Entretejiendo su experiencia personal con testimonios diversos, Ellen Atlanta expone los efectos devastadores que una cultura obsesionada con la imagen están teniendo en la salud mental de las mujeres.
Diva virtual se convierte así en un relato revelador que interpela a una generación atrapada entre la proyección idealizada de los cuerpos en el entorno digital y la búsqueda de la perfección estética en el mundo analógico.
Este ensayo llegará a las librerías españolas el próximo 24 de septiembre de la mano de la editorial Deusto, pero en infoLibre adelantamos ya un fragmento en exclusiva para nuestros lectores.
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He aquí mis confesiones:
No soy una bellísima persona. Pienso constantemente en mi cuerpo y en mi aspecto, y, cuando me veo reflejada en el espejo, cojo un cuchillo y empiezo a diseccionar mis rasgos uno por uno.
A veces me olvido de comer y me he inculcado que debo disfrutar la sensación de tener hambre. Estoy famélica. Me siento culpable. Quiero que mi cuerpo se consuma a sí mismo.
Desde que iba al instituto, llevo un registro de mi peso, en sentido literal y de forma inconsciente. No tengo ni idea de cómo es mi cuerpo, aunque lo veo todos los días. Al parecer, soy incapaz de tener una imagen clara de su aspecto pese a que evalúo cada detalle, pliegue y arruga que lo forman. Y sé que es así por la desconexión que hay entre la manera en que la gente habla de mi físico y mi percepción de este.
Al menos tengo la lucidez mental suficiente para darme cuenta de que es imposible que todo el mundo esté equivocado y yo sea la única a quien le funcionan los ojos. Nunca me han diagnosticado dismorfia corporal —de la misma forma que nunca me han diagnosticado un trastorno alimentario—; pero, como muchas otras mujeres, me encuentro en la periferia de la categorización. En ese límite difuso, previo a la necesidad de intervenir.
Quiero dejar de meterme en las redes sociales, aunque soy incapaz de soltar el móvil. Sé que lo utilizo para escapar de la realidad. Elimino las aplicaciones; pero, cuando quiero darme cuenta, despierto de un sueño confuso y me encuentro deslizando las pantallas de inicio, buscando algo que ya no está. Mi pulgar se mueve con autonomía mientras mi cerebro intenta seguirle el ritmo a un cuerpo que, por lo visto, ya no controla.
Tenía dieciséis años cuando empecé a decapitarme en Instagram. A cortarme la cabeza para que no saliera en las fotos. Por aquel entonces, tenía un pie dentro y otro fuera de ese mundo, pero no era yo misma en ninguno de los dos lados. Mi madre no entendía por qué no sonreía en las fotos. Por qué ocultaba esa carita tan encantadora. Yo no entendía por qué ella no se daba cuenta de que ese espacio estaba pensado para trocear, para construir un feed con los mejores pedacitos de uno mismo. Era mi vida en 280 caracteres o 1080 píxeles cuadrados. ¿Cómo podía esperar que me mostrara completa?
A veces reviso mis fotos y amplío la imagen al máximo. Las amplío más y más hasta que lo único que veo es un degradado de matices. Entonces empiezo a esculpir. Voy limando los píxeles hasta que, al alejarme, me gusta lo que veo. Así es como quiero que me perciban. Publico la foto y recibo un caluroso aplauso.
Pienso en ponerme relleno en los labios casi a diario. Y, si no es en los labios, es en los pómulos, la barbilla, la mandíbula u otras partes de la cara que aún no me he dado cuenta de que están mal. Sé que a mi cara le falla algo, pero no consigo precisar qué es. He concertado varias citas para que un cirujano plástico me despeje las dudas, pero nunca he sido capaz de ir a la consulta. La gente me hace cumplidos y yo no me los creo.
En 2019, antes de una noche de chicas, me compré un top porque quería sentirme sexy. Nunca enseño mucho las tetas, a pesar de que son lo que más me gusta de mi cuerpo. Me siento superficial siempre que lo digo, pero es la verdad. El top era de manga larga y escotado. Me pareció el equilibrio ideal de carne a la vista (paso una cantidad de tiempo considerable pensando en cuánto debo enseñar). Me hice algunos selfis en el espejo y los subí a stories. El veredicto no se hizo esperar: fueguitos, caritas con corazones en los ojos y signos de exclamación me dieron el empujón que necesitaba para salir por la puerta de casa.
Fuera, hacía una cálida noche de primavera en la que el crepúsculo iba camino de convertirse en atardecer. Con cada paso que me alejaba de la puerta, con cada par de ojos que se posaban en mi piel, sentía que me arrancaban una capa de células. Mis partículas se desprendían con cada mirada que subía y bajaba por mi cuerpo. Me puse el abrigo, me abroché los botones, uno a uno, sobre la parte del pecho y no me lo quité en toda la noche. Me pasé todo el trayecto en tren, tanto de ida como de vuelta, sudando. Mi top nuevo permaneció oculto y acabó empapado. Me sujeté las solapas del abrigo hasta que se me pusieron los nudillos blancos.
Cuando publico algo en internet, cierro todas las aplicaciones y tiro el móvil al otro lado de la habitación. Grito. Después me levanto y voy a buscarlo para poder actualizar la página. Borro y vuelvo a publicar, elimino y retoco. Actualizo. Escondo los «me gusta». Vuelvo a actualizar. Una vez, una amiga subió una foto mía sonriendo a su cuenta de Instagram, la séptima de un carrusel. La odié tanto que me pasé una hora llorando.
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Un cirujano plástico me dijo una vez —sin que nadie le hubiera preguntado— que tenía los labios bonitos —lo cual me pareció bien—, pero que a mis pómulos les faltaba definición —nunca antes me había parado a pensar en los pómulos—. Desde ese día, no he parado de pensar en ellos. A menudo siento que no tiene sentido vivir si no es con la combinación adecuada de cosas. El brillo de labios justo, el peinado ideal, las deportivas adecuadas o la cantidad de maquillaje correcta; ni mucho ni poco. Cuando entro en una habitación llena de gente, me siento la suma de mis atributos.
Finjo que no quiero destacar, pero es en vano, y regirse por la percepción de los demás es como bajar al infierno; una necesidad que surge de nuestras carencias, de un vacío que ansiamos llenar. Lucho por que se me perciba de la forma que deseo, por ser bella y excepcional y radiante y perfecta, cueste lo que cueste.
Cada vez estoy menos segura de lo que significa ser real. Veo en internet las comparaciones entre el verdadero aspecto de la gente y lo que quieren que veamos. La diferencia es inmensa. Sé que esas imágenes no son reales y, sin embargo, conforman el trasfondo de mi realidad. Cuerpos que cambian y fluctúan transformados en moldes con bordes afilados. No obstante, en este mundo digital, todo es bonito y el dolor no existe.
Entretejiendo su experiencia personal con testimonios diversos, Ellen Atlanta expone los efectos devastadores que una cultura obsesionada con la imagen están teniendo en la salud mental de las mujeres.