Los abuelos y las abuelas en clase

Antonio García Gómez

Ante la inminencia del inicio de un nuevo curso escolar, cuando uno recuerda aquel lujo del que dispuso, como maestro, junto a su alumnado, chicas y chicos de nueve o diez añitos, a lo largo de varios cursos escolares, cuando se invitaba a “mayores” del Centro social del barrio que los atendía, y gracias a la intermediación de la trabajadora social, a que viniesen a clase, al colegio, a aquel lugar que, tal vez, muchos de ellos, frecuentaron muy poco, a explicar a los alumnos/as, nietos o no de muchos de ellos, a hablar a niños/as de Primaria, sus vidas, sus oficios, sus avatares y anécdotas, sus ocurrencias y cuanto les animase a seguir hablando y contando, sobre ellos mismos y el mundo que vivieron. Cada sesión, quincenal, era de hora y media y siempre fue un éxito que contó con la atención participativa de la gran mayoría de los niños y niñas que supieron escuchar a aquellos mayores, a aquellos abuelos y abuelas que tanto entusiasmo, sabiduría elemental y mucha cercanía desplegaron, y que jamás regatearon ganas de venir a clase.

… Que lo que aprendan es sólo para aprenderlo y que sólo hay un porqué: porque es mejor aprenderlo que no aprenderlo

Victoria Cirlot

Fueron, sin duda, los mejores maestros. Cada vez que alguno de ellos o ellas acudía a explicarse ante mis alumnos/as, a contar sus vidas, sus oficios, sus penurias, sus anécdotas, dejándose querer por quienes les escuchaba, ellos y ellas, los niños, y yo mismo, con suma atención e interés, algo muy importante, un aprendizaje intangible lograba incorporarse a nuestro bagaje existencial, una atmósfera mágica se expandía sobre la clase, sobre el grupo de muchachitos/as, haciendo corro, alrededor del abuelo o de la abuela que, de pie, protagonistas de los encuentros, disertaban y no paraban, reían y recordaban, emocionaban y descubrían su mundo, el mundo de todos, el mundo ramplón y también el épico.

Dicen que hoy en día la capacidad de atención apenas es capaz de superar los 14 segundos, pero entonces se lograba alcanzar la hora y media sin grandes esfuerzos, con interés y curiosidad manifiestos, gracias a la capacidad de aquellos “mayores” de hacerse escuchar.

“Recordaba Fernando Fernán Gómez, en sus memorias que, en el Madrid sitiado de la guerra, los teatros estaban a tope, y se aprovechaba cualquier momento, entre bomba y bomba, para reír y gozar”.

El tiempo se nos pasaba veloz, con aquellos abuelos y abuelas soltándose, a los pocos minutos de haber iniciado su relato, para rememorar, entusiasmar, estimular y disfrutar, de anécdota en anécdota, contagiando vitalidad y memoria entusiasmada, seguramente reconfortados por una audiencia que sabía escuchar y aprender escuchando.

Y así tuvimos el placer y el honor de atender al porquero y a la sastra, al mulero y al pastor, a la secretaria y a la enfermera, al mecánico y al taxista, al pastor y al labrador, a la sirvienta y a la médica, al camarero y a la comadrona, al fontanero y al ganadero, a la costurera  y al guardia urbano, al bedel y a la dependienta… todos ellos y ellas tan generosos y vitalistas.

Mayores, pues, rejuvenecidos, puestos en valor, aquellos abuelos y abuelas, bendiciendo sus viejos oficios, trabajados hasta el estrago y el sacrificio, sin haber olvidado sus penurias y tampoco sus recompensas.

Contaba un “pavero”, “un pastor que lo había sido de pavos”, que el lloró, siendo un niño de seis años, el día que su padre, en una dehesa de “santos inocentes”, en la España “olvidada”, le puso a que cuidara la manada de pavos señalados para su vigilancia, cuando comprobaba que no sabía sujetarlos cerca de él, a su vera, porque, como decía aquel abuelo, recordando cuando sólo era un niño tan cándido como desorientado, los pavos son unos animales muy tontos y no sabían atender las órdenes de aquel niño que se puso  al cargo de su cuidado. Y él sólo era un niño “yuntero” al que los pavos no le hicieron ni caso, y se emocionaba tanto recordando aquel desasosiego...

Luego este hombre se hizo mozo, emigró, terminó en el norte, entró de albañil en una obra, evolucionó a bedel y, al cabo, se jubiló de funcionario del ayuntamiento de su ciudad de acogida. Pero jamás pudo olvidar aquel mal rato que pasó con los pavos que pusieron a su cuidado, siendo apenas un mocoso, aunque al final pudo hacer catarsis de aquel episodio, contarlo, reírse del mal trago y compartirlo con los niños y niñas de su barrio.

Ahora ya ha iniciado su andadura un nuevo curso escolar, para pequeños y grandes, para niños, adolescentes y jóvenes, y nada parece haber cambiado, siquiera para mejor.

Seguro que ya se irán afinando los programas curriculares que se habrán de impartir, ahora andan con “los contenidos de las distintas materias”, sí o sí, desde las cavernosidades de los claustros, los departamentos, las Consejerías, incluso por encima de las propias necesidades e intereses de los educandos, pero el programa imperará e impondrá su tiranía, y todo el mundo se lo tomará muy en serio, no para poner en valor a los niños/as, sino más bien para darse importancia, me refiero a los doctos educadores, responsables y tal y tal, tan rectos, tan sabios, tan ajenos a la realidad de los más desfavorecidos. Sin caer muy en la cuenta de si en el proceso escolar, los niños, los jóvenes, los adolescentes… aprendan o no aprendan algo que no olviden jamás, porque sólo habrá que cumplir el programa hasta el último ejercicio, tal vez aprender “¿a respetar, a convivir, a escuchar, a desarrollar su curiosidad, su interés, su esfuerzo, su responsabilidad…?, tal vez ¿”a convivir en democracia?”… junto al otro, junto al distinto, junto al vulnerable, valorando la solidaridad, incluso la fraternidad y otros valores… muy olvidados.

Decía Emilio Lledó, maestro, que “la ética podría, debería ser el último refugio…”.  

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Antonio García Gómez es socio de infoLibre

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