Se veía venir

Verónica Barcina Téllez

Aquella tarde, Casa Manolo tenía la persiana bajada. Un folio pegado en ella explicaba el motivo a la clientela: “Cerrado por el asesinato machista de Loli”. Desde las ocho de la mañana, al final de la calle, en la Plaza del Pan, el vecindario se agolpaba alrededor del cordón policial. Al otro lado de la cinta blanca y azul, el coche de la Guardia Civil, las motos de la Policía Local, la ambulancia y la pantalla blanca desplegada ante la puerta de la vivienda por la benemérita indicaban que algo muy grave habría ocurrido. Y había ocurrido. A las nueve, la Policía Nacional se llevó a Borja. Los vecinos fueron testigos de su entrada esposado al coche patrulla y de que un policía llevaba en la mano la Beretta A400 Xtreme Plus con la que cazaba muchos fines de semana.

Poco después, la médica de urgencias salió de detrás de la lona quitándose los guantes de nitrilo y negando con la cabeza al brigada. A las diez y media, un policía local retiró la cinta para dejar pasar a la jueza que iba a levantar el cadáver de Dolores, Loli para los vecinos, Mariola para la familia, 29 años, guapa para reventar, esposa de Borja y madre de Iván, el hijo de cuatro años.

Manolo y Antonio no echaron esa tarde la partida de dominó. Loli era del barrio, de una familia currante aunque con ínfulas de una grandeza que no tenían. Cuando Borja comenzó a rondarla, todo el mundo pensó que no era amor, sino un apaño urdido por los Manjón–Cabeza y Sicilia, apellidos del asesino. Compraron y reformaron un caserón en la Plaza del Pan para la pareja porque Loli puso como condición vivir en su barrio. “Menudo facha ha venido al vecindario”, comentaba Antonio cuando el pijo asomaba por la taberna. “Pobre Loli”, asentía Manolo. “Debería separarse la Loli”, opinaban muchos clientes.

Borja es un niñato de 33 años. Dos carreras empezó y ninguna acabó. Papá lo colocó en una de sus empresas y, cuando empezó a tontear con Loli, se dejaba ver con el Jeep Wrangler que aparcaba sobre la acera o delante de un vado sin importarle las multas. Su ocio transcurría entre monterías, noches de póquer y madrugadas de puticlub, siempre acompañado por una pandilla que bebía, fumaba, comía y esnifaba a su costa. Entre sus asiduos destacaban un par de gorilas cabezas rapadas, de los que apalean a negros y maricones antes de entrar o al salir del fútbol, y tres o cuatro cerebros rapados con pulseras rojigualdas y fotos del Caudillo en la cartera. En las monterías, compartía disparos, comilona, coca y gin–tonics con militares retirados, jueces en activo, policías de paisano, empresarios y otra gente de bien que oculta los ojos tras negras gafas de sol. La crème local del PP y la de Vox se dejaban caer de vez en cuando. Borja es un asesino de 33 años.

Loli era del barrio, de una familia currante aunque con ínfulas de una grandeza que no tenían. Cuando Borja comenzó a rondarla, todo el mundo pensó que no era amor, sino un apaño urdido por los Manjón–Cabeza y Sicilia, apellidos del asesino

“Se veía venir” era la frase del día en el barrio. El calvario de Loli empezó antes de que Iván cumpliera el año. En verano, con los balcones abiertos a las cinco o las seis de la madrugada, las voces retumbaban nítidas en la Plaza del Pan: “¡¡Puta!!”, “¡Abre las piernas, cabrona!” o “¡Prepárame una tortilla, so perra!” eran parte del catálogo de improperios y vejaciones veraniegas que escuchaban vecinos y transeúntes. Pero no era, ni mucho menos, lo más grave. Hubo varias visitas de un médico amigo de la familia para atender a Loli, que después se pasaba hasta diez días sin pisar la calle y siempre con gafas de sol.

Ni la Policía, ni la Guardia Civil pudieron con don Borja Manjón–Cabeza y Sicilia. Las denuncias de los vecinos sirvieron para que los denunciantes pasaran por el juzgado a declarar por falsedad y atentado contra el honor de Borja, fueran amenazados por cabezas rapadas y sufrieran daños en sus vehículos. Así fue impuesto un silencio que Loli se resistía a romper. Hace un año, con una costilla rota y la mandíbula dislocada, dio el paso: parte de lesiones, denuncia, orden de alejamiento, demanda de divorcio, más amenazas, la pintada en la plaza –“Mariola feminasi” [sic]–, el coche de sus padres despeñado en la cantera abandonada… La mandíbula ya no estaba: un disparo de la Beretta A400 Xtreme Plus se la había llevado por delante, el otro le destrozó el pecho. Se veía venir.

Al día siguiente, el Ayuntamiento decretó dos días de luto oficial. Los ediles y varios vecinos posaron para la foto de la repulsa en las puertas del consistorio, pero el más fotografiado fue el concejal de Vox, apartado del resto y mostrando un folio que rezaba: “La violensia machista no esiste” [sic]. En declaraciones a los medios dijo: “Mi amigo Borja, una persona de bien, ha perdido los papeles porque su mujer, asesorada por las feministas, le había puesto denuncias falsas para quedarse con la casa”. Se veía venir.

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Verónica Barcina Téllez es socia de infoLibre.

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