Librepensadores

La democracia como excusa

Alfonso Puncel Chornet

El triunfo de Trump es de tralla pero no es una excepción en la historia. La utilización de los mecanismos de participación política para intereses particulares está tan extendida que podemos remontarnos a la Grecia clásica o al imperio romano para encontrar ejemplos de esa actitud. El debate en torno a la democracia representativa o directa no es nueva, de hecho desde el final de la II Guerra Mundial este debate ha sido recurrentes. Por otra parte Stanley Milgram ya demostró con su conocido experimento de hasta qué punto los individuos admitimos ciertos comportamientos que sabemos son inmorales cuando los poderes nos dicen con su comportamiento que son admisibles.

El fracaso de la izquierda ha llevado históricamente al triunfo de la derecha y de la extrema derecha, de ahí que sea tan relevante que la izquierda encuentre el camino que lleve a una sociedad más igualitaria, solidaria, comprometida con su propia generación y con las futuras generaciones y una sociedad que piense más en que nos necesitamos mutuamente que en competir recíprocamente. Cerca de nuestro conocimiento más directo tenemos la experiencia del alzamiento del fascismo en Europa. Keynes concluyó "que si había una lección que podía extraerse de la depresión, el fascismo y la guerra, era que la incertidumbre, elevada a un nivel de inseguridad y de miedo colectivas, fue la fuerza corrosiva que había amenazado y podría volver a amenazar al mundo liberal". De ahí que insistiera en sus teorías económicas sobre el mayor papel que el Estado de la seguridad social, "incluyendo pero no limitándose a la intervención económica anticíclica. Hoy el miedo amenaza al Estado del bienestar y solo superando este estado, transformándolo en un estado superior en seguridad colectiva, asistencia mutua, solidaridad y reparto de la riqueza podremos pensar en no regresar a tiempos pasado".

El Estado liberal supero al Estado absolutista y el Estado del bienestar superó al Estado liberal y en ambos procesos la convicción moral de la bondad de estos nuevos sistemas formó parte de que la sociedad aceptara los cambios individuales que conllevaban en algunos casos obligaciones económicas como el pago de impuestos. No sólo se tuvo en cuenta la eficiencia económica que suponía disponer de una una mano de obra pagada y por tanto responsable de sí misma, frente a la masa de los siervos de la gleba (en sus diferentes formas vasallos, plebeyos, villanos, hombre de criazón, colonos, tributarios, encomendados) que además los convertía en consumidores de los productos que ellos mismos producían. Tampoco se tuvo en cuenta en la aparición del estado del bienestar un mero cálculo coste-beneficio con resultado positivo, al asegurar a la inmensa mayoría de la ciudadanía condiciones de vida satisfactorias mediante el acceso universal a la la educación, la sanidad o la atención a las personas desfavorecidas aunque ello supusiera aceptar el control del estado de servicios públicos.

En ambos casos se aceptaba que había una premisa (Adam Smith lo definió “los sentimientos morales”) que tuvo mucha importancia en los debates económicos. Tan es así y tan cerca de nosotros están estos debates que el informe sobre el que se asentó las bases del Estado del bienestar británico apenas tiene sesenta años. Su autor W. Beveridge se preguntó por qué la filosofía política había sido dominada en el debate público para la economía clásica y continuaba reflexionando sobre el hecho de que estos debates en realidad no tienen parangón, como lo son las reflexiones de los grandes economistas clásicos que sí ponían por delante el pensamiento político frente a la economía. Además estoy convencido de que ese comportamiento de bordear las consideraciones morales, y limitarse a los problemas de pérdidas y ganancias, coste-beneficio, eficiencia económica no es una condición humana instintiva. Todo lo contrario, los seres humanos reconocemos la bondad o maldad de las acciones e introducimos de manera instintiva valores éticos o morales en nuestras decisiones (cuando no más en las ajenas) aunque ello no tenga una respuesta coherente o siempre superadora. En momentos de crisis como la que atravesamos ahora estas valoraciones son más intensas.

Si las nuevas propuestas políticas están sometidas a tensiones es posible que sea porque ha tenido que hacer frente a retos que las propuestas política tradicionales han dejado de atender bien por falta de ilusión, por las contradicciones que les generaba a los poderes con los que tenían que lidiar o por traición a los objetivos recogidos en sus propuestas ideológicas, programáticas e incluso electorales. Y han tenido que hacerlo en un tiempo récord impulsado por unos resultados electorales inesperados, a pesar del sistema electoral, pero que son la muestra irrebatible de la acumulación de rechazo a una forma de hacer política, llamémosla vieja, de representación alejada, piramidal o de cualquier otra forma.

El tránsito desde el rechazo a esto a la aceptación de aquello nuevo nunca es fácil ni lo nuevo es algo claramente definido. Sin embargo se construye a partir de lo que sabemos que no es aceptable y entre estas cosas no aceptables está la sumisión que la socialdemocracia europea y particularmente la española a sistemas, instituciones y estructuras que han demostrado su incapacidad de dar respuesta a las pretensiones de igualdad, solidaridad, apoyo mutuo. Apelar a los cambios reales que se han producido en nuestra sociedad en los últimos cuarenta años es irrelevante (como falso negarlos) en tanto que finalmente se han demostrado que son tan fácilmente reversibles por decisiones del gobierno de turno. Si aquellas propuestas de reformismo irreversible, de modernización y de integración europea sobre las que se sostenían las propuestas socialdemócratas en España, como alternativa a la revolución o a cambios estructurales profundos que se reclamaban desde la izquierda, hubieran sido tan irreversibles, seguramente la vieja política (las estructuras de participación política tradicionales) no hubiera acumulado tanto rechazo entre la gente, no habría dado lugar a la nueva política (las nuevas organizaciones de participación política) y aquellas hubiera sido capaz de reconocer, integrar, responder a las exigencias y activar una sociedad profundamente inquieta y atemorizada. Este mismo dilema es el que subyuga a la nueva política, ser capaces de que la crítica a la política realmente existente sea la base de la construcción de una política diferente y no una continuación de aquella ni el asfalto que aplaste cualquier alternativa. Estas alternativas deben ser capaces de convertir las medidas en propuesta aceptables intuitivamente por la población, que se perciban como "buenas" (aunque este sea un término político indeterminado) y que conecten con las expectativas vitales de la mayoría de las personas. Vivimos en un mundo que ante la incapacidad del estado social o del bienestar de seguir dando respuestas, vuelve su mirada hacia el Estado liberal y por tanto hacia la idea de modernidad como ideal de vida, y las alternativas si solo se quedan en gestos vacuos profundiza en la fuerza del mensaje de la derecha y la vieja política. ___________ 

Alfonso Puncel es socio de infoLibre

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