Óliver Laxe en el Reina Sofía: una escena postcréditos

Oliver Laxe en el Museo Reina Sofía, 2025.

El martes fue un día agitado para Óliver Laxe: por la mañana, rueda de prensa en el Reina Sofía para presentar HU; por la tarde, noticias esperanzadoras para Sirat en la carrera hacia los Oscar.

Menciono la coincidencia no solo por dar contexto, sino porque ambas obras están claramente relacionadas: parecería que lo que encontramos en el museo es una mera extensión de la película. La propuesta de Laxe, titulada HU/هُوَ. Bailad como si nadie os viera, divide la sala del Espacio 1 en dos compartimentos. En el primero, casi en penumbra, se ha instalado una mastaba de altavoces raveros, similar a las que vemos en los primeros minutos de su largometraje. Plásticamente es interesante: su rotundidad contrasta con las marcas que han ido dejando los sucesivos montajes y recogidas; por los desgastes de la pintura negra que los recubre emerge el color cálido de la madera. Iluminada de manera cenital, el montículo adquiere la categoría de tótem. Ayuda, claro, el impacto sonoro: una frecuencia constante que permanece sin inmutarse. Lo divino, ya saben, no admite variaciones.

En este espacio intersticial (preliminar) también nos topamos con la cartela que sitúa retórica y teóricamente la instalación. En ella se mencionan algunas coordenadas religiosas (en el islam, el "As-Sirāt" es el puente que se cruza en el camino de la resurrección y el "Hu" —en el sufismo— es el pronombre de Dios, "manifestación sonora primigenia de la deidad") y se justifica el subtítulo ("bailad como…"), que está tomado de un verso de Rumi, místico sufí que vivió en el siglo XIII. A pesar de lo connotado de todos estos términos, los textos de la exposición insisten en que la propuesta renuncia a símbolos religiosos explícitos y que, en ese sentido, se ha optado por lenguajes visuales y sonoros abstractos. En la segunda sala, en tres pantallas que colman las paredes disponibles, se proyectan —en bucle— una serie de paisajes desérticos que se alternan con imágenes de puertas y escaleras de edificios religiosos rodadas hace una década en Irán. La geometría sagrada (sic) de estos elementos se funde (el umbral y los peldaños son, admitámoslo, metáforas un poco groseras) con escenas en las que los personajes de la película bailan sobre la planicie en la que termina el filme: ese campo minado «en la frontera con Mauritania» (¿por qué habrá un campo minado ahí? ¿Ha pasado algo en el Sáhara Occidental en los últimos decenios? No nos desviemos, volvamos a la mística con musicote, etcétera).

El visitante, sentado en el banco adosado para tal fin en la pared restante, contempla el solapamiento de los paisajes áridos, los muros y dinteles de templos cualesquiera y esa versión extendida de los danzantes protagonistas de Sirat envuelto en una música apabullante que, a fuerza de bajas frecuencias, quisiera causarnos un trance sinestésico y abrir el horizonte de un mundo reencantado. El propósito es encomiable, aunque complicado si uno pretende nadar y guardar la ropa.

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Si no es por exotismo, cabría preguntarse por qué una propuesta que quiere alejarse de los "símbolos religiosos explícitos" se envuelve en semejante terminología. También, si toda la panoplia de elementos vinculados a tradiciones místicas que se insinúan en la obra (el desierto, las danzas rituales —desde los derviches hasta las bacantes—, las sustancias enteogénicas, la adoración solar, etcétera) no son más que elementos cosméticos: es decir, que no se desarrollan más por cobardía que por la supuesta apertura que tanto se pregona.

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Resulta difícil desligar HU del revival espiritual que venimos padeciendo en los últimos tiempos: artefactos apegados a una idea sin contornos, armadas con palabras huecas bajo las que se esconde la enésima transmutación del individualismo más atroz. Prácticas milenarias convertidas en recursos estéticos, que dan color pero no manchan; que aportan matices pero no comprometen. En fin, vaguedades que, desprovistas de radicalidad, pueden acomodarse según convenga.

Con la exposición de Óliver Laxe, el Museo Reina Sofía inaugura su nueva programación para el Espacio 1, sala anteriormente dedicada al programa "Fisuras", por el que, de tanto en tanto, logró colarse algún artista español de media carrera. Desde ahora dedicada al "cine de exposición", concepto novísimo, y vinculada al programa de cine de la institución. Esta no es, sin embargo, la primera intervención de un artista ajeno a las prácticas tradicionalmente museísticas ha realizado en el centro madrileño. Por ejemplo, Albert Serra (otro cineasta) fue invitado a Fisuras en 2019. También, en 2020, el Niño de Elche realizó, por encargo del museo, su Auto Sacramental Invisible.

En suma, más que una obra autónoma, HU parece el resultado de reciclar materiales descartados: una instalación que no logra estar a la altura del andamiaje conceptual tras el que se parapeta ("un monoteísmo austero", ¿qué será eso?); y que, sirviéndose de nociones grandilocuentes, no nos ofrece algo muy distinto a las escenas postcréditos que se han vuelto tan recurrentes en el cine de superhéroes: un añadido insustancial para estirar el interés de los aficionados.

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