¿A quién beneficia el precio fijo del libro? La ley francesa imitada por casi todos cumple 40 años sin concitar unanimidad

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Hace unos días, el periódico francés Libération entrevistó a Jack Lang, ministro de Cultura con François Mitterrand, el hombre que concibió, en 1981, la ley del precio único del libro. “No era evidente…”, decía.

“La ley Lang es, sobre todo, una ley política por su voluntad de preservar la diversidad y la pluralidad cultural antes las acometidas de la industrial multinacional ―explica Joaquín Rodríguez, escritor y exeditor―. Luego es económica, porque esa voluntad política se traduce en medidas como la de la invariabilidad del precio. Creo que esa voluntad de proteger la pluralidad con respaldo estatal sigue plenamente justificada, sobre todo de la creación, luego y en consecuencia de sus canales de venta y distribución.”

En España, el precio único de los libros está determinado por la Ley 10/2007, de 22 de junio, de la lectura, del libro y de las bibliotecas: “Toda persona que edita, importa o reimporta libros está obligada a establecer un precio fijo de venta al público o de transacción al consumidor final de los libros que se editen, importen o reimporten, todo ello con independencia del lugar en que se realice la venta o del procedimiento u operador económico a través del cual se efectúa la transacción".

Una obligación general que el mismo texto matiza: “El precio de venta al público podrá oscilar entre el 95% y el 100% del precio fijo”, determina el punto 9.3 y el 9.11 autoriza la aplicación de precios inferiores al de venta al público en tres casos: en el Día del Libro y Ferias del Libro, Congresos o Exposiciones del Libro (con condiciones): cuando el consumidor final sean Bibliotecas, Archivos, Museos, Centros Escolares, Universidades o Instituciones o Centros cuyo fin fundacional sea científico o de investigación (un descuento de hasta el 15%); y si hay un acuerdo entre editores, distribuidores y libreros para establecer una oferta anual de precios para fondos específicos, periodos concretos y delimitados en el tiempo.

Rodríguez se detiene en el análisis de la excepción bibliotecaria. Bien está, admite, por tratarse de organismos públicos, que se beneficien de los descuentos que la ley establece, “pero parece menos apropiado que soslayen deliberadamente al librero, quizás porque consideren que el ahorro aparente sería inferior al prescindir de intermediarios. Quizás convendría que repararan en que depauperar alguno de los eslabones de la cadena del libro conllevará, antes que después, un deterioro de la industria editorial en su conjunto y, al fin, de la variedad y calidad de la oferta a la que puedan acceder”.

Hay otros mundos, pero están en este

Dice Álvaro Manso, portavoz de la Confederación Española de Gremios y Asociaciones de Libreros (CEGAL) y librero en Luz y Vida, de Burgos, que “el libro es un producto valioso a un precio contenido y adecuado”. Las subidas en el precio de los libros han sido, asegura, “comparativamente inferiores a la de otros productos dentro del mercado español. El único tipo de libro que está fuera del precio fijo es el libro de texto, y es este el que mayor incremento de precio ha sufrido”.

Pero no puede soslayar el hecho de que hay quien se proclama defensor de los mismos objetivos, aunque elige armas distintas. Hay países que no regulan el precio; el más conspicuo, el Reino Unido.

“Las diferencias vienen de la concepción del mercado, más liberal y en los que no se reconoce al libro como bien cultural, como es el caso de los países anglosajones, y en países como Francia, Alemania o España, donde no se trata tanto de un posicionamiento económico como cultural”.

En España la duda lleva instalada algún tiempo. El año 2000, el 26º Congreso de la Unión Internacional de Editores asistió a un encendido debate sobre el tema; sin embargo, las crónicas nos dicen que unos meses después, en la inauguración de Liber, “la polémica sobre la liberalización del precio del libro (…) apenas hizo aparición”.

Tiempo después, en 2011, el hoy director de la Feria del Libro de Madrid, Manuel Gil, declaró que ya tocaba “abrir un debate sobre el sistema de precios en España; creo necesario abrir el melón de esta discusión, ya que podría conducir a una reingeniería muy profunda del sector. Seguir por la senda actual llevará inexorablemente al desastre”. Una afirmación que reiteró, años después, en declaraciones a infoLibre: su apuesta era “precio fijo al canal y libre al usuario, de manera que lo importante para los libreros debería ser el precio de compra y no el de venta”.

