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'Robot Dreams' es bonita, cálida y un paso atrás para una voz imprescindible de nuestro cine

Fotograma de 'Robot Dreams'.

Las Torres Gemelas son ostentosamente visibles en el skyline de Robot Dreams. No solo es que la cuarta película de Pablo Berger tenga Nueva York como escenario: es que es el Nueva York de los años 80, permitiendo que la canción September de Earth, Wind & Fire impulse la relación de dos amigos (¿dos amantes?). Así lo dispuso Sara Varon cuando escribió la novela gráfica en la que se basa Robot Dreams allá por 2007, inspirándose en su perro fallecido para tejer una conmovedora historia de amistad y desencuentro. Berger leyó el cómic hará unos 13 años, y de cara a convertirlo en una película echó mano de sus propios recuerdos. Durante los años 90 vivió en la Gran Manzana. Ahí, de hecho, conoció a su pareja.

La biografía justifica el encaje de una película como Robot Dreams en una filmografía donde, a priori, no puede parecer más chocante. El motivo no es que Berger nunca haya dirigido animación antes, pues su meditado estilo visual le hace figurar sin disonancias en un grupo que incluye a gente como Wes Anderson, Gore Verbinski o Javier Fesser: cineastas de propuestas tan particulares y controladas que hallan plena comodidad en el medio animado. Verger estaba sobradamente capacitado para cambiar de registro, y las imágenes de Robot Dreams lo demuestran. La cuestión es que volviendo al paisaje neoyorquino le está dando la espalda a una faceta que iba siendo clave en su escueta filmografía, como es la españolidad.

La españolidad no entendida como fetiche cañí o salvoconducto ideológico —como podría operar en las ficciones conservadoras de Santiago Segura o Pérez-Reverte—, sino en tanto a generoso lecho iconográfico. Uno con el que jugar para combinarlo con otras expresiones culturales y posibilitar hallazgos cuyo alcance la industria española no llegue nunca a atisbar del todo aunque sí sepa recompensar cuando toca, caso de los 10 Goyas de Blancanieves. Entre esta película muda que combinaba los hermanos Grimm con los toros, el recuerdo de cómo un país se vendió y autoexplotó (Torremolinos 73), y el posthumor licuado por la histeria y el surrealismo de Abracadabra, Berger ha ido siempre sorprendiendo a cada paso.

Quizá sea injusto partir con estos precedentes a la hora de valorar Robot Dreams: adaptación a fin de cuentas fiel y meticulosa de una obra ajena que se ha logrado interiorizar satisfactoriamente. Pero un problema básico que tiene la película es que, cambiando el paisaje español por EE.UU., Berger ha terminado recalando en un lugar inexistente. Es decir. Todos sabemos cómo es Nueva York. Estamos familiarizados con su geografía. Pero precisamente porque está tan sobada no es suficiente que Robot Dreams se empeñe en dibujarla como “un personaje más” —otra cantinela sobada a más no poder—, con sumirse en un éxtasis de detalles y guiños recargando cada plano. Porque, recurriendo a ella para engarzar una historia con visos de eterna, gana fuerza la impresión de que esto no está pasando en ningún lado. De que Robot Dreams no resuena con nada que reconozcamos.

Y de esto tiene culpa la historia también. Robot Dreams rechaza que su trama sea mancillada por cualquier mínimo malestar que nos mueva a pensar en tensiones materiales. El que al principio de la película Dog compre a Robot y lo monte en casa haciéndose partícipe de una dinámica que recuerda a las transacciones de IKEA —con todos los matices que eso incorporaría a la posterior relación de los protagonistas— resulta un espejismo: en la siguiente hora y media todo lo que le ocurra a Dog y Robot será inofensivo, blanco, inane. Los únicos sobresaltos provendrán de fugas oníricas cuando ROBOT quede atrapado en una playa, separado de su amigo. Pues DOG es su amigo, no su dueño ni su usuario como habría planteado otra película más interesada en lo que hay más allá de sus márgenes.

Robot Dreams quiere que nos emocionemos. Que pensemos en nuestras mascotas, en nuestras amistades o en nuestras parejas. Eso es elección nuestra, pero lo que no debería ser una elección en ningún caso —pretende Berger— es dejarnos conmover, llorar y reír con las andanzas de estos personajes. No es que la película fracase en este terreno. La decisión de prescindir de diálogos —remitiendo a Blancanievesfavorece que las acciones tengan más peso, y sean guiadas por impactos estéticos antes que por palabras.

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Los segmentos que mejor rinden en este ámbito son los montajes musicales —que al director siempre se le han dado espléndidamente— y los que se aprovechan de las particularidades anatómicas de Robot, en tanto a personaje mutante y polivalente siempre al servicio de lo que los personajes puedan sacar de él. Lo que nos llevaría por otra parte a un terreno peliagudo sobre la idea que quieren los responsables que nos hagamos de las relaciones y afectos a partir de su viaje, pero como Robot Dreams no quiere preguntárselo habrá que pasarlo por alto. El retrato de la soledad de Dog también está muy logrado, y elementos como la dependencia del microondas para cocinar o su descubrimiento del ghosting proyectan a la película, puntualmente, a lugares ajenos a la satisfacción controlada y fugaz.

La película no está mal. Su look de línea clara es sólido, su poco original retrato de un mundo de animales antropomórficos cumple. Y a veces brinda estampas de cierto caudal poético, sobreponiéndose al desinterés del equipo por construir el espacio urbano en relación a quienes lo pueblan. Además es un trabajo muy digno en un momento dulce para la animación europea —incluso concretando al ámbito español, pero comparar Robot Dreams con el trabajo de Alberto Vázquez sería muy ingrato—, cuya confianza en la universalidad y el tradicional 2D viene de perlas para combatir lo que viene de la norma estadounidense. 

Pero, como película de Pablo Berger, es simplemente decepcionante. Se antoja una suerte de limbo desproblematizado en el que se ha querido meter, dándole la espalda a todo lo que parecía interesarle. Es aséptica y sin ambiciones, tan cómoda con saberse bonita y cuqui que en ocasiones puede llegar a irritar, y a que acto seguido te sientas mala persona por irritarte con este perrito y este robotito. Tal es la jugada, y eso no está lo que se dice bien.

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