Las voces prodigiosas del desarrollismo

Rocío Dúrcal en Canción de juventud, 1962. Joselito en Roma, 1957, promocionando Saeta de un ruiseñor. Raphael en el Olympia de París,1967. Julio Iglesias interpreta Gwendoline en el Festival de Eurovisión de Ámsterdam, 1970.

Lucia Filipova

Hace poco, los periódicos publicaron una noticia que anunciaba la reconciliación entre Raphael y Julio Iglesias, tras conocerse el diagnóstico médico del primero: un linfoma cerebral en el hemisferio izquierdo. Julio Iglesias, por su parte, había sido diagnosticado a los veinte años con un osteoblastoma en la columna vertebral, que lo dejó paralizado durante un largo período. Sin embargo, en aquel entonces, la parálisis del joven Iglesias fue presentada como consecuencia de un accidente de coche en el verano de 1962: un descuido juvenil tras haber ingerido demasiado alcohol, aunque tanto el conductor como sus tres acompañantes salieron ilesos. Los problemas de salud comenzaron un año más tarde, pero fue necesario ajustar un poco los hechos a las exigencias de una narrativa más poderosa.

Ignacio Peyró revela este detalle en El español que enamoró al mundo: Una vida de Julio Iglesias (Libros del Asteroide, 2025) al explicar que “en la construcción de un héroe, siempre hay alguna prueba justamente heroica que superar, y nada como un accidente que cambia la vida de quien iba a ser futbolista de éxito”. Efectivamente, el mito nace en la dificultad. En el caso de Julio Iglesias, fue durante su convalecencia tras una operación de la columna vertebral cuando le regalaron una guitarra de tuno para hacerle compañía y ayudarle a recuperar la destreza de los dedos. Si en el Génesis Dios creó la luz mediante la palabra, los biógrafos han ido dando forma al mito de Julio con fórmulas similares, proclamando frases como la de Peyró: “Ese día, sin saberlo, se convirtió en cantante”. 

Si bien ese momento constituye un conveniente punto de partida narrativo, la verdadera metamorfosis de Julio Iglesias tuvo lugar a lo largo del lento proceso de su convalecencia, comparable al de una oruga que, suspendida, se transforma en mariposa. Como futbolista, Julio era mediocre; es decir, una oruga a la que los problemas médicos convirtieron en crisálida. Tras la operación, pasó literalmente una temporada dura tumbado boca abajo, mientras se le cerraba la herida en la médula espinal. Con paciencia, fisioterapia y una guitarra entre las manos, Julio Iglesias recuperó la movilidad de las piernas y, con ello, una vida que ya creía perdida. Y fue justamente entonces cuando empezó su etapa de mariposa.

Su sufrimiento tomó forma en La vida sigue igual, una canción que habla de perseverancia y de las razones para seguir adelante pese a los golpes de la vida, y que acabó convirtiéndose en una suerte de himno esperanzador para los momentos difíciles. También marcó un antes y un después desde el punto de vista artístico: con ella, Julio Iglesias se presentó en 1968 como compositor e intérprete en el Festival de Benidorm, del que regresó con el primer premio. Al año siguiente, el mensaje de la canción se amplificó en la película homónima, protagonizada por el propio artista. Esta especie de autobiografía fílmica, adornada con una buena dosis de melodrama, acompaña la letra de la canción con una narrativa memorable, que recuerda su triunfo en Benidorm y anticipa su futura participación en el Festival de Eurovisión. 

El camino hacia la fama

Pese a los grandes éxitos cosechados a lo largo de su carrera, es importante recordar que, durante el franquismo, Julio Iglesias no fue precisamente un caso singular. Al menos, no en lo artístico. Donde sí destacaba era en lo económico. Su padre era ginecólogo de mujeres de clase alta, lo que le permitió disfrutar de una vida acomodada incluso antes de iniciar formalmente su carrera artística. En cambio, la mayoría de sus contemporáneos provenían de entornos mucho más humildes: Raphael —quien llegaría a ser su mayor rival— trabajó de joven como repartidor para un sastre, y Rocío Dúrcal ayudaba en una peluquería. Mientras se formaban en la academia del maestro Gordillo, ambos participaban en concursos radiofónicos, donde también coincidían con otros futuros nombres propios de la música popular, como Miguel Ríos o Ana Belén. 

En esa época, Raphael se inventaba una serie de seudónimos, ya que la radio no podía repetir tantas veces al mismo artista. Para él, estos certámenes eran una forma de ganar algo de dinero e ir acostumbrando al público a su voz. Rocío Dúrcal, por su parte, recordaba en una entrevista que su primer premio en un concurso fue una lata de Coca-Cola y cien pesetas. El contraste con el joven Julio no podía ser más evidente. El doctor Iglesias lo envió a Inglaterra para que se divirtiera y aprendiera inglés por inmersión, en pleno Londres de los swinging sixties. Pero allí, Julio empezó a ganarse la vida como cantante, actuando en bares. Para gran disgusto de su padre.

