencias muy tenues. Era la circulación de la sangre, los movimientos de diástole y sístole de su corazón. El cuerpo también es ruidoso, no existe el silencio.

El vacío es un imposible, algo que se puede formular en álgebras o concebir en trabajos de física teórica, pero en la vida de cada cual y en el lenguaje cotidiano solo puede funcionar como metáfora o aproximación. Ninguna copa está en verdad vacía, tan solo fingimos que lo está, para entendernos, para poder identificarla cuando está llena. Lo vacío es una forma de subrayar una ausencia, por eso es solo una estrategia lingüística a la que no se le puede pedir rigor. 

Era muy consciente del poder absoluto que tenía el adjetivo cuando titulé mi libro La España vacía. Incluso sin sustantivizar (el vacío), como mero acompañamiento en un sintagma, alteraba profundamente el significado del nombre y lo dotaba de un montón de connotaciones. Lo vacío llena, del mismo modo que las ausencias son presencias. 

Que no estamos vacíos, que aquí hay gente, me decían en muchos pueblos, demostrando que se puede tener razón sin tenerla. Algunos propusieron, con enorme éxito, la corrección vaciada. Argumentan que el participio pasivo es más preciso que vacía, porque alude a un proceso de vaciamiento y señala la acción de vaciar, identificando a los culpables. Muy bien, pero si escogí un concepto tan absoluto e inefable fue por su falta de precisión, por su capacidad evocadora y connotativa, porque era una de esas palabras que todo el mundo entiende a condición de que no se piense mucho en ella y se descubra que no existe en la realidad.

El vacío solo puede ser metafórico. Solo así ayuda a entender el mundo en que vivimos, que está hecho de inconsistencias, fantasmagorías e intuiciones. La sociología y la economía pueden medirlo todo con magnitudes y conceptos, pero la realidad no se entiende sin un lenguaje poético. Sin equívocos, medias palabras y expresiones ambiguas, nos moveríamos ciegos y desnudos en un mar de números y fórmulas, del mismo modo que nuestros yoes se diluirían en átomos sin cohesión si no los atara una conciencia en forma de relato.

Un rasgo contemporáneo

Si aceptamos la condición huidiza, imprecisa y polisémica del vacío, podemos considerarlo un rasgo contemporáneo. Vivimos en vacíos solapados, asediados por ausencias. No es una cuestión meramente demográfica, nunca lo fue, siempre tuvo una dimensión simbólica: vivimos vacíos de todo aquello que una vez dio sentido a la vida en común. Hemos liquidado una tras otra todas las certezas que sostenían las sociedades para que recibieran ese nombre, para ser algo más que un conglomerado de personas. 

Occidente se hizo demasiado complejo, grande y diverso para quedar contenido en sus ficciones tradicionales. Ni la religión ni la patria, los dos cuentos que aportaban un sentido de la trascendencia mediante el cual los individuos sentían que había algo común más allá de ellos mismos, tienen nada que decir hoy, por más que la primera sea paridera de fanáticos y la segunda renazca ahora con himnos, banderas y fanfarrias viejas. Tan solo aparecen como síntomas: ante el vacío, la gente reacciona de formas muy raras e impulsivas, y los tiranos psicópatas -es decir, los clérigos integristas y los políticos demagogos- lo saben bien.

Lo han dicho muchas veces desde que Nietzsche certificó la defunción de Dios y es ya un lugar común de la filosofía y del pensamiento político: el individuo contemporáneo, desarropado de verdades y mitos, se siente perdido entre logotipos multinacionales y el Matrix de Zuckerberg. Más que líquido, es virtual e incorpóreo. Algunos abrazan fantasías transhumanistas y sueñan con vivir para siempre en los circuitos de un procesador informático, volcando su conciencia en unos y ceros, entregándose al vacío biológico. Otros se pliegan en una nostalgia que no es más que suspiro resignado, la añoranza por un mundo de tactos, objetos y afectos físicos. Un mundo lleno, donde todo se guardaba en desvanes, y las fotos -pocas, escogidas- se ordenaban en álbumes, no se amontonaban sin criterio ni criba en una nube. 

Y de aquellas nostalgias vienen los fantasmas. Siempre hemos caminado sobre muertos. Los europeos nunca abandonamos esa costumbre romana de llevar a los antepasados con nosotros y honrarlos y hablarles para hacernos acreedores de su respeto y admiración, pero hoy sus fantasmas se nos han hecho extraños. Nos miran asombrados, viéndonos hacer equilibrios sobre un vacío que ellos no vivieron y contra el que no tuvieron nada que oponer. Qué dirá el abuelo anarquista que predicó el amor libre si encuentra nuestro perfil en Tinder. Qué pensará el bisabuelo carlista de nuestra masculinidad deconstruida. Cómo se llevarán las manos a la cabeza el abuelo campesino y la abuela que hacía croquetas cuando el rider de Glovo nos traiga la cena. 

Para ellos, los espectros somos nosotros. Los fantasmas viven en un mundo sólido y físico, mientras nosotros intentamos no despeñarnos por el vacío de unos y ceros en el que creemos flotar, aunque en realidad pendamos de un hilo muy fino. Damos pena a nuestros fantasmas, por eso hay tantos que prefieren no invocarlos y entregarse a un presente imposible y ciego, para no darles disgustos.

Claro que este vacío está lleno, como todos los vacíos, pero eso no hace menos triste el eco ni menos rotunda la angustia que nos invade cada vez que echamos un vistazo alrededor, antes de cerrar los ojos con fuerza otra vez.

*Sergio del Molino (Madrid, 1979) es novelista y ensayista. Obras recientes suyas son ‘Contra la España vacía’ y ‘La piel’, ambas publicadas por Alfaguara.

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