MEDIO SIGLO DE CINE MUSICAL
Este artículo pertenece a la serie Medio siglo de cine musical, en la que Alberto Corona hace un repaso histórico del género con multitud de títulos. Otras entregas:
Durante el verano de 1975, hace 50 años, el bombazo de Tiburón no fue el mayor agravio comparativo con el que lidiaron los impulsores de The Rocky Horror Picture Show en su fracaso inicial. Pues ciñéndonos al contexto británico, y teniendo en común su adscripción al musical, estaba el precedente de Tommy. La película que adaptaba la ópera rock de los Who se había estrenado unos pocos meses antes que The Rocky Horror Picture Show, y cualquier duda por si el proyecto apelaba a un público demasiado de nicho quedó despejada con una potente recaudación. Daba igual que el film fuera totalmente psicodélico y tan anárquico o más que el musical de Richard O’Brien: el reparto estaba poblado de estrellas y, lo que es más importante, el público conocía las canciones.
El disco original se había publicado en 1969. El productor Robert Stigwood veía espacio en la cartelera para una adaptación literal de las neuras de Pete Townshend (compositor principal de los Who), en vista sobre todo de cómo había calado Yellow Submarine. Esta película basada en la música de los Beatles le había tomado el pulso a la contracultura desde la animación experimental, así que, ¿por qué no llevar Tommy al cine? La decisión de recurrir asimismo a estrellas invitadas como Elton John o Tina Turner validó la apuesta. Y Tommy —un musical ajeno al teatro, y en general a cualquier lógica del cine musical— funcionó, con lo que la industria debía tomar nota.
Buena parte del crédito era de Stigwood. Su intuición iba a cambiar dramáticamente el género en la segunda mitad de los 70, pues pronto comprendería que el mayor valedor de esta forma de espectáculo era una industria que la respaldara alternando diversas áreas de mercado. Esto es: los sellos discográficos, la televisión, o el puro y duro star system que le hubiera podido dar un espaldarazo decisivo a Tommy. Ante la acometida de influencias tan diversas el musical no tardaría en perder su identidad, y así es como se terminó pareciendo más a un programa de variedades.
En este nuevo musical los números pasaban a ser videoclips salteando la trama: una suerte de paréntesis que podía servir sobre todo para vender discos. Stigwood también intuyó eso. Él estuvo detrás de Fiebre del sábado noche promocionando la música de los Bee Gees entre medias de aquel drama social protagonizado por John Travolta previo a Grease (musical que también produjo Stigwood). Todo lo cual allanó el camino para que el género contrajera matrimonio puntualmente con Saturday Night Live. Y tenía toda la lógica del mundo, pues al fin y al cabo en eso se había convertido el número musical: en una de las partes de un programa late night cualquiera.
De Saturday Night Fever a Saturday Night Live
Las emisiones de Saturday Night Live dieron comienzo en 1975. Es decir, que tiene más o menos la misma edad que Tiburón y que el blockbuster de Hollywood en general. Una coincidencia encantadora por cuanto ambos fenómenos son parte central de la cultura popular estadounidense… aunque por lo general hayan querido mantener las distancias. Es decir, desde luego que el SNL ha inspirado el desarrollo de varias películas —incluido una que recrea la emisión del primer programa de todos, Saturday Night, estrenada en 2024—, pero lo más cerca que ha estado de alumbrar un film de presupuesto masivo ha sido Granujas a todo ritmo. El cual, al estrenarse en 1980, absorbió todas las mutaciones que estaba atravesando el cine musical y las convirtió en una brújula de éxito.
Granujas a todo ritmo nació como un sketch recurrente del programa, a través de los personajes ficticios de Jake y Elwood Blues: los Blues Brothers, ideados por Dan Aykroyd para que les pusieran rostro él y su amigo John Belushi. Este último se había convertido en una estrella gracias al estreno de Desmadre a la americana en el verano del 78, con lo que una vez los Blues Brothers alcanzaron cierta notoriedad como banda ficticia tuvo lugar una pequeña deserción. Aykroyd y Belushi se desvincularon de SNL, grabaron un disco de versiones de temas clásicos de blues firmando como los Blues Brothers, y lograron la complicidad de John Landis (director de Desmadre a la americana) para poner en pie una película de ambición desmedida. Y, sobre todo, absurda.
Porque Granujas a todo ritmo, aparte de alargar un sketch televisivo hasta las dos horas y media de duración, quería rendir homenaje al blues norteamericano. No era exactamente un movimiento novedoso pues dos años antes la mismísima Motown había apadrinado la realización de una versión musical de El mago de Oz en clave afroamericana —contando con Diana Ross y Michael Jackson en el papel de Dorothy y el Espantapájaros—, aunque igualmente el proyecto atrajo los titulares por el presupuesto que requería y la reunión de leyendas del r&b que decidió convocar. Aykroyd y Belushi se rodearon de James Brown, Aretha Franklin, Cab Calloway o Ray Charles, ofreciéndoles interpretar a todos ellos algunas de sus canciones más conocidas.
Lo que destacaba entonces de Granujas a todo ritmo —aparte de las larguísimas persecuciones, que seguramente costaron más dinero que el acopio de todo este nombrerío— era la estrafalaria gramática que convocaba. Siendo números apasionantes y en la mejor tradición de Broadway —Aretha Franklin interpretando Respect—, la película de Landis se revelaba como un híbrido histérico donde el humor SNL ensamblaba un caudal de referencias abiertamente televisivas, asumiendo con alegría el derrumbe de fronteras entre medios. Una secuencia especialmente memorable, por ejemplo, encontraba a la banda de los Blues Brothers pasando de un tema blues a la metódica interpretación de Rawhide: el tema principal de la serie de televisión homónima.