En aquellos años, el talento artístico de un hijo podía representar para muchas familias una oportunidad de mejorar su situación económica e, incluso, de ascender socialmente. La movilidad parecía posible, casi como en los cuentos. Raphael nunca ocultó sus orígenes humildes ni el hecho de haber comido en comedores del Auxilio Social, lo que le hacía cercano a su público. En sus memorias cuenta que, al regresar de la academia, Rocío Dúrcal solía pagarle el billete de metro. A veces incluso le invitaba a un bocadillo de calamares, porque conocía su precaria situación económica. Años después, Raphael explicó que ni estaba presumiendo de pobre, ni avergonzándose de haberlo sido; así eran los tiempos y era simplemente algo que ocurrió. Y en esa frase se reconoció mucha gente.

Tras su triunfo en el Festival de Benidorm, Raphael invirtió en su carrera artística pagándose una portada en la revista Primer plano. Con el resto del dinero alquiló un alojamiento mejor para su familia, que entonces compartía un piso de un solo dormitorio en Carabanchel. Rocío Dúrcal, en cambio, tuvo la ventaja de ser especialmente fotogénica, lo cual llamó la atención del productor Luis Sanz, quien acudió a la academia del maestro Gordillo para ofrecerle una prueba de pantalla con el director Luis Lucia. Raphael recuerda que Gordillo intentó presentarle a él primero, pero Sanz lo consideró demasiado feo para el cine. Y ese comentario no se le olvidó jamás. La primera película de Rocío Dúrcal, Canción de juventud (Luis Lucia, 1962), la catapultó a la fama, transformando la vida de toda su familia. Con el dinero que ganó se compró un colchón de lana para sustituir el suyo (que era demasiado duro), le regaló a su padre un Seat 1400 donde cabía toda la familia y alquiló un piso más céntrico. Así, cumplía el sueño de una vida mejor.

Los niños prodigio

A diferencia de muchos cantantes de su generación —es decir, la primera generación nacida después de la guerra—, Julio Iglesias no fue niño prodigio. Ni siquiera un cantante particularmente dotado. Como tantos niños de su época, su debut se produjo en un colegio religioso, donde hizo una audición para el coro infantil: “Que no era un niño ruiseñor lo supo ver —lo supo oír— el padre Anselmo, a cargo del coro del colegio, tras pedirle a Julio que cantara el Ave María de Bach. Terminada la audición, el veredicto fue claro: mejor dedícate al fútbol”, escribe Peyró. Y lo hizo. En su juventud, Julio llegó a ser portero del Juvenil B del Real Madrid, el club más prestigioso del momento, tan ligado a la derecha madrileña como la familia Iglesias. Fue en esa primera audición, precisamente, donde los caminos de Julio y de su futuro rival Raphael se bifurcaron. No volverían a cruzarse hasta los años sesenta, con el éxito de ambos en el Festival de Benidorm, una especie de rito de paso para los artistas de la canción ligera.

Raphael, en cambio, sí fue un niño prodigio. Un término que aún hoy evoca la imagen de un Joselito diminuto, vestido de monaguillo, con agudos angelicales que dejaban a los adultos entre lágrimas y estupefacción. Así lo recuerda toda una generación de mujeres y niños de provincias, donde Joselito arrasaba, mientras que sus películas desesperaban a los críticos en la capital. La culpa la tenía la película Marcelino, pan y vino (Ladislao Vajda, 1955), cuyo carismático protagonista Pablito Calvo se convirtió en la primera estrella infantil del cine español. Aquella adaptación de la novela homónima del escritor falangista José María Sánchez-Silva ofrecía una fórmula irresistible: orfandad, religión y final feliz. El modelo funcionó y fue replicado hasta la saciedad. Esta moda culminó en una serie de papeles dobles desempeñados por Marisol, Rocío Dúrcal y Maleni Castro al estilo de Tú a Boston y yo a California (David Swift, 1961), así como en sus infinitas adaptaciones por las gemelas Pili y Mili.

El Ave María de Johann Sebastian Bach y Charles Gounod, que hizo sudar a un joven Julio Iglesias, se convirtió justamente en la canción estrella de Joselito. Con ella debutó en enero de 1961 en el Ed Sullivan Show, el mismo programa que, pocos años después, lanzaría a Los Beatles en los Estados Unidos. Vestido con un modesto traje rural, Joselito interpretó el himno religioso ante millones de espectadores como embajador cultural de la España nacionalcatólica. Un artista del subdesarrollo para un mundo en plena modernización. Lo que el público no sabía es que Joselito ya estaba por cumplir dieciocho años. Pronto surgieron rumores de que era un enano. De la noche a la mañana, pasó del ídolo infantil a síntoma del estancamiento. Aun así, la memoria del pequeño ruiseñor quedó inmortalizada con una estatua en Priego de Córdoba, en homenaje al rodaje de Saeta del ruiseñor (Antonio del Amo, 1957).

