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De la rendición de cuentas judicial al periodismo libre de bulos: la larga lista de reformas pendientes

Verónica Barcina Téllez

Un martes, día de descanso, Manolo llevó a su yerno Miguel a un lugar que calificó como bueno para el negocio, a pesar de la congoja que le producía. Su amigo Felipe murió hacía ocho años, pero no sus recuerdos del exilio compartido ni el relato que quedó grabado en su memoria de cuando lo detuvieron en Irún y de su paso por los sótanos del edificio donde se ubica hoy la presidencia de la Comunidad de Madrid. Tres cerdos abiertos en canal ocupaban una extensa superficie de acero inoxidable bajo la cual una gran rejilla tragaba el agua sanguinolenta que caía por la canaleta, a ratos goteando, a ratos en cascada.

Luis, nieto de Felipe, está al frente del matadero donde sacrifican unos quinientos animales a la semana para abastecer a la ciudad, la comarca y la provincia. Manolo recordaba el matadero de Lucerna en el que trabajaron tres meses antes de mudarse a Zurich y del que Felipe solía decir que evocaba los crematorios nazis rodeados por alambradas y torres de vigilancia. Con batas, gorros, guantes y patucos desechables hicieron una visita guiada a las instalaciones en la que Luis les explicó el proceso, desde la llegada de los animales vivos hasta su salida descuartizados, despiezados, fileteados y envasados al vacío.

En el breve lapso que duró la visita, Miguel aprendió los trucos básicos para identificar una buena carne, a distinguir la más apropiada para cada manera de cocinar y se llevó un listado de las carnicerías de confianza cercanas a Casa Manolo. Llamaron poderosamente su atención los contenedores llenos de vísceras y restos no aprovechables de los animales, entre los que pudo distinguir pezuñas de vaca, cornamentas y cabezas de aves con los picos amputados. Su estómago le aconsejó no preguntar.

En el trayecto de regreso al bar, suegro y yerno mantuvieron una conversación.

¿Qué te ha parecido la visita? —El silencio en el interior del coche contrastaba con el ruido del tráfico afuera que no impedía a Miguel concentrarse en la respuesta adecuada, que llegó al parar ante un semáforo en rojo.

Hay que estar hecho de una pasta especial para hacer de eso el paisaje cotidiano de tu vida. Yo no serviría —otro silencio, más breve, y una mueca de rechazo en la boca de Miguel—. Como para ser cirujano en las urgencias de un hospital. Horroroso”.

Hasta el siguiente semáforo hubo más silencio. Con parsimonia y la voz algo tomada continuó Manolo la conversación.

—Ya ves, Luis mata animales para que las personas nos alimentemos y los médicos tienen que recomponer cuerpos para salvar vidas… pero hay cosas peores.

—¿Peores? —preguntó el yerno, atento a dos ancianas a punto de cruzar en ámbar el paso de cebra.

—Felipe decía que los mataderos le recordaban los campos de exterminio nazis… —Una pausa antes de apostillar— …a pesar de que no los conocimos funcionando.

—¿Qué clase de personas son capaces de idear, ordenar y ejecutar la muerte de tanta gente de esa forma? —Miguel apretaba el volante de manera que los nudillos adquirieron un tono blanquecino.

—En principio, gente normal y corriente antes de entregar su cuerpo y su alma a causas de populismo radical. Los alemanes eran así, hasta la llegada de Hitler y el nazismo…

—Se me ocurre también gente como Ayuso, capaz de 'decretar' la ejecución de 7.291 personas dependientes… —apretó los dientes— o Netanyahu, capaz de convertir Gaza en un contenedor de restos humanos y escombros.

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Verónica Barcina es socia de infoLibre.

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