Como además Granujas a todo ritmo recuperó su inversión, esta forma sacrílega de entender el cine musical pudo consolidarse. Fue muy conveniente para ello, además, que muy poco después de su estreno fuera inaugurada la MTV: un canal específicamente dedicado a los videoclips.
Con el videoclip hemos topado
El impulso que The Rocky Horror Picture Show hubiera podido darle —siquiera subterráneamente— al musical de los 70 no duró mucho. La década sucesiva de los 80, en fin, se desvela como un gran páramo, y es fácil culpar al reinado del videoclip que instauró MTV con Granujas a todo ritmo como burlona vanguardia. El alejamiento de una narración tipo Broadway coincidió con el refuerzo del soundtrack como estrategia de marketing, sin que pudiéramos descartar del todo a los discípulos de los Who de esta tendencia. Porque, tras los éxitos de Tommy y Quadrophenia, los primeros 80 siguieron lidiando con álbumes convertidos en películas.
Algunas tan excelsas como The Wall, de Alan Parker —el mismo británico que había sorprendido al público estadounidense con Bugsy Malone, nieto de Al Capone a la estela de Rocky Horror—, y otras más discretas como Purple Rain, de Albert Magnoli, dedicadas respectivamente al trabajo discográfico de Pink Floyd y Prince. Exceptuando estos eventos, más anclados en las inercias de los 70 que en el nuevo paradigma de videoclip televisivo, lo que abundaron en los 80 fueron las películas capaces de meter canciones en las listas de éxitos simplemente por haber modulado cierta secuencia climática según su ritmo, previa alianza con un productor o un sello discográfico.
Es otra forma de expresar que dichas películas detenían brevemente su trama en función al inserto de algún vistoso videoclip. La jugada de Fiebre del sábado noche fue imitada en Flashdance para que Giorgio Moroder, dentro de la banda sonora que estaba desarrollando, incluyera temas tan icónicos como Maniac y What a feeling. Uno sonaba durante el entrenamiento de la bailarina protagonista, Jennifer Beals, el otro durante su prueba final. Se repetirían escenarios parecidos en Footloose o Dirty Dancing, aquí con The Time of my Life llegando a los Oscar.
El legado de Granujas a todo ritmo se traduce ante todo en el cuño de la comedia musical
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Puede que a los Blues Brothers esto no les hubiera gustado demasiado. Su amor por el blues clásico había dado paso a una voracidad comercial donde las bandas sonoras se diseñaban con las listas de éxitos en mente y fichando a múltiples estrellas efímeras para interpretarlas (Kenny Loggins estuvo de lo más ocupado esos años). Unido al fallecimiento prematuro de John Belushi en el 82, el ímpetu hedonista de Granujas a todo ritmo quedaba en suspenso, y superado totalmente por la época no volvería a remontar hasta muchos años después. No se puede decir sin embargo que Blues Brothers 2000, la tardía secuela de Granujas a todo ritmo, lograra volver a contagiarnos la alegría desenfrenada de la película original. Pero al menos vino acompañada de cierto movimiento.
Y es que, por encima de su afinidad con el floreciente mestizaje de la industria cultural —un escenario donde cualquier forma artística comercializable puede lucrarse a partir de su relación con otra—, el legado de Granujas a todo ritmo se traduce ante todo en el cuño de la comedia musical. Una etiqueta de lo más porosa pero extremadamente libre, moldeable y grata de experimentar, que cercana al estreno de Blues Brothers 2000 en 1998 se pudo concretar en un film tan idiosincrático a su modo como South Park: Más grande, más largo y sin cortes. La adaptación al cine de una serie de animación, que en lugar de limitarse a alargar la historia de cualquier episodio se propuso parodiar los musicales animados con los que Disney venía triunfando durante la década.
El influjo de la comedia musical según los Blues Brothers llega más lejos, hasta el verano de 2023 por lo menos. Fue cuando se estrenó una comedia de producción elaboradísima cuyo ritmo era el mismo que el de un sketch de Saturday Night Live —priorizando el gag antes que la narrativa o el discurso coherente—, alternando números musicales y presumiendo de un soundtrack donde encontrábamos a celebérrimas estrellas pop como Billie Eilish, Dua Lipa o Charli XCX. Su título era Barbie. A lo mejor os suena.
Durante el verano de 1975, hace 50 años, el bombazo de Tiburón no fue el mayor agravio comparativo con el que lidiaron los impulsores de The Rocky Horror Picture Show en su fracaso inicial. Pues ciñéndonos al contexto británico, y teniendo en común su adscripción al musical, estaba el precedente de Tommy. La película que adaptaba la ópera rock de los Who se había estrenado unos pocos meses antes que The Rocky Horror Picture Show, y cualquier duda por si el proyecto apelaba a un público demasiado de nicho quedó despejada con una potente recaudación. Daba igual que el film fuera totalmente psicodélico y tan anárquico o más que el musical de Richard O’Brien: el reparto estaba poblado de estrellas y, lo que es más importante, el público conocía las canciones.
Este artículo pertenece a la serie Medio siglo de cine musical, en la que Alberto Corona hace un repaso histórico del género con multitud de títulos. Otras entregas: