"Si son niños… ¿Qué quieres que sientan?"

Santiago Alonso (Insertos)

Con esta serie de seis artículos, los redactores de la revista Insertos rastrearán este verano el camino iniciado por Los niños nos miran y comentarán películas que cuentan, cada una a su manera, historias sobre niños dentro de un universo de mayores.

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El periodista y crítico Silvio Danese publicó en 2003 Anni fuggenti (Años fugaces), una especie de novela coral elaborada a partir de una treintena de entrevistas exclusivas a otros tantos protagonistas de la apasionante aventura que fue la cinematografía italiana durante el siglo XX. Entre las voces comparecientes estaba la del gran Luigi Comencini, uno de los creadores fundamentales de la commedia all'italiana junto con Dino Risi y Mario Monicelli. Tras rememorar sus primeros contactos con el cine y hacer un sucinto repaso a los momentos clave de su carrera, el director despedía su capítulo contando una hermosa anécdota que ofrecía una idea cabal de su singular personalidad. Cuando ya pensaba en la jubilación, quiso reencontrarse con quien había sido el pequeño protagonista de su famosa serie de televisión Las aventuras de Pinocho (1972), posiblemente el proyecto artístico que más satisfacciones le había dado al realizador. Y Comencini vio a un hombre que aún conservaba la misma dulzura de antaño. Eso lo animó a reunir a todos los niños de sus películas, gente obviamente ya adulta, y grabarlos sin que lo supieran mientras entraban en la misma habitación y se presentaban unos a otros. "Me habría gustado esconderme, desaparecer, pero alguien me descubrió en una esquina", recordaba.

 

Stefano Colagrande en El incomprendido (1967), de Luigi Comencini. / A CONTRACORRIENTE

Aunque su filmografía fue el fruto de inquietudes variadas y, entre otros logros, supo plantear la comedia con distintos tonos ―se hizo famoso por la ligera Pan, amor y fantasía (1953), pero con Todos a casa (1960) y A cavallo della tigre (A caballo de un tigre) (1961) dejó dos sobresalientes ejemplos de una ferocísima comicidad desarrollada en contextos argumentales terribles―, Comencini fue popularmente conocido por los espectadores como el director de los niños, una etiqueta de la que nunca renegó. Más bien fue todo contrario. Lo explicaba así para la revista francesa Positif en el año 1972: "El problema de la infancia es central en mi cine. No sé por qué, pero es una tarea que me he fijado, algo de lo que me tengo que ocupar. Hasta para hablar sobre Casanova he hecho Infancia, vocación, primeras experiencias de Giacomo Casanova, veneciano. Me parece que para un individuo la infancia tiene la característica fundamental de ser el único momento de gran libertad. Y el proceso por el cual la educación escolar y familiar tiende a ahogar esta libertad es dramático".

Siguiendo dicha tarea autoimpuesta, Comencini emprendió, por ejemplo, adaptaciones de títulos conocidos de literatura infantil desde planteamientos muy personales y, en ocasiones, guiado por un espíritu de distanciamiento crítico muy consciente. Es el caso de la serie Corazón (1984) o el de su última película, Marcelino, pan y vino (1991), una versión del clásico español a la que otorgaba aires de fábula que transcurría en el siglo XV. Es necesario señalar igualmente su serio compromiso con la realidad de los menores en su país a través del memorable I bambini e noi (Los niños y nosotros) (1970), un documental televisivo dividido en seis episodios que realizó para la RAI y que reunía una serie de entrevistas a chavalillos de varias regiones y condiciones sociales, predominando, eso sí, las clases menos favorecidas. En este trabajo vemos al realizador ir al encuentro de los entrevistados y a estos mostrarse sorprendentemente espontáneos ante un señor desconocido que, micrófono en mano, ha ido a sus casas o barriadas para preguntarles sobre su vida. El documental nos enseña el don que tenía el realizador para comunicarse con los más pequeños y proporciona seguramente lo más parecido a un testimonio sobre cómo debía plantear Comencini el trabajo con los actores de más corta edad durante los rodajes de sus largometrajes.

 

Aparte de la ya mencionada versión de Pinocho, existe otra obra que seguramente ha quedado muy presente en la memoria sentimental de muchos italianos. Nos referimos a El incomprendido, una cinta que desde su estreno en 1967 se ha ganado la fama de provocar el uso indiscriminado de pañuelos para secar multitud de ojos anegados en el llanto. Basada en la novela homónima escrita por Florence Montgomery, escritora británica del siglo XIX, el reto de Comencini implicaba necesariamente no conformarse con presentar sin más una "máquina para hacer llorar", como él mismo definió la historia original. El cineasta supo ver entre tanto planteamiento melodramático la posibilidad de indagar sobre la compleja naturaleza de la infancia, al mismo tiempo que una premisa que le permitía ensayar características estéticas muy originales. Durante el estreno y años después, pese a haber recibido algunas críticas negativas, siempre defendió este trabajo y lo cierto es que hoy día El incomprendido sigue sorprendiendo como análisis de los recovecos del alma infantil.

