Nuestra relación con los cementerios se ha ido enfriando durante los últimos siglos. La culpa, según parece, la tuvo el descubrimiento de los microbios y la invención de los miasmas: temiendo que los muertos contagiasen a los vivos, los camposantos dejaron de acomodarse al costado de las iglesias y se mudaron al extrarradio.
El alejamiento, sin embargo, no consiguió disolver los estrechos vínculos que se mantienen entre la ciudad y la necrópolis: como apreció Foucault, es de esperar que el esquema social se calque si cada familia reparte a sus parientes entre ambos condominios. Como se sabe, Foucault encontró en el cementerio (también en el barco, la prisión y el manicomio) un ejemplo para su concepto de "heterotopía": lugares capaces de yuxtaponer múltiples emplazamientos incompatibles entre sí y donde no operan las relaciones habituales que establecemos con los espacios. Faltaría, claro, el aderezo de la fascinación que nos produce la muerte (con todos sus perejiles) y ya tendríamos suficientes excusas para engolosinarnos con el corral de los quietos.
Un panteón, hinchado y orondo, recibe al visitante. Es la pieza fundamental de Lo inverso es recíproco, la exposición de Ken Sortais (París, 1983) que puede verse hasta mediados de noviembre en la galería Alegría de Barcelona. En el texto de sala se nos relatan las peripecias que rodearon la ejecución de la obra: el artista, que ha escondido sus herramientas entre las tumbas cercanas, salta la tapia con nocturnidad y pasa la noche cubriendo con látex el fúnebre edificio. Con las primeras luces, se escabulle para regresar más tarde y proseguir con la siguiente capa. Los visitantes, al verlo deambular con ropa de faena (repone el engrudo antes del siguiente asalto) lo confunden con un trabajador del camposanto y le solicitan indicaciones. Nadie parece reparar en la película que recrece sobre el mausoleo. Terminado el proceso —siempre al abrigo de la oscuridad— Sortais levanta la gruesa capa de cobertura como si lo despellejara. Sellados los cortes, el panteón, invertido, se infla como una atracción de feria.
Aunque la obra pueda ser conceptualmente interesante (un artefacto luctuoso transformado en algo frívolo y juguetón), su mayor atractivo reside en lo plástico: en los intrincados detalles de su superficie y en la apropiación (literal) de elementos provenientes del original, como líquenes y residuos de la piedra. Estas concreciones objetivan el modelo: no se trata de una escultura que se parece a un panteón, sino un calco (un simulacro sazonado con pequeños robos) realizado por un proceso similar al desollamiento (un tormento no extraño para las artes: miren el episodio de Apolo y Marsias o cualquier retrato de san Bartolomé).
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Además, la hinchazón nos desvía hacia un derrotero sórdido: los cadáveres también inflaman durante la descomposición. ¿Y si, en vez de algo rebotante y lúdico, tuviésemos delante una cripta a punto de reventar a causa de la gasificación de sus moradores? Mientras trataba de justificar mi interés por esa escultura tumefacta, recordé aquella maledicencia sobre La muerte de la virgen, que aseguraba que Caravaggio habría usado el cadáver de una ahogada en el Tíber (una suicida) como modelo para María Santísima. La creencia se apoyaba en la distensión del vientre y en las comprobadas canalladas de las que era capaz el pintor.
La sala principal se completa con un políptico rojizo en el que se reproduce un patrón de moscas copulando: la fauna cadavérica obtiene placer donde otros solo hayamos repulsión. (En alguna parte leí que Dios no creó a estos insectitos durante las seis jornadas en las que apañó el universo: solo con la aparición del pecado y la muerte llegó la corrupción; y la putrefacción de las cosas convocó a sus aliados). También, con otra formidable escultura, igualmente inflable pero esta vez colorida. En ella, unos comensales parecen atrapados bajo un velo (una mortaja colosal) tras el que insinúan sus contornos. Todos ellos, a pesar de su estatismo, se dirían incómodos. En la sala aneja, una máscara teatralmente iluminada sobresalta al visitante. También invertida (lo de dentro fuera), nos mira con sus facciones desasosegantes: los dientes, vistos desde la cara interna, hacen que la boca parezca cosida como en las cabezas jibarizadas. Los ojos, vueltos, parecen reventados. La inquietante cabeza antecede al vídeo en el que se detallan las operaciones de Sortais en el cementerio: él mismo, enmascarado (la escena hace presagiar una secuela de La matanza de Texas) levanta la cobertura de algunos bustos funerarios.
Lo inverso es recíproco es una exposición sorprendente, armada con pocas pero contundentes obras, que nos sitúa en un ámbito inquietante pero extrañamente atractivo. Aunque muchos de los procedimientos de Sortais podrían entenderse como meros juegos, sus resultados parecen agudamente calculados. Diría que esta tensión —que parece forzarnos a hacer equilibrismos entre lo trivial y lo solemne, lo divertido y lo gravoso— es el verdadero acierto de la muestra.
Nuestra relación con los cementerios se ha ido enfriando durante los últimos siglos. La culpa, según parece, la tuvo el descubrimiento de los microbios y la invención de los miasmas: temiendo que los muertos contagiasen a los vivos, los camposantos dejaron de acomodarse al costado de las iglesias y se mudaron al extrarradio.