Cuando queríamos ser indios Aroa Moreno Durán
Con el triunfo de Milei en las elecciones legislativas argentinas, la política internacional no tiene desperdicio.
Las proas de todos los barcos de la ultraderecha están apuntando a un éxito que les lleva a formar gobiernos o a ser parte del juego de las mayorías en los parlamentos, las estructuras que sustentan, pequeños pilares sin aparente fuerza de empuje, son la razón con la que cuentan para pregonar, entre otras cosas, la llegada del reino del insulto, la descalificación ramplona y la apropiación de lo simbólico como fuerza motora de sus políticas.
Pero no debemos despreciar, desde la mirada de las democracias, la base de su juego, las reglas que se han dado para colonizar las ideas y los corazones.
Si analizamos las características de las sociedades de las que formamos parte, podríamos decir que se asientan en una nueva fe que emana de lo irracional y que amenaza con instalarse dentro del campo de lo político. Los acontecimientos venidos de Estados Unidos ponen de manifiesto el concurso de lo simbólico, la fuerza del despertar de una emotividad muy conservadora que va delimitando el territorio protagonista de la familia, la religión y la patria.
Respecto a la familia, el desarrollo de las reglas de las sociedades más conservadores están proponiendo la defensa de ese micromundo, la protección ante las amenazas que pudieran desestabilizar el núcleo familiar y la fuerza de políticas que apuesten por lo individual frente a lo colectivo. Defender ese núcleo social significa tener controlado el espacio de voto desde una perspectiva muy singular, que obedece a las necesidades de supervivencia de un concepto de amparo y protección.
Las universidades más progresistas, que incentivan el compromiso con el pensamiento libre, están siendo castigadas por ser enemigas de los dogmas que surgen desde la política y que repercuten directamente en lo familiar
Pareciera que nadie está en contra, a tenor del valor dado a la familia, de normas y leyes que definan sus beneficios frente, por ejemplo, al flujo de la inmigración, o en cuanto a las ayudas sociales y el concurso de las creencias religiosas (recordemos que la familia es la cúspide del valor católico); pero tampoco a la defensa de lo simbólico porque es desde la educación en valores de esa primera estancia educativa desde donde articular el motor de la identificación con banderas, himnos, proclamas, etc. Frente a esto, la fuerza educativa de los centros de enseñanza. Las universidades más progresistas, que incentivan el compromiso con el pensamiento libre, están siendo castigadas por ser enemigas de los dogmas que surgen desde la política y que repercuten directamente en lo familiar. La proliferación de centros privados intensifica la posibilidad de un adoctrinamiento muy conservador dentro del contexto educativo, premiando valores que poco tienen que ver con el viento de una ideología progresista, o, si se me apura, que tiene que ver con la producción de individuos preparados para formar parte de los nuevos proyectos de un mundo de competitividad e individualización.
Lo religioso es un elemento a tener también en cuenta, porque desde organizaciones que se sustentan por el peso de la fe y el dinero a partes iguales, se propone un ejército para la defensa moral de los gobiernos más conservadores. Los evangelistas, por poner un ejemplo, son el sustento de la lucha contra el aborto, desarrollando toda una red de clínicas en América para disuadir a las mujeres de su derecho a no llevar a término un embarazo; o la implicación política en Brasil. La fuerza de su lucha también tiene que ver con la defensa de aquellos gobernantes que fortalecen en sus políticas la doctrina que ellos viene defendiendo, sirviendo como amparo a sus acciones e incrementando sus ingresos como respuesta a sus tácticas de defensa de esos valores. Los núcleos religiosos son, por tanto, la gasolina de los populismos de la ultraderecha y están fortalecidos para sus fines.
Y, por último, la patria, como el territorio fuertemente protegido ante las injurias y las calumnias, con un fuerte componente de protección frente a los que vienen de fuera y amparado por una masa social que la defiende, no como una representación simbólica de su naturaleza de español, francés o alemán, sino como una frontera impermeable a todo lo demás. Los criterios de defensa de la patria tienen la naturaleza de excluyentes y anticipan una atomización de las sociedades para alejarse la idea de mundialización de la que todos y todas hablamos en cierto momento de nuestra historia reciente.
La atomización es también defensa de la raza, de las costumbres, de la lucha cultural y del relato. Estas piezas son claves para entender los ajustes que la ultraderecha está haciendo en los territorios donde gobierna o en aquéllos desde donde puede condicionar las políticas sociales. Estos gobiernos no se amparan en el desarrollo de políticas de urbanismo, ni se definen demasiado por las promociones de sus respectivos lugares como promoción y marketing, sino que necesitan incidir en lo cultural, en el medio ambiente, en las claves de los valores más simbólicos del ser humano para conquistar posiciones.
Tres elementos para empezar a comprender el proceso armamentístico de los nuevos tiempos (aunque los resortes también tengan que ver con lo tecnológico), que inciden en un humanismo ultraconservador, en la familia cristiana sostenida por símbolos tan potentes como la bandera, el himno y la condición de fuerza de los gobiernos que los enarbolan.
Existe, por tanto, un proceso de aislamiento de lo social en torno a estos tres elementos que deberíamos empezar, al menos, por comprender para analizarlos e intervenir en la medida de lo posible.
La sociedad está en la situación más favorable para creer. Démosles un discurso alternativo.
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Javier Lorenzo Candel es poeta.
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