Un amor incurable, la danza eterna de Ada D'Adamo

Como de aire 

Ada D'Adamo

Editorial Lumen (2024) 

"Este libro es la historia real de Daria y mía". La calma del preámbulo, situarnos. Luego, la atmósfera de un aviso. "Eres Daria. D’aria, de aire. El apóstrofo te transforma en sustancia leve e impalpable. En tu nombre hay un destino que no te hace terrenal". Un toque de evanescencia. Enseguida se desvanece esta niebla. Nos abraza una oscuridad acre. Brea en los ojos y en los labios. Y una pizca de miel en el alma para sobrellevar este tránsito nómada por lo descarnado.

Ada D'Adamo dirige Como de aire a su "maravillosa hija imperfecta", Daria. Etérea, nunca la leerá. Padece "agenesia de cuerpo calloso", holoprosencefalia, carece del tejido que conecta los dos hemisferios cerebrales porque solo tiene uno. Brújula sin direcciones cardinales. Una parálisis vitalicia. Apenas ve, las palabras escapan a su comprensión, imposible caminar. "Tú no conoces el esplendor cotidiano de estar de pie". Una minusvalía que encadena a Ada. "Cuando tienes un hijo discapacitado… te conviertes en sus manos y sus ojos, en sus piernas y su boca. Ocupas el lugar de su cerebro… Acabas siendo una discapacitada por poderes".

"La vida cambia en un instante" (Ada recurre a Joan Didion, a El año del pensamiento mágico, donde narra la muerte súbita de su marido. En Noches azules relata la de su hija). La vida pende de un diagnóstico o de su ausencia. Quien escribe la espinosa carta Como de aire no eludió ningún control. Las pruebas prolijas durante los embarazos en sociedades hiperdesarroladas, como la italiana: análisis de sangre periódicos, amniocentesis, ecografía morfológica… "Todo resultó normal". Una normalidad irreal y negligente. El embrión de indecisiones por desconocimiento. La gravidez aparejada de una gravedad extrema. No la detectaron. Ada "adora" a Daria, pero "si hubiera podido elegir, me habría inclinado por el aborto terapéutico… Yo hubiera preferido no cargar la cruz a mi espalda, no había elegido la virtud". Una opción cegada por la ignorancia, test desérticos, "fallidos": propiciaron una vida, desbarataron dos vidas. ¿Las condenaron? En febrero de 2008, envió una misiva al periódico La Repubblica en defensa de la interrupción voluntaria del embarazo en acontecimientos como el suyo. No le importaba sumarse al "bando de las consideradas egoístas, infames, homicidas". "Sonó intolerable", concluye. Recluida en sus circunstancias, se ensimismó. 

Daria nació el veintisiete de noviembre de 2005. Hoy es mayor de edad biológica. Al poco del parto, los primeros exámenes anunciaron las cotidianas tormentas de hielo y arena que sacudirían su muchedumbre de instantes. Lo imprevisto por carecer de pronóstico. "Toda enfermedad rompe un equilibrio". Ada llamó a su ginecólogo, quien la había seguido durante la gestación, quien no intuyó anomalía alguna. Más que explicaciones, le pidió que consultara a especialistas sobre los primeros dictámenes. Llegó el silencio: "no me telefoneó, ni ese día ni nunca". Lo denomina "la gran fuga". A ese médico, le siguieron las madres compañeras de preparto, con recién nacidos sin problemas: giraban la cara a su paso. Incluso en el hospital las instalaron en una zona apartada de los bebés: "te habían rebajado de categoría, y a mí contigo". Losas de sufrimiento sobre el dolor. Obligados a cavar una trinchera, a ser islas,  "definitivamente solos". Ada resalta que el padre de Daria, Alfredo (recogió desconsolado el premio Strega en julio de 2023) "fue el primero, antes que yo, en acogerte con un amor incondicional". Construyeron un mundo propio, mínimo, "un salto en la oscuridad". "Cerramos filas desde que naciste… Poco a poco, papá y yo nos diluimos en ti".

                                                                                                     

Antes de Daria, Ada y Alfredo malograron otro embarazo. Voluntario. En 2004. Él no deseaba ser padre de nuevo porque temía dañar la relación con sus hijos de un matrimonio anterior. "Tú existes porque él (siempre pensó que sería un niño) no existe", le asegura ella a su hija con graves malformaciones. Asoman el presagio a posteriori, y más aún, la culpa, tan vinculada al creer. "Había invocado la intervención de la mala suerte, sin saber que la destinataria de esa mala suerte no podías ser solo tú, sino que seríamos tú y yo, juntas para toda la vida". Uncidas por el mismo yugo. Y, sin embargo, afluye la negación, "un sentimiento de rechazo hacia ti. No podías haber nacido de mí, no era posible que fueses de mi sangre". El cuerpo de Ada se agosta, una sequedad instintiva, refleja. "Mi pecho no quiere saber nada de alimentarte". El hito de la discriminación, una maestra de Ada: "No, señora, a su hija no le doy de beber, porque si el agua se le va por otro lado, yo acabo en la cárcel". La filosofía del repudio o del miedo, emparejados quizá.                                                                                                                 

Metamorfosis de la carta en testamento cuando a Ada le diagnostican —esta vez, sí— un tumor metastásico de mama en grado cuatro, el máximo. Desplaza el centro de atención, "rompe un equilibrio". Se lo descubren próxima a los cincuenta años y Daria, con la pubertad en ciernes, porque su cuerpo se desarrolla como si no la apresara un mal irresoluble. La bailarina de Ortona, en la costa adriática, queda suspendida en el aire, también, en un giro que quiebra la intersección con su hija. "Ahora que has crecido y yo he enfermado, el encaje de nuestros cuerpos ya no es posible". "Privada de ti", le dice. Mira al espejo y ya no ve a su "niña mágica", sino sólo a ella. Ahonda el ensimismamiento. Absorbida por cuidar, ahora le urge cuidarse. "¿Cómo manejar mi entrada en el ‘lado nocturno de la vida’?". Empieza con tratamientos hormonales. Al cabo, dejan de funcionar. Comienza la quimio. Su único objetivo, "luchar contra el mal". Primero, la derrota. Su respuesta: "tengo el corazón de piedra… Me siento condenada". Después, el tumor vence: "la vida queda atrás. Delante de mí no veo nada". Antes de darle un sentido a su final (rescata este título del británico Julian Barnes), reconoce su "sueño roto de ser madre", pone "distancia con el resto del mundo. Y tú (escribe a Daria) has ido a parar a ese resto". Un lugar donde, sin embargo, siempre se encontrarán. Su hija volátil es también la melodía que alienta el penúltimo arabesco de esta bailarina, pocos meses antes de impulsarse en un vuelo sin vuelta. El instante donde se hacinan todos los instantes: "¿terminaré disolviéndome en ti?", se pregunta antes de una respuesta inmortal: "Soy Ada. Seré D’aria, de aire…". Atmósfera y, sin embargo, tierra, la simbiosis inabarcable. La definitiva ingravidez.                                                                                               

La culpa original, de Sergio del Molino

(Ada D'Adamo es la cuarta persona que gana el premio Strega después de fallecer. Le precedieron, Lampedusa, Il Gattopardo, Maria Bellonci, Rinascimento Privato, y Mariateresa Di Leave, Paisaje en la sombra).  

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* Prudencio Medel es periodista.

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