Por esas mismas fechas, el abogado Alex Dolmas subrayaba las peculiaridades del mundo de la cultura, que “no se puede considerar como un bien cualquiera y su naturaleza singular”, lo cual “justifica, hasta cierto punto, un régimen legal y económico diferente” y, a renglón seguido, discutía no ya su posibilidad jurídica, sino su pertinencia a efectos prácticos. “Como toda limitación en Derecho, cualquier excepción a la libre competencia se debe aplicar e interpretar de manera restrictiva y tiene que contar con una sólida justificación. Prestigiosos expertos económicos y distinguidas voces del sector cultural coinciden: el precio fijo no consigue fomentar la lectura ni, por tanto, la cultura; no aumenta, sino reduce las ventas de los libros; y, en definitiva, no salvará a los libreros, ni a los autores, ni a la industria del libro. Lo cierto es que protege a algunos actores tradicionales del sector, pero no al ‘bien protegido’ de la Ley del Libro que es la lectura y el libro”.

En menos palabras: que la legislación está hecha no a favor del libro y la lectura sino de los libreros. Una aseveración que Álvaro Manso refuta: “Hay diversos estudios que avalan que la defensa del precio fijo promueve a largo plazo a toda la cadena del libro: editoriales, librerías y lectores.”

Hecha la ley, hecha la trampa

“Saltarse la ley del precio fijo se ha convertido casi en un deporte olímpico”, asegura Joaquín Rodríguez. El sistema tiene gateras que los editores utilizan sin infringir la ley, pero burlando al librero: “amparándose en la modificación del ISBN de un libro, en el retapado o en cualquier otra intervención ornamental, muchas editoriales venden de manera directa a diversos clientes los mismos libros que están intentando colocar a través del canal habitual”.

Es cierto, continúa Rodríguez, que en el Capítulo IV, Artículo 10, punto F, se advierte de que una de las exclusiones contempladas por la ley es precisamente aquella que tiene en cuenta a los “ejemplares de las ediciones especiales destinadas a instituciones o entidades o a su distribución como elemento promocional, siempre que ostenten claramente dicha especificación”, pero “no hace falta ser George Soros para saber cuál de las dos partidas acabará invendida y devuelta".

Y luego está el Capítulo IV de excepciones (11, 1.C), una posibilidad “apenas explotada que requiere, precisamente, del acuerdo de las partes implicadas, y que podría utilizarse, ocasionalmente, como herramienta de estímulo de la demanda ‘mediante acuerdo entre editores, distribuidores y libreros’ que podrán establecer ‘una oferta anual de precios para fondos específicos, periodos concretos y delimitados en el tiempo’. Parece más sencillo, no obstante, intentar apropiarse individualmente del botín que compartirlo, por mucho que esa estrategia del beneficio en solitario siegue la hierba que sustenta el negocio”.

Pero también es verdad que la experiencia acumulada permite pensar en algún cambio. Quizá, apunta Rodríguez, la clave no esté (solamente) en el precio, sino en los márgenes de compra. “Los libreros alemanes (Börsenverein des Deutschenbuchhandels) están luchando por fijar horquillas de descuentos máximos para que la contienda entre pequeños y grandes no sea tan desigual. Y eso abre una nueva perspectiva, una posibilidad que antes no imaginábamos: que se liberalice el precio pero que se establezcan descuentos máximos que queden pactados y fijados en la ley de precios”.

Aplicado a nuestro país, eso “podría permitir que en autonomías con niveles de ingresos per cápita tan diversos como en España, se jugara con precios que fueran favorablemente percibidos”. De todas formas, prosigue nuestro interlocutor, los datos siguen siendo contradictorios y requerirían del establecimiento de un grupo de trabajo específico que valorara lo que está pasando en Alemania, Reino Unido y, como sostiene Manuel Gil, en el resto de países donde la evidencia parece apuntar a que el precio fijo no es garantía alguna de supervivencia.

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Porque, en su opinión y en contra de lo que parecen proclamar algunos, las librerías no están pasando un buen momento, antes al contrario. En ningún país de la Unión Europea. Para afirmarlo, Rodríguez se acoge a lo reflejado en las estadísticas de Eurostat, “el supuesto repunte ocasional de la pandemia, que dudo que se haya producido, no es suficiente para decretar el cese del estado de alarma.”

Manso, por su parte, insiste en la necesidad de seguir respetando la Ley del Libro y defiende que “las nuevas formas del libro y las incorporaciones de otros mercados pueden ser contempladas perfectamente dentro de esta ley. La mayoría de los cambios en la legislación han sido propuestos por aquellos que buscan monopolizar el mercado sin respetar la diversidad de la red de librerías ni los diferentes elementos de la cadena del libro”.

Dice Lang que en 1981 no era evidente; 40 años después, sigue sin serlo.

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