El impacto internacional de Joselito fue considerable. Su versión del Ave María coincidió con el principio del desarrollismo. Al final de El pequeño coronel (Antonio del Amo, 1959), una especie de cuento de hadas histórico, el niño sube al coro de la iglesia, reclama el puesto de solista y entona las primeras notas. Los feligreses, emocionados, reconocen su voz como un signo de restauración del orden y final feliz. Menos conocida es la versión del joven italiano Robertino Loretti, quien grabó el tema en 1961 para una película danesa. Gracias al éxito de ambos artistas, en la década de los sesenta surgieron más niños cantantes, como el holandés Heintje, el israelí Kalifa Gershon o el mozambiqueño Armando Ferreira.

En cambio, Marisol —concebida como la versión femenina de Joselito— nunca adoptó un repertorio religioso. En su debut cinematográfico, Un rayo de luz (Luis Lucia, 1960), cantó Santa Lucía, una canción folclórica italiana popularizada por Robertino Loretti. Era un tema frecuentemente interpretado por los gondoleros venecianos, conocido como barcarola, que introdujo a la malagueña como exótica y próxima a la vez. Manuel J. Goyanes lanzó a Marisol como una estrella moderna e internacional, cuyo talento le permitió exportar el flamenco y, con él, una imagen estereotipada de España. Una vez conquistado el público, Marisol llevó a sus espectadores hasta la capital española, el corazón de la modernidad. Al contrario que Heidi —la heroína suiza por excelencia — en Ha llegado un ángel (Luis Lucia, 1961), Marisol encuentra en Madrid la libertad y la felicidad. La evolución de su personaje culmina en La nueva Cenicienta (George Sherman, 1964), donde alcanza el éxito artístico y el amor. Además, la filmografía de Marisol también proyecta la transformación de Madrid en una ciudad moderna, turística y cosmopolita, igual que Londres o París.

No hay consenso sobre quiénes fueron niños prodigio del franquismo. Aunque José Aguilar mezcla en Los niños prodigio del cine español (T&B, 2013) actores con cantantes, tiene más sentido limitar la categoría a una selección de artistas del cine musical que destacaron con voces precozmente maduras: Joselito, Marisol y, por analogía, también aquellos que debutaran en el cine siendo ya adolescentes, como Rocío Dúrcal, Raphael o Pili y Mili. Al repasar la filmografía de estos artistas, sorprende la modernidad de los personajes femeninos. Bailarinas versátiles, dominaban desde el flamenco hasta el ballet moderno, con coreografías que recordaban a West Side Story. Ellas, más que sus compañeros varones, marcaron el pulso del cambio cultural. 

El ruiseñor de Linares

Siguiendo la tradición del Ave María, Raphael también hizo suya la canción, aunque ya en versión adulta. En El ángel (Vicente Escrivá, 1969), la interpreta vestido de monje, admirando el órgano recién restaurado en una iglesia. Esta misma película incluye también su villancico más exitoso, El tamborilero, que canta junto a los demás monjes. En cambio, en el especial navideño de Carmen Polo, Raphael elige cantar con una escolanía. Así establece un puente con su pasado como miembro de un coro religioso y, por extensión, con la genealogía de los niños prodigio. Es decir, que la imagen de Raphael como tal se construye a posteriori, por él mismo. Se enfatiza en su autobiografía y se repite en documentales sobre su vida artística, como la reciente miniserie Raphaelismo (2022, Movistar+). 

El cantante supo aprovechar esta categoría fácilmente reconocible para presentarse como el elegido: una suerte de artista tocado por la gracia divina, aunque en su versión apolítica. Como solía decir, él no entendía nada de eso, pero sentía un amor profundo por Franco. Y le funcionó. Este motivo bíblico del elegido remite, inevitablemente, a Jesucristo como nexo entre lo divino y lo humano: el mismo lugar que ocupan las celebridades que tienen ángel. Basta con recordar las imágenes publicadas por Ama: la revista de las amas de casa en diciembre de 1965. Allí aparece Raphael en el escenario, iluminado por un foco como si fuera la luz celestial, rodeado de seguidoras que quedaban a sus pies. Al lado, otra fotografía lo retrata como un niño grande, junto a su madre, reforzando la imagen de amor y protección maternal.