Sobre el papel el argumento es muy sencillo. Ha fallecido la esposa del cónsul británico en Florencia y este debe ocuparse de sus dos hijos: Andrea y Milo, de diez y cinco años respectivamente. Los problemas se manifiestan muy pronto. El padre se centra en el trabajo y en los cuidados de Milo, dejando de lado sin darse cuenta al primogénito, pues considera que ya debe comportarse como un niño mayor. Sin embargo, la ausencia definitiva de la madre ha desestabilizado totalmente a Andrea, un chico muy sensible que finge ante los demás una superación del dolor demasiado rápida. Lo que realmente desea es acercarse al padre para colmar sus necesidades afectivas, pero cada vez más se va encerrando en sí mismo, mientras su comportamiento se descontrola poco a poco. El cónsul no es capaz de entender la situación ni se da cuenta de su error.

La adaptación traslada el relato al mundo cerrado de una imponente villa florentina y no se insiste en la ambientación histórico-social ―sabemos que estamos en los años sesenta del siglo XX y basta―, quedando así patente el deseo de presentar una película que procura la esencialidad, no distraer la atención tanto del estudio psicológico como del conflicto paternofilial. Ahora bien, el escenario donde se desarrolla la acción y sus particularidades acentúan la idea de soledad de los hermanos protagonistas. El incomprendido adopta unas sorprendentes tonalidades decadentistas y un cierto aire viscontiano, en gran medida gracias a la labor de Armando Nannuzzi con una fotografía en color próxima a la que dos años después habría de crear para La caída de los dioses. Hacen el resto el montaje del maestro Nino Baragli y la banda sonora compuesta por Fiorenzo Carpi, muy dieciochesca y reforzada con el segundo movimiento del Concierto para piano y orquesta nº 23 de Mozart.

 

Simone Giannozzi en El incomprendido (1967), de Luigi Comencini. / A CONTRACORRIENTE

Al principio, apenas transcurridos los ocho minutos iniciales, asistimos a dos escenas que establecen con firmeza las claves de los serios problemas que acaecerán más adelante. En la primera, cuando el padre (Anthony Quayle) cumple con Andrea (a quien encarna Stefano Colagrande, un prodigioso niño actor no profesional que no volvería a repetir la experiencia interpretativa) la difícil tarea de comunicarle lo sucedido, asistiremos a la formidablemente representada pugna interior del chaval por disimular la pena, haciéndose el fuerte y prometiendo que no le dirá nada al hermano. A continuación, en la segunda escena, mientras Andrea exagera su disimulo tarareando casi a voz en grito la Marcha Turca de Mozart, el cónsul habla por teléfono con su cuñado, quien le pregunta cómo se encuentran los huérfanos. Y él responde: "Si son niños… ¿Qué quieres que sientan?".

A partir de ahí, y haciendo siempre protagonista a Andrea, Comencini analiza con sagacidad temas como la traumática gestión del duelo, los sentimientos de quien se considera expulsado del mundo o los celos entre hermanos. El pequeño Milo (el arrebatador Simone Giannozzi, que tampoco volvería a pisar un plató) constituye el contrapunto simpático dentro de una atmósfera que se va oscureciendo hasta confirmar, al final, los malos presagios que se han diseminado poco a poco, imperceptiblemente, mediante diálogos e imágenes. Hay que señalar que durante los últimos seis o siete minutos la cinta pierde el sentido de la mesura con el único propósito de provocarle a toda costa un berrinche al espectador, algo que el mismo Comencini reconoció y criticó años después, pero, hasta ese punto, el cineasta ha demostrado con creces que el melodrama resulta un modelo expresivo tan válido como cualquier otro si se humanizan bajo un propósito sincero las cargas emocionales del género.

El ejemplo más brillante de las cualidades del director quizás lo proporcionan las escenas del magnetófono. Andrea descubre una grabación casera con la voz de la madre que el cónsul guarda celosamente y, cuando sus hijos duermen, escucha para recordar a la fallecida. El niño la borra por error y, a escondidas, angustiado, lleva la cinta a una tienda de sonido para recuperar el contenido. Allí le dicen que lamentablemente no se puede hacer nada. El desconsuelo de Andrea es total: ha perdido un poco más si cabe a la madre, y sabe que el padre, además de enfurecerse, se llevará un gran disgusto. Lágrimas y disgustazos aparte, lo valioso es que el director responde a la pregunta retórica del cónsul contando que, sin lugar a dudas, los niños claro que sienten: mucho y de qué manera.

Con esta serie de seis artículos, los redactores de la revista Insertos rastrearán este verano el camino iniciado por Los niños nos miran y comentarán películas que cuentan, cada una a su manera, historias sobre niños dentro de un universo de mayores.

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