La España que viene

Javier C. Fernández Niño

Ocho de la mañana.

Currito, carpeta de cartón bajo el brazo, sale de su casa en dirección al Ayuntamiento de su ciudad, con la intención de solucionar un problemilla que le ha surgido en su vivienda: se le ha levantado el suelo de la habitación y quiere cambiarlo.

Llega a la estación de metro y se dispone a validar su bono: pitido estridente, bono no válido. Inserte monedas. 2,50€. No tiene tiempo para pensar. Paga religiosamente con mueca de disgustado asombro y se sube al convoy.

Por el camino todavía puede ver en muros y farolas las caras de las personas que han prometido variar su querido país y en las que ha confiado en las recientes elecciones al depositar su voto. Él no entiende de cifras macro, de Agendas 2030, de crisis climáticas ni, por descontado, revoluciones digitales. Él no ha hecho caso de eso que decían los que estaban en el poder: no tiene miedo a la derecha. A fin de cuentas, no pueden ser tan malvados como los pintan y deben de querer lo mejor para su país. Él solo aspira a vivir un poquito mejor, en llegar a fin de mes, en que sus hijos vayan a la escuela y sean, de mayores, algo más que él, y, llegado el caso, en poder darse algún capricho en forma de cena en un buen restaurante, de un electrodoméstico última generación, o de una escapadita a la playa o a la montaña.

Ya ha llegado a la puerta del Ayuntamiento. Cerrada. En el centro, un cartel: “Cerrado por derogación. Acceso a la vuelta”. Y una flecha.

Le es fácil identificar el acceso: una fila de unas cuantas decenas de personas esperan (menos mal que no llueve). No pregunta porque la respuesta está en el aire y se traslada de atrás adelante y de izquierda a derecha de la cola: es que solo hay una persona atendiendo. Empieza a dudar. Le habían dicho que no hacía falta tanta gente en los ayuntamientos, la Seguridad Social, el paro o en las oficinas del D.N.I. porque suponían un gasto inútil e innecesario.

Al fin llega ante el único funcionario. Le explica su problema. Funcionario impertérrito, examina los papeles. Mirada furtivo-inquisidora por encima de las gafas de cerca. Currito se siente culpable por si falta algo. Y, lógicamente, falta: “tiene Ud. que traer la fotocopia del carnet de los niños”. No entiende muy bien qué tienen que ver los niños para poder tirar unos escombros. Currito intenta protestar. “Siguiente”. Persiste en el intento de protesta. “Haga el favor de apartarse; siguienteee”, mientras que el policía local de servicio se acerca sospechosamente.

Currito recoge los papeles y se va. Tendrá que pedir otro día de fiesta en el trabajo. No le va a gustar nada a su jefe.

Sale. Un café le sentará bien. Y una tostada de mantequilla, también. Ojea el periódico: “PP y VOX celebran los pactos de gobierno”. Y el subtítulo: “Ya se han implementado buena parte de las medidas del programa”.

Sin querer, escucha la conversación de la mesa contigua: “Me han echado, porque la empresa cree que los próximos meses va a ganar menos. Y sin indemnización. Me ofrecieron que si quería seguir, tenía que bajarme el sueldo a 900€. Ahora, al paro; a ver si tengo derecho y por cuánto tiempo lo voy a cobrar. Si por lo menos siguiera existiendo lo del Ingreso Mínimo Vital...”

Suena el móvil. La “parienta”. Ha recibido una carta. Que le quitan las becas de los críos, la del comedor y la de los libros, y que ya no son familia numerosa porque el hijo que tuvo en una tóxica relación anterior no computa.

Pide la cuenta: seis euros. ¿Cómo? Café y tostadas. Se reafirma el camarero, seis euros. La luz, que ha vuelto a subir porque el IVA ha vuelto al 21% en vez de al 5% como estaba y han vuelto los otros impuestos, porque la mantequilla ha doblado el precio y el pan también (en eso le da la razón, porque a Currita, su compañera, le cuesta un ojo de la cara en el horno de la esquina).

Su padre, que está ingresado. “¡Vaya!”. Nada importante, por fortuna. Todo quedó en un susto. Llamaron al seguro, porque se lo pueden permitir, y se lo llevaron a una clínica privada

De regreso a la estación de metro (otros 2,50€), otra vez el móvil. Su madre: que ha cobrado la mitad de la pensión. Que le han quitado no sabe qué complementos por mínimos y que cobrará, a partir de ahora, por lo efectivamente cotizado en su vida laboral: se le queda en 450.

Se para de golpe. Un tumulto en los alrededores de la plaza de toros. Parece ser que dos chicas se estaban besando y han sido fuertemente recriminadas por los aficionados que sacaban su entrada para la Fiesta Nacional. Los agentes de la autoridad se las llevan.

Currito llega a la estación y se sube al vagón.

Se sienta junto a la ventanilla. En las butacas de atrás, un estudiante se queja por no poder pagar las tasas universitarias y tener que abandonar la carrera, mientras que su acompañante le replica que va a meter sus títulos de doctorado en la maleta y va a buscar mejor suerte en Alemania, Gran Bretaña o donde sea porque aquí, en España, no hay otro futuro que ser becario sin sueldo hasta la jubilación a los setenta años o el del turismo: no se ha quemado las cejas para servir cañas.

Siguiente parada. Sube un grupo de personas negras. Se produce el efecto de gota de aceite en vaso de agua: un radio de suficiente distancia con ellos, por si las moscas. Algunos dicen que no entienden cómo se les permite subir.

Currito llega a su destino. Se baja. “¡Currito, Currito!”. “Hombre, PePito, cuánto tiempo”. Saludos y preguntas de rigor. Su padre, que está ingresado. “¡Vaya!”. Nada importante, por fortuna. Todo quedó en un susto. Llamaron al seguro, porque se lo pueden permitir, y se lo llevaron a una clínica privada. La vecina del bloque 23J, Angustias, que estaba escuchando, le felicita al tiempo que lamenta que su marido, al que le dio un dolor en el pecho, casi no lo cuenta: lo llevaron a la Seguridad Social, y después de estar todo un día allí (porque los médicos y las enfermeras decían que se pasaban más tiempo firmando sus contratos de trabajo por horas que atendiendo al personal), se le pasó solo. Nervios, le dijeron.

Currito no se reconoce pensando lo que piensa: con los bilduetarras y los independentistas que quieren romper España vivíamos mejor.

Dos de la tarde. Abre la puerta. Hola y beso. Hoy, lentejas.

Eso mismo, se dice. Lentejas por todas partes y a todas horas. Lentejas y más lentejas.

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Javier C. Fernández Niño es socio de infoLibre.

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