El investigador Duncan Wheeler, profesor en la Universidad de Leeds, ha señalado que en la revista Club Raphael: Boletín de Información —publicada por sus fans entre 1968 y 1970— la madre del cantante era comparada con la Virgen María. Mientras tanto, las numerosas admiradoras del ídolo, apodado simplemente ‘El Niño’, se veían a sí mismas como sus madres. Unas madres que, durante años, se indignaban ante la sola idea de que Raphael tuviera novia, y mucho menos que se casara. Hoy resulta inevitable leer este fenómeno como un efecto colateral del nacionalcatolicismo y del proyecto pedagógico de la Sección Femenina, que el club de fans reproducía a pequeña escala a través de normas y jerarquías internas. 

La carrera del ruiseñor de Linares comenzó muy temprano en el barrio madrileño de Cuatro Caminos. A los tres años, Raphael se unió a la escolanía de la Iglesia de San Antonio, animado por su hermano mayor, ya que buscaban una voz aguda y angelical. Allí fue descubierto por el Padre Esteban, quien se convirtió en su primer mentor. En su autobiografía, Raphael: ¿y mañana qué? (Plaza & Janés Editores, 1998), el cantante recuerda este momento como el comienzo de su “pequeña pero larga historia”, como el nacimiento de su mito. En el verano de 1952, con apenas nueve años, Raphael viajó con la escolanía a un certamen internacional celebrado en Salzburgo, Austria, donde el coro obtuvo el tercer puesto. Raphael, como solista, ganó el premio a la mejor voz infantil de Europa. Es probable que, tras este éxito internacional, se produjera su primer encuentro con Carmen Polo.

Al igual que Julio Iglesias, Raphael no se hizo famoso gracias al cine. Fue el éxito musical lo que lo llevó a la pantalla. Todas sus películas llevan por título una de sus canciones, porque el cine servía como vehículo promocional tanto del artista como de su repertorio. Así conquistó al público de América Latina y también a las repúblicas de la Unión Soviética: mercados mucho más grandes —y más lucrativos— que el español. Esto queda claro en el museo de Raphael en Linares (Jaén), donde una sala entera está dedicada a sus discos de oro y platino, todos provenientes del otro lado del Atlántico. La ciudad también le ha rendido homenaje con una estatua hecha de vidrio reciclado, un mural moderno que celebra sus múltiples facetas, y una calle con su nombre, compartiendo espacio con figuras históricas como Cristóbal Colón y Alfonso X el Sabio. Con una única diferencia: Raphael sigue vivo. Y continúa reciclándose y reinventándose.

Síntomas de la época

Al contar la biografía de Julio Iglesias, Ignacio Peyró subraya que hay una España que se deja leer a través de la figura del artista, nacido en los años del hambre como hijo de un camisa vieja. Sin embargo, precisamente por ese mismo detalle, Julio no resulta el mejor ejemplo para comprender los años más duros de la autarquía ni los cambios que trajo el desarrollismo. Su historia no es la de Surcos (José Antonio Nieves Conde, 1951), ni la de Historias de la radio (José Luis Sáenz de Heredia, 1955), sino más bien la de un niño privilegiado dentro de un país que atravesaba dificultades.

La invención de 'El Intermedio' hace veinte años

La invención de 'El Intermedio' hace veinte años

De ahí surge la comparación con Raphael, cuyo perfil artístico es probablemente el más cercano al de Julio Iglesias. Ambos nacieron en 1943, ganaron el Festival de Benidorm, participaron en Eurovisión y se casaron ante las cámaras de la prensa del corazón como si se tratara de miembros de la realeza europea. Estas nuevas celebridades de la canción española encarnaban, además, un modelo de vida tradicional en una sociedad que empezaba a transformarse: matrimonio, hijos y hogar como pilares visibles del éxito. No obstante, el caso de Raphael sí resulta representativo del contexto histórico. La suya es una historia de esfuerzo, éxito y movilidad social, que implicó una mejora económica progresiva para toda su familia. Fue el hijo que sostuvo a sus padres y hermanos, y que consolidó su nuevo estatus —y el de sus futuros hijos— al casarse con la aristócrata Natalia Figueroa.

El caso de Rocío Dúrcal es similar. Madrileña del barrio de Cuatro Caminos, adoptó un nombre artístico de resonancias andaluzas para insertarse en el fenómeno de los niños prodigio, como Joselito y Marisol. Al igual que Raphael, pasó por infinidad de concursos de radio antes de que su carrera le asegurara una vida digna para ella y su familia. Visto así, Julio Iglesias se revela más bien como una excepción en el panorama de la época. Una excepción que recordaba que, incluso en el apogeo del espectáculo, seguían existiendo dos Españas. A veces, reunidas en un mismo escenario.

Lucía Filipova es doctora por la Universidad de Princeton. 

Más sobre este tema
stats