Artistas, migraciones y cantos de sirena
"Dime un solo artista español que no se haya ido nunca y que te interese". La invectiva la pronuncia una artista de mediana edad en ¿Salir a triunfar? (CIS, 2025), el libro en el que Glòria Guirao resume su tesis doctoral sobre migraciones de artistas y otros agentes culturales en el contexto europeo. (A veces, ya lo ven, me mandan libros, y en ocasiones hasta los leo).
La pregunta tiene su interés: si lo piensan, muchos de nuestros artistas favoritos liaron el petate por motivos profesionales. Velázquez viajó un par de veces a Italia y su pintura se benefició de los modos transalpinos; de Goya se conserva el célebre cuaderno italiano y Picasso (como tantos otros coetáneos) se afincó en París. Cada época tiene su meca: villorios donde si no estás, no existes.
La idea de que la migración es parte consustancial al desarrollo de las carreras artísticas parece asentarse en dos pilares fundamentales. De un lado, la odiosa romantización de la mudanza ("Un artista, cuando progresa, yo creo que tiene que marcharse de su lugar natural porque es una especie de necesidad, ¿no? […] Es importante marcharse a un sitio donde no estés cómodo, donde tengas que buscarte la vida. Simplemente es una manera de que el intelecto esté alerta", dice una de las entrevistadas en el libro Guirao); de otro, el espejismo del éxito de Fulanito, que se fue a hacer un máster a Pernambuco, donde conoció a Setanito, que lo catapultó a la fama.
En un contexto tan clasista como el de las artes plásticas, tener ciertos sellos en el pasaporte facilita según qué interlocuciones, por más que todos sepamos que los únicos méritos necesarios para pasarse un año en Londres estudiando en tal escuela de pitiminí son los que da la cuenta corriente que debe pagar la aventura. El sistema, claro, es muy rentable para sus beneficiarios: los destinos de llegada facturan las matrículas y el alojamiento mientras ven cómo se desmantelan las escenas periféricas, cuyos oriundos, muertos del asco, se verán obligados a pagar los aranceles de la metrópoli si quieren prosperar. También, para sus usuarios que, con el capital y los contactos adecuados, pueden asegurarse su parte del pastel.
¿Es Rosalía una 'femcel'? Representaciones feministas en la era del mal querer
Ver más
Por supuesto, a un artista le conviene más vivir en una gran ciudad —rodeado de colegas, críticos, comisarios, coleccionistas y galeristas— que en una aldea de veinticinco habitantes. No solo por el estímulo intelectual y la posibilidad de establecer contactos; también en términos puramente materiales: es más fácil conseguir materiales o herramientas donde hay una comunidad estable de profesionales de tu mismo gremio. El problema viene cuando las escenas culturales asociadas a las grandes capitales se construyen mediante la vampirización de las satelitales; algo que podría entenderse como el problema del centralismo aplicado a las bellas artes. También, cuando los artistas, a los que desde la cuna se les inculca el sacrosanto valor de la internacionalización, ven que la única manera de medrar en la escena global es cultivando unas maneras que puedan reconocer un comisario de Nueva Delhi y un coleccionista de San Francisco. El asentamiento de este «estilo internacional» se ha visto acelerado por la implantación generalizada de las redes sociales como instrumento de autopromoción: un enorme escaparate donde cada cual espera que el curator de moda se quede prendado de su trabajo en el primer vistazo (lo que exige que los códigos estén ajustados a lo que puede digerirse en ese santiamén de atención que concede el scroll).
Este cambalache produce monstruos de lo más divertido. Un artista madrileño, afincado en una capital centroeuropea, me explicó una vez, a través de un proyecto titulado en inglés y armado con la jerga que imperaba aquel día y a aquella hora, lo fascinante que era el folclore de mi pueblo. Servidor, por supuesto, asintió con su mejor sonrisa.
No hay capital del imperio capaz de repartir su éxito entre todos a cuantos convoca y no creo que el modelo de las bienales y ferias haya demostrado pagar los dividendos que prometía. No quiero decir que nos convenga regresar nuestros pueblos ni cultivar un arte autárquico, pero ayudaría considerar cuántos casos de éxito conocemos por cuántos fracasos intuimos (sabiendo que el que gana lo predica y el que pierde se lo calla). Cuando llegué a Madrid, recuerdo que lo más de lo más era tener un titulito de Goldsmiths, college donde, según se decía, se reunían las más brillantes lumbreras de mi tiempo. La educación, no lo dudo, debía de ser buenísima: todos sus egresados volvían hablando igual y dispuestos a enmendar nuestras gañadas con las estrategias aprendidas en la gran ciudad. La industria cultural, ya lo ven, asume plácidamente ciertas lecciones colonialistas.