La génesis de Sin oxígeno es en sí misma sorprendente al margen de los hechos reales en los que se basa. Porque antes que ser una película, digamos, “narrativa”, los hechos reales susodichos habían sido repasados por el mismo Alex Parkinson que firma como director en un documental de 2019 que también dirigía, Last Breath. Del cine documental pasamos al cine ficcionado, en una jugada que podría remitirnos fácilmente a cuando hace un par de años Ron Howard metió a Viggo Mortensen y Colin Farrell en una cueva inundada de Tailandia —para 13 vidas, cuya apasionante historia real ya había contado un documental anterior, Rescate en las profundidades— o, más aún, a cuando Werner Herzog fichó a Christian Bale para encabezar Rescate al amanecer en 2006.
En este último caso hablábamos de otro cineasta que, como Parkinson, había decidido dramatizar una historia que previamente él mismo había trabajado como documental —la citada Last Breath frente a El pequeño Dieter necesita volar (1997). Con lo que hablamos de cineastas visiblemente enamorados de un acontecimiento, con el que se obsesionan y en el que perciben algo así como definitorio, signo de la irreductibilidad del ser humano. Parkinson, que nunca antes de Sin oxígeno había practicado la ficción, siente en efecto una afinidad muy palpable por lo sucedido en 2012 en el Mar del Norte. Cuando un joven buzo, Chris Lemons, quedó abandonado a su suerte en el fondo acuático, y hasta que le rescataron hubo de estar casi 30 minutos… pues eso, sin oxígeno.
La película correspondiente encuentra a Finn Cole (Peaky Blinders) interpretando a Lemons, mientras que los compañeros con los que descendió a las profundidades y que hicieron cuanto pudieron por rescatarle tienen los rostros de Woody Harrelson y Simu Liu (Barbie). Las intenciones de Parkinson se antojan entonces transparentes: volver a contar la historia utilizando todas las herramientas de las que disponga el cine de mediano presupuesto —en materia de diseño de producción, actores conocidos y guion cuadriculado— para amplificar su caudal emotivo, logrando que los hechos sean aún más inspiradores. Las motivaciones de Howard y Herzog no eran muy distintas, si bien sería conveniente traer otro ejemplo a la palestra para averiguar por qué Sin oxígeno no funciona lo que se dice bien. Por muy honesta que sea la pasión de Parkinson.
Cerca de un lustro después de arrasar en taquilla con Titanic James Cameron estrenó en cines lo que a primera vista parecía su making of. Se titulaba Misterios del Titanic y pretendía retratar con fidelidad los esfuerzos de la comunidad científica por estudiar el transatlántico naufragado. No disimulaba, claro, su conexión con la película ganadora de 11 Oscars, pero la relación que tendía con ella era de lo más sugerente habida la cuenta de que, hasta cierto punto, parecía una secuela de su prólogo con Bill Paxton: ese dedicado propiamente a exploradores obsesionados con el Titanic, cuyos descubrimientos propiciaban el largo flashback con Leonardo DiCaprio y Kate Winslet.
Así que, en el caso de Titanic, hablábamos de un orden inverso al de Last Breath y Sin oxígeno —primero cine narrativo, luego documental—, al tiempo que de un fogoso entendimiento de qué podía hacer la narración hollywoodiense a partir de un registro más o menos puro de la realidad. Porque aquellos restos submarinos habían exaltado la imaginación de Cameron, qué duda cabía, y antes de hacerles justicia testimonial quiso aprovechar su impulso para tejer una infartante epopeya. Expandiendo las imágenes registradas en direcciones cautivadoras y espectaculares.
Siendo justos con Sin oxígeno, desde luego que Parkinson no aspira a ser Cameron. Solo busca ser fiel a la realidad, reduciendo la imaginación a la dosis necesaria para reimaginar a esas personas como estrellas de Hollywood (o casi) e intensificar el vigor escénico de lo que les sucedió. Pero es oportuno acordarse del binomio Misterios del Titanic/Titanic por cuánto se percibe en el trabajo de Parkinson una suerte de anomia cinematográfica: desde ese prólogo en el que Lemons le describe a su pareja los peligros de su trabajo —siendo expositivo de una forma en absoluto orgánica para empezar a creernos la acción—, queda claro que el director carece del control sobre los mecanismos que podrían hacer que la experiencia de este buzo prosperara como escritura dramatizada.
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Las señas de esta anomia se vislumbran en varios ámbitos. Mientras que los pasajes submarinos están bien resueltos —aquí la fascinación de Parkinson está encauzada como debe, y depara instantáneas donde la oscura inmensidad del océano agobia e intimida—, no se puede decir lo mismo de las interacciones a cubierto de los protagonistas. Al margen de la pobre puesta en escena que recorre estos espacios, el guion levantado para la ocasión es incapaz de caracterizar bien a los buzos, sino es con una serie de vaguezas y efectismos que, en lugar de ser funcionales, no hacen sino alejar del interés del espectador unas andanzas objetivamente interesantes.
Ocurre, de hecho, que los minutos dedicados al rescate de Lemons son adecuadamente tensos, pero más por lo que cuenta en sí mismo —a quién no le va a agobiar pensar en un hombre aguantando la respiración durante una cantidad tan demencial de tiempo—, que por su laboriosa presentación en pantalla. Aún así, y acaso espoleado por el temor de que los hechos desnudos no sean suficientes, Parkinson insiste en tirar de la plantilla hollywoodiense para subir el volumen de la música de forma ensordecedora y ridícula, forzando una conexión emocional que no ha dejado de resentirse durante los minutos previos, hasta casi evaporarse.
Sin oxígeno es una película rutinaria y muy mediocre, incapaz de contagiar el interés que tienen los responsables por los hechos narrados. La sombra del telefilm lo rodea todo ominosamente, y va agravándose según llegados los minutos finales Parkinson desvela qué lectura del acontecimiento le conmueve más. Entonces descubrimos que la supervivencia de Lemons le asombra en tanto a milagro: algo inexplicable, mágico, que sucedió en las profundidades del mundo y de lo que no hay explicación racional alguna. Es cuando más triste resulta que no se hayan aprovechado las particularidades de la ficción para hacernos llegar este sentido de la maravilla.
La génesis de Sin oxígeno es en sí misma sorprendente al margen de los hechos reales en los que se basa. Porque antes que ser una película, digamos, “narrativa”, los hechos reales susodichos habían sido repasados por el mismo Alex Parkinson que firma como director en un documental de 2019 que también dirigía, Last Breath. Del cine documental pasamos al cine ficcionado, en una jugada que podría remitirnos fácilmente a cuando hace un par de años Ron Howard metió a Viggo Mortensen y Colin Farrell en una cueva inundada de Tailandia —para 13 vidas, cuya apasionante historia real ya había contado un documental anterior, Rescate en las profundidades— o, más aún, a cuando Werner Herzog fichó a Christian Bale para encabezar Rescate al amanecer en 2006.