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Desafección histórica

Luis Bárcenas

Gonzalo de Miguel Renedo

Se preguntaba Ortega y Gasset en su España invertebrada sobre el origen de la decadencia en España, llegando a la conclusión de que "la historia de España entera, y salvas fugaces jornadas, ha sido la historia de una decadencia". Con la desafección ciudadana respecto de los políticos ocurre algo parecido. No me extrañaría que empezáramos a recabar información y nos presentemos en los godos. La historia de la política española es la historia de una desafección sin frenos y cuesta abajo.

Centrándonos en nuestra historia más reciente, para qué mirar más atrás, ya en las décadas ochenta y noventa abundaban los testimonios de esta desafección, cuando los casos Naseiro, Juan Guerra y muchos otros azotaban las conciencias y bolsillos de este país. También entonces, como hoy, se afirmaba aquello de "todos los políticos son iguales". Con un matiz, tal expresión servía de excusa, especialmente, a los nostálgicos de la no política. Seguramente recordaban con cariño al no político mayor del no reino, cuando aconsejaba a sus hombres de confianza: "haga como yo y no se meta en política".

Por eso es tan importante, frente a tanto desapego, que nuestros políticos den ejemplo de rectitud en el ejercicio de sus funciones. Que sí, que ya sabemos que no todos son iguales, pero no es menos cierto que esta invocación a la no generalidad se acaba traduciendo en impunidad, alimentada por quienes la toleran con pasividad. Que es que en este país no dimite ni el Tato, aunque les pillen con las manos en el sobre. Muchos de los casos de corrupción que hoy conocemos, incluidas las meras imputaciones, se habrían traducido en otros países en ceses y dimisiones. Si los profesionales de la política no cumplen con su deber, los ciudadanos no podemos abdicar de nuestra responsabilidad. Es necesario rebelarse, pacífica pero firmemente, si no queremos que esa relajación de la conciencia se amplifique en una sociedad ya lo suficientemente abandonada a sus más bajas pasiones. Nuestros gobernantes son nuestros guías, ellos se encargan de que vayamos más rectos que una vela, indicándonos lo que debemos hacer y lo que no podemos hacer. Deben darnos un ejemplo edificante, no destructivo. No deben emularnos. Si queremos ser un país fiable y serio, fuera los tramposos y ventajistas de la vida pública. Constituiría un buen comienzo para la regeneración democrática.

Decía Vázquez Montalbán, en un artículo manifiesto (Políticos en el laberinto de las sirenas"), allá por 1990, "que no es tiempo de sermones, pero tampoco de jugar a ver la paja en el ojo ajeno". Ya entonces aparecía el y tú más, argumento mineral que tanto se sigue estilando hoy. "Lo que está en juego no es la hegemonía del partido en el poder o la capacidad de alternativa de la oposición mayoritaria, sino la confianza social ante la mayoría democrática y ante la democracia misma. Si esa confianza se extingue, quedan afectados por igual virtuosos y viciosos, dentro y fuera del poder". Hay que evitar que esa pérdida de confianza se consolide, echándonos en los brazotes armados de la demagogia y del populismo cerril que nos gobierna hoy. "No se trata de sustituir a los políticos", sentenciará el creador de Pepe Carvalho. Se trata de convencer a los políticos, como pensara Tony Judt, de que es preferible entender que tener razón, de que es mejor entenderse y alcanzar acuerdos entre todos y para todos, que hacer valer la razón única de la mayoría numérica.

Admitido que, junto a los tradicionales estados de sitio y excepción, se ha consolidado el estado de corrupción como nuevo estado de alarma nacional, no vale consolarse con los paños calientes de Ortega: "cuando lo que está mal en un país es la política, puede decirse que nada está muy mal". Más bien sucede al revés. Ya decía un jovencísimo Josep Pla que en este país no hay leyes ni reglamentos, hay amigos y hay favores. Vamos, un sistema cuyo fundamento no residiría en la razón y el interés general, sino en la arbitrariedad corregida por el intercambio de lametones. Un do ut des en negro y en directo, nada diferido. La sociedad sufre con la corrupción, y más todavía en tiempos de escasez. "Peor que tener una enfermedad es ser una enfermedad", escribirá el autor de La rebelión de las masas. "Si la sociedad civil estuviera articulada y dispusiera de saberes capaces de forcejear dialécticamente con los del poder, las garantías sociales de las decisiones llegarían a un punto óptimo", mantendrá el gran Manolo. A partir de la combinación de ambas ideas puede intuirse el camino por donde debería guiarse al carro destartalado que nos lleva. Aumentar la implicación de la sociedad, previamente transformada en una sociedad adulta y consciente de sí misma como sociedad, es la mejor medicina para el enfermo de sí mismo. Nadie quiere sustituir la política, pero sí la forma de hacer política, pues resulta evidente que no vamos por el buen camino, como vemos hoy en el conflicto catalán. La verdad es que llevamos la tira de tiempo yendo mal.

Gonzalo de Miguel Renedo es socio de infoLibre

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