'Mi vacío y yo': el reflejo cotidiano y humanizador de una persona trans

Fotograma de la película 'Mi vacío y yo'.

Las personas trans están hartas de que sus cuerpos sean objeto de debate nacional. La ley impulsada por el Ministerio de Igualdad y el avance del feminismo transexcluyente en la esfera pública internacional han dado más visibilidad a esta letra del colectivo LGTBIQ+, no está claro si con más consecuencias beneficiosas o perjudiciales en sus vidas. Mientras tanto, la experiencia trans sigue siendo un misterio que suele provocar curiosidad (ya sea sana o más bien morbosa) en esa parte mayoritaria de la sociedad que permanece ajena al colectivo.

El cine puede ayudar a saciar esa curiosidad. Dejando atrás las representaciones paródicas, inconscientes y estigmatizadoras, e incluso el uso fetichista y superficial que Almodóvar siempre ha dado a personajes de este tipo en sus películas, en los últimos años ha habido una entendible eclosión de historias de lo trans en la pantalla. Destacan películas comerciales como La chica danesa, cintas europeas y/o de autor como Girl, Una mujer fantástica y Tangerine, y series como Pose o la española Veneno.

Lo que diferencia a Mi vacío y yo de todos esos títulos es que el acercamiento de Adrián Silvestre reniega de todo artificio y huye de cualquier filtro que no sea el de la subjetividad de su protagonista. La experiencia de Raphi es un trasunto de la de Raphaëlle Pérez, protagonista y co-guionista de la película junto a Silvestre y Carlos Marqués-Marcet (Los días que vendrán, 10.000 km). Su historia es la de una chica cualquiera de unos 18 años que comienza un viaje de metamorfosis y autoconocimiento, y la película lo muestra con toda su cotidianeidad y naturalidad. Un largo viaje sin destino determinado, con sus obstáculos, sus desvíos, sus caminos sin salida y sus vueltas en círculo.

Silvestre lo rueda con la sencillez narrativa y la desnudez estilística con las que afrontó su anterior cinta, Sedimentos. Aunque su segundo largometraje se adscribía de forma más ceñida al género documental (en un momento en el que no sabemos muy bien cuáles son sus límites, gracias a ejemplos brillantes como El año del descubrimiento, My Mexican Bretzel o El agente topo), Mi vacío y yo puede considerarse una especie de secuela dentro de la (auto)ficción. Ambas películas comparten temas y preguntas, y en su intento por decidir si quiere someterse a una operación de reasignación de sexo, Raphi acaba involucrada con la asociación trans I-vaginarium, lo que introduce a muchos de los personajes de Sedimentos en esta.

No quedan días de verano

No quedan días de verano

El parentesco de las dos películas invita a compararlas, lucha en la que Mi vacío y yo sale perdiendo. En su anterior película, una especie de revisión contemporánea de Vestida de azul, Silvestre hacía una propuesta mucho más viva y poliédrica, introducía ese cuerpo trans (transgénero, transgresor) en lo rural y daba voz a numerosas contradicciones y desencuentros dentro del colectivo.

El nuevo enfoque es más tradicional y uniforme, menos expansivo. También, en consecuencia, más claro y centrado. Al seguir de cerca la evolución de Raphi a lo largo del tiempo podemos prestar más atención a sus dudas, sus miedos, escuchar atentamente el torbellino de una intimidad cambiante, que a veces huye de sí misma y otras se busca desesperada. La película no huye de lo feo (la exploración sexual divergente con compañeros cis heterosexuales normativos, con el peligro, físico y emocional, que eso conlleva) ni evita lo bonito (las redes de apoyo entre iguales, las oportunidades y el privilegio de una chica de clase media que vive en el centro de Barcelona). Si de algo sirve Mi vacío y yo es para mostrarnos un primer plano de una de las muchas personas reales que están detrás de la imagen deformada y deshumanizada que proyecta el debate público en torno a una ley tan mentada como malentendida. Esta es una película sobre una mujer mirándose en el espejo, y Silvestre consigue que veamos el reflejo tal y como es. Sin desfiguraciones, sin estilizaciones épicas y míticas como la de los Javis ni extremos trágicos como Girl de Lukas Dhont. No es que sea una propuesta mejor o peor, simplemente es más realista, funcional y humana que espectacular.

El ejemplo de Raphi ilustra lo agotadora, confusa y dolorosa que puede ser la transición de una persona, incluso teniendo casi todo a su favor (apoyo familiar, procedimientos públicos, un contexto de libertad). Y eso mientras intenta dibujar su imagen definitiva, quimera universal que sufre toda persona joven, cis o no. Es normal que las personas trans estén hartas. En los últimos años han aparecido en los medios algunas voces que reclaman su derecho a no tener que explicar su realidad a un público ineducado en cuestiones trans. “No tienes derecho a saber”, dice la cantante Tami T. “Iluminarte no es nuestra obligación”. Más elocuente fue Kimmy Couture, concursante trans del programa de drag queens Canada Drag Race: “No vine a este mundo para educar a la gente. Solo quiero disfrutar de mi puto cóctel, tía”. Para los que tengan dudas, Mi vacío y yo.

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