¡La banca siempre gana! Helena Resano
En la rancia España de la que hicieron literatura Camilo José Cela o Miguel Delibes proliferaban los cortijos como formas de aprovechamiento de la tierra. Extensiones de terreno agrario o ganadero en las que se construían una serie de edificaciones para solaz del amo, cuadras y almacenes de grano, y viviendas sencillas y austeras para las familias que trabajaban en la explotación. Los cortijos eran la representación de un país donde abundaba lo rural, pero también un claro ejemplo de las estructuras de la sociedad, del dominio de las clases privilegiadas con el resto y del reconocimiento de una estratificación que ahondaba en los privilegios de los explotadores frente a los deberes de los explotados.
A poco que tengamos en cuenta esta idea, podremos empezar a pensar que las formaciones políticas tienen mucho de cortijos. La estructura piramidal que las sostiene es el proceso de análisis para erigir al señor (normalmente señores) y para emparentar los trabajos realizados por sus compañeros y compañeras como mero aprovechamiento de explotación a la hora de alcanzar un fin, que no es otro que el de ostentar el poder.
El poderoso se arma de razones para formar un equipo de acólitos que no solo sea el eco de su mensaje, sino que también sea el grupo de palmeros o la camarilla obediente que acompaña a la ambición del señor. Podríamos decir que forman el núcleo de los invitados a la cacería.
La estructura es casi la misma, porque obedece a una construcción cultural que marca el camino entre el poderoso y aquellos o aquellas que sostienen su poder, el dueño de la tierra y los trabajadores que marcan sus horas con el esfuerzo y la consideración hacia quien les da cobijo, manutención y ánimo para trabajar cada día con más afán. Y el señor (normalmente señor) considera que la tierra es suya y que nada pueden reivindicar sus trabajadores a tenor del cuidado con el que son tratados por el privilegiado amo. A cualquier contestación, una respuesta de expulsión; cualquier ataque, un alejamiento.
Recuerden la famosa sentencia de Alfonso Guerra que afirmaba aquello de que quien se mueve no sale en la foto, por no hablar de determinadas convocatorias de la alta política de cortijo, donde los citados a la mesa eran salvados e invitados al cuerpo y la sangre de cristo (asuman esto como una metáfora).
Y del otro lado, la militancia que lucha denodadamente por mantener a flote el espacio de su ideología, la fuerza de su marca o la dignidad de su espíritu. Una militancia de uno u otro signo que trabaja con ahínco para restablecer lo perdido o para recuperar lo ido, para sostener al poderoso amo y servir de soporte necesario a la explotación cortijera. Si la explotación va bien, el amo representa el buen hacer; si va mal, los trabajadores de esa tierra serán castigados con más trabajo, más horas sin dormir, más presión.
Las últimas citas de los dos grandes partidos dan a entender lo que trato de explicar. Los unos, con Feijóo como el gran amo que trata de dotar de entidad a lo que, supone, es su latifundio, dando muestras de bonhomía y de activación de sus bases para hacer de la explotación –y de los recursos con los que cuenta–, la gran cosecha de la historia del cortijo. Todos y todas salen, no solo esperanzados, sino absorbidos por las palabras de aliento del amo, por las de quien los sostiene, por las de los compañeros de armas más viejos y por un mensaje ambicioso y descarnado que procure la activación de los siervos. Todo está preparado para hacer del cortijo la gran hacienda.
Los otros, que todavía cuentan con la extensión de sus tierras como patrimonio, con problemas serios dentro de su formación, desactivando mensajes contrarios a la ambición del núcleo duro, reivindicando el espacio que, por naturaleza casi divina, tendrían que ocupar en el privilegiado campo que es la política nacional, sembrando y recogiendo, con buenas cosechas aunque los nubarrones y el pedrisco hayan empañado la explotación. La culpa puede ser del señorito y sus invitados, pero eso nunca se dice. Más bien se apaga con el argumento de que quien sirve no puede establecer criterios de desajuste dentro del cortijo. Calla y otorga, como sentencia lapidaria.
El poderoso se arma de razones para formar un equipo de acólitos que no solo sea el eco de su mensaje, sino que también sea el grupo de palmeros o la camarilla obediente
García Page, por poner el claro ejemplo de desaprobación del ritmo de la explotación, no puede alzar la voz a riesgo de dejarlo, no solo sin pertenencias, sin casa y sin manutención en el cortijo, sino también puesto en la plaza pública para escarnio de la sociedad cortijera en su conjunto. “Este se ha salido de la foto”, dicen.
Pero ni Cela ni Delibes pudieron imaginar que la torpeza con la que la sociedad española avanzaría en cuanto a derechos y deberes contendría también estructuras de poder, asuntos de delirio que tienen más que ver con ideas pasadas, con rancios soportes cortijeros, con la idea de que el amo es siempre el amo; el señorito, siempre el señorito, aunque la democracia haya alcanzado todos los niveles de representación, todos los poros de la sociedad, toda la acción de los gobiernos y, sobre todo, las estructuras internas de los partidos políticos en liza.
Queda la explotación de la tierra como el único soporte real de éxito en la política, pero una tierra fértil. Aquel que no sabe que la cooperación y el trabajo en equipo puede hacer una buena cosecha, está siendo parte de esa naturaleza del amo, cargado de privilegios y ausente de las necesidades reales de los cortijos que, o bien ha heredado, o bien alguien heredará. Pero, ¿en qué situación?
Ladran los perros, que decía Rulfo. El cortijo está cerca.
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Javier Lorenzo Candel es poeta.
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