LA PELÍCULA DE LA SEMANA

'John Wick 4', el adiós estirajado y sieso de Keanu Reeves y su saga de los huevos de oro

Una de las imágenes promocionales de 'John Wick 4'.

Antonio Rivera

¿A cuánta gente ha matado ya John Wick? Ahora que la saga del mismo nombre llega a una aparente conclusión con John Wick 4, quizá sea momento de pararse a hacer recuento de cadáveres. Y de paso, poner también a examen la vida cinematográfica de ese inesperado ídolo de masas en que se ha convertido en cuestión de una década el asesino al que da vida Keanu Reeves.

La cuarta película de John Wick abre con unos puñetazos que son auténticas bombas. Los da un Wick ya recuperado del doloroso final de la última entrega de la franquicia, Parabellum, e interrumpen con su estruendo Dolby Atmos un discurso grandilocuente de Bowery King, el personaje de Laurence Fishburne. Lo que dice el maleante afroamericano a nadie le importa; de hecho, toda la escena es una filfa: lo único relevante entre tanta palabra son los golpes. Y esto se aplica al resto de la cinta.

Por eso mismo, hay que estar muy vendido a la saga para no arquear una ceja la primera vez que atropellan a Keanu Reeves. O que lo tiran rodando por más de 200 peldaños de escaleras. O que se espachurra contra el suelo al saltar desde un balcón. Pese a pasarse el prólogo lanzando unos directos que suenan a los tambores y las trompetas del Apocalipsis, John Wick parece ahora más de goma que nunca. Y a la película le pasa igual: no es dura ni blanda, ni graciosa ni seria. Larga sí es, mucho, y también una despedida gris.

El slapstick o comedia física ha estado siempre en el genoma de John Wick. La segunda parte de la saga, Pacto de sangre, identificaba explícitamente en su arranque a Buster Keaton como un referente fundamental de la familia de películas, pero no es difícil ver en ellas la herencia de otros genios del humor de porrazos, del estilo de Chaplin o Harold Lloyd. Cuando el crítico Max Winter lamentó en 2013 que una figura como Lloyd fuera impensable en el mundo moderno, apenas faltaba un año para que ese mundo conociera a John Wick.

Nueve han pasado desde la primera cinta, que ni siquiera llegó a pasar por la cartelera española, hasta esta cuarta parte, anticipada como uno de los estrenos clave de 2023. En ese tiempo, la aparente invulnerabilidad de Wick ha mutado de rasgo coherente con el rudo protagonista a meme con todas las letras. Es lo que eran los gags de la comedia muda: imágenes violentas vaciadas de efecto real y, con ello, de su significado lógico. Estos días, que alguien dispare a bocajarro a Keanu Reeves es como que le tiren una tarta a la cara.

Contradictoriamente, la franquicia ha ido ganando presupuesto, ambición y espectacularidad con cada película, pero perdiendo impacto en la misma medida. Esta última entrega acusa esos males especialmente: a nadie estremecen ya unos cuantos disparos cuando el protagonista viste un tres piezas de kevlar ni le asusta la enésima caída de un Keanu Reeves que rebota como los muñecos, pero mucho menos si esos presuntos golpes de efecto se repiten durante las casi tres horas que dura John Wick 4.

La saga del actor de Matrix se impuso la tarea absurda de entregar siempre una película más grande, más loca y más larga que la anterior. Henos aquí ahora, frente a una lluvia de balas de 169 minutos que ni siquiera la acción bien engrasada a la que acostumbra la franquicia es capaz de sostener. No hablemos, claro, de la trama: para el caso, John Wick 4 bien podría no tener argumento. Basta con los pulsos narrativos justos para introducir nuevos aliados y enemigos, como el que encarna Donnie Yen, icónico sicario ciego, y un más olvidable marqués galo al que da vida Bill Skarsgård. Lo demás es Wick de acá para allá, como un rider de la muerte.

La pared impenetrable que era la John Wick original se le agrieta en esta cuarta película al mismo director que ha filmado toda la saga: el especialista y coreógrafo de acción Chad Stahelski, sustituto post mortem de Brandon Lee en El cuervo (1994) y doble de cuerpo de Keanu Reeves en Matrix. El actor, comprometido con seguir los pasos de Tom Cruise, la estrella de acción madura y temeraria por excelencia, necesita cada vez menos ayuda de los stuntmen: para esta ocasión, por ejemplo, ha aprendido a hacer trompos de 180 grados a la vez que recarga y dispara una pistola. Sin embargo, Keanu y Chad continúan siendo el dúo perfecto en lo de ser unos siesos.

Tras una primera entrega de lo más ceñuda, el humor había ido filtrándose en Pacto de sangre y Parabellum con naturalidad y autoconsciencia. Los propios excesos a los que acostumbra esta saga de los huevos de oro provocaban por sí mismos la carcajada; una hilaridad nacida de la extrañeza, del cansancio y de la poca vergüenza con que han estado escritas siempre estas películas. La eterna pelea de John contra Zero en Parabellum resumía esto a la perfección: imposible aguantar la risa floja al verla alargarse hasta el paroxismo.

Sobre John Wick 4, en cambio, revolotea sin cesar un humor pagado de sí mismo, con raíz en ese sarcasmo pasado de vueltas que es el signo de los tiempos y de efectos mucho más previsibles. Nada resiste inmaculado tanto tiempo: en la última entrega de la saga ya hay gags internos, guiños y chistes que solo funcionan como referencia a otros chistes previos. La esclerotización de las franquicias cinematográficas de hoy, por lo visto incapaces de hacer reír sin la red de seguridad de esa complicidad previa, ha alcanzado a estas películas en su último empujón. Por los pelos.

Lo que sí se les sigue dando de perlas a Stahelski y Keanu es la acción. Al primero, rodarla, y al segundo, interpretarla. La pareja echa el resto en esta cuarta película, actualizando el menú de set pieces habituales de las cintas de John Wick con planteamientos maximalistas, ejecuciones delirantes y una última vuelta de tuerca a la gira mundial que se inició en la primera secuela. Esta vez, Nueva York, Berlín, Osaka y París son escenario de auténticas batallas campales donde vuelven a ocupar un lugar privilegiado los perros, en su doble papel de compañeros emocionales y de armas.

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La película finiquita también la construcción de ese mundo de los asesinos tan vital para la identidad de la franquicia John Wick, por lo demás anodina y lánguida. Al final de las casi tres horas, la subcultura de la muerte inventada por sus guionistas —con normas, lugares, moneda, moda y hasta entretenimiento propios— es puesta cara a cara con su creación maestra, un Wick listo para pegar el tiro definitivo.

Si bien el cine de artes marciales ha sido la piedra de toque del universo John Wick hasta el penúltimo momento, su despedida se cifra en clave de western, con un duelo sencillo bajo un par de tímidos rayos de sol. No es un crepúsculo, sino un amanecer que nos recuerda que el capítulo de Keanu Reeves acaba aquí, pero la ficción continuará por otros derroteros en forma de spin-offs.

La franquicia dice adiós habiendo recordado que puede existir un blockbuster adulto y al margen de las grandes marcas registradas, pero también que nunca pasa mucho tiempo antes de que este sucumba a los vicios del cine espectáculo y se estiraje. Si, al final del camino, John Wick ha encontrado lo que llevaba persiguiendo casi diez años, da igual. Tampoco es que las películas se molestaran jamás en detallarlo, sugerirlo o ponerlo siquiera en valor. La historia del asesino se ha ido escribiendo por acumulación, pero ya no quedan más cadáveres que amontonar. Paren el contador.

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