‘H’, una película ouija sobre San Fermín y firme candidata a lo más radical del año

H arranca con una inicial grabada a fuego en la pantalla. Da la sensación de que la forma idónea de empezar a ver la película, que se estrena en cines esta semana, sea mirar fijamente la letra hasta que se quede atascada en el cerebro, igual que en una de esas ilusiones ópticas, y así persista en la pantalla como una presencia etérea pero difícil de borrar. Es el tipo de fantasmagoría con la que batalla su director, empeñado en reconstruir las últimas horas de vida de su tío, muerto en los sanfermines de 1969.

Era el quinto día de fiestas cuando Hilario Pardo Simón fue corneado en el corazón por un toro descolgado nada más comenzar el encierro. Nadie sabía qué hacía allí: sus amigos, que cenaron con él, habían disuelto la reunión en torno a las tres de la madrugada y lo habían dejado frente a su hotel. Sin embargo, nunca subió a la habitación. A las siete de la mañana, con el comienzo de la embestida, murió de forma instantánea por la herida, vestido de azul entre una marea blanca y roja y sin más documentación encima que un llavero con su inicial.

El objetivo que se propone Carlos Pardo Ros, su sobrino, con este sugerente ejercicio fronterizo entre el documental y lo inventado que representa H es reconstruir esas cuatro horas finales de la vida de Hilario en las que nadie supo dónde estuvo ni qué hizo. Según el cineasta, su familia ha fantaseado durante décadas con esa incógnita, contando cada vez un relato distinto. La película es su manera de hacerse una versión propia de la historia para sí.

Con un dispositivo estético abiertamente hostil —llegado un momento, el filme incluso le pregunta indirectamente al espectador si se está aburriendo—, H se toma este reto de espiritismo como un cruce. En él, se trenzan el pasado y el presente, pero también determinadas imágenes con sonidos que no les corresponden y personas que buscan a Hilario durante esa noche vacía con otras que tratan de encontrar al muerto encarnándolo.

Hace años, Pardo Ros escogió a cuatro amigos, los vistió de azul y se fue con ellos a Pamplona para vivir y documentar durante diez noches el delirio de San Fermín. La actriz Itsaso Arana, el trapero Pedro LaDroga y otros dos intérpretes vagan alternativamente entre los botellones de la capital navarra tratando de invocar al fantasma, que, como escenifican los protagonistas, bien pudo haber agotado sus últimas horas bailando y bebiendo en una discoteca abarrotada de turistas curdas.

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Las hipótesis del cineasta se van desmoronando en tiempo real. Así, la película —que, a ojos de los ajenos a la obra de Jonás Trueba o a la música urbana nacional, podría haber pasado hasta entonces por la mera obsesión de un cámara que persigue a cuatro simples desconocidos— se deforma en busca de otras soluciones. Pardo Ros hurga primero en las entrañas de la imagen, intentando encontrar esos rastros de un más allá hecho de ficciones en los elementos más básicos de su composición, como el color, la luz o el movimiento. Por otro lado, la hauntología —la existencia de lo que no está— se apodera de la banda de sonido, atestada de mensajes que nunca se mandaron y reflexiones que no han tenido lugar más que en el perverso mundo imaginario de H.

La aparición concreta de Pedro LaDroga rima con el género electrónico donde se forjó el artista, el vaporwave, por su capacidad para conjurar los espectros del mundo de hoy, más allá del fantasma del desaparecido. A medida que avanza, la cinta va encontrando que del agujero temporal abierto por Pardo Ros no surgen solo impresiones relativas a la tragedia ocurrida en 1969. Al contrario, es el relato incompleto del pasado el que descubre una verdad sobre nuestro presente: que nos impregna desde hace ya más de tres años un vértigo de muerte imposible de expresar.

El cineasta da salida también a esas ansiedades con su película Ouija, brillante incorporación a un cine español rompedor del que hereda las victorias —como esa mención en los créditos a Miguel Ángel Pérez Blanco y su fascinante Europa, prima hermana de H— y las penurias: la película atestigua por enésima vez lo que a este tipo de cine le cuesta hacerse entender con quienes ponen el dinero y encontrar a su público más allá del nicho de los festivales. Con suerte, los espectadores sabrán encontrarla a ella: si no, se estarán perdiendo a una firme candidata a lo más radical del año.

H arranca con una inicial grabada a fuego en la pantalla. Da la sensación de que la forma idónea de empezar a ver la película, que se estrena en cines esta semana, sea mirar fijamente la letra hasta que se quede atascada en el cerebro, igual que en una de esas ilusiones ópticas, y así persista en la pantalla como una presencia etérea pero difícil de borrar. Es el tipo de fantasmagoría con la que batalla su director, empeñado en reconstruir las últimas horas de vida de su tío, muerto en los sanfermines de 1969.

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