El cuento de todos

La forastera

Felipe Benítez Reyes.

Felipe Benítez Reyes / Marta Sanz / Rafael Reig

(Lo inicia Felipe Benítez Reyes)Felipe Benítez Reyes

Todo el mundo da por hecho que la Japonesita llegó aquí en un carguero de bandera boliviana, por la época en que los ingleses montaron la refinería de aceites vegetales y el hacendado Berrocal se dedicó a la cría de caballos de presumir para venderlos a los dandis criollos. “La Japonesita vino en un barco”. Es un dato sostenido en el aire con un hilo invisible, igual que se sostienen los presentimientos y las ideaciones defectuosas. Me consta que no llegó en barco alguno, sino en el ferrocarril, huyendo de un pasado en el que había un marido tahúr y bebedor, un hijo muerto y un desfalco. Lo sé porque soy el telegrafista, y los de mi profesión nos enteramos de cosas, aunque no nos corresponda divulgarlas. Esta será la excepción.

A pesar de su palidez y de sus ojos rasgados, la Japonesita no era natural de Japón sino de la isla San Vicente, aunque la niñez la pasó en Colombia, por la parte de Manizales. Unos años más tarde cruzó varias fronteras, tejiendo una biografía de sinsabores, y se casó en Oaxaca, y de allí llegó a lo nuestro, imagino que por la misma razón por la que podría haber desembocado en cualquier otro sitio. Es decir, por ninguna razón, pues hay decisiones que no la necesitan. Lo de Japonesita se lo puso la gente, a falta de conocerle el nombre verdadero. Cuando llegó aquí se instaló en una choza abandonada, en la linde del cafetal de Jeromo Vinuesa, que por entonces ascendió a gobernador y hablaba a todo el mundo como los virreyes. La choza no era ya de nadie ni nadie la quería, porque allí encontraron, tras varios días de búsqueda, el cadáver mutilado de la niña Genoveva Cienfuegos. “Vino de Bolivia”, decía la gente cuando algún visitante preguntaba por aquella forastera apartada y exótica, con algo de loto delicado y carnal, acechada por fieras salvajes y por fieras con nombre y apellidos.

Que se sepa, la Japonesita no cruzó jamás una palabra con persona alguna del pueblo. Ni siquiera conmigo cuando iba a poner un telegrama o a recoger los que le llegaban de una abuela suya que vivía en Valledupar y que siempre la animaba a que se reuniese con ella para llevar una vida discreta y decente, en vez de andar como las vagabundas. Casi todas las mañanas se acercaba al mercado, diligente y silenciosa, señalaba lo que quisiera comprar y se volvía a la suyo. En la pulquería, los fanfarrones fantaseaban con ir una noche a la choza y darle lo que suponían que la Japonesita esperaba de ellos. “A esa…”, decían, y cada cual echaba a volar sus alardes y quimerismos. Yo temía que la noche menos pensada a alguno se le desbocase el ansia y cometiera una locura. Pero a lo más que llegaron fue a acercarse varias veces en grupo, muy borrachos; gritar unas cuantas obscenidades en el silencio de la madrugada y volver a sus hogares con el orgullo satisfecho y a la vez humillado.

Unos decían que la Japonesita guardaba un cofre con monedas de oro. Otros decían que le sacaba los pesos al gobernador, que se supone que la visitaba de vez en cuando. Ni lo uno ni lo otro era cierto, por mucho que casi todo el mundo rumorease ambas certezas con el aplomo de los notarios. La verdad de la Japonesita la fui descubriendo yo, igual que se descubre un pozo de agua en el desierto, y verán ustedes que muy poco tenía que ver esa verdad con las apariencias.

(Continúa Marta Sanz)Marta Sanz

Cuando encontré estos papeles en el cajón de papá, me enfadé tanto que llamé a mi madre sin dudar un momento: “Mami, mami, ya está papá otra vez con lo de la Japonesita”. Mi padre no es telegrafista ni boliviano ni nada, y posiblemente tiene que buscar en el diccionario el significado de la palabra “pulquería” para poder encajar bien el término en sus maquinaciones y sus fiebres poéticas. Mi padre es de Valladolid y prejubilado y, como debe de aburrirse más que una mona, se pone peliculero y escribe sobre cafetales, palenques, ay Mamá Inés, ferrocarriles, niñas ultrajadas, tahúres, bebecitos muertos, tesoros escondidos, insondables incógnitas, zopilotes, güeys y chavos, yuca y hombres beodos que, como las polillas y los polillos, huelen a hembra a kilómetros de distancia.

A mí todo eso me daría lo mismo porque entiendo que no se le puede hurtar a un hombre su legítimo derecho de pasar un buen rato con sus fantasías. Los hay que levantan la Torre Eiffel con fósforos o construyen maquetas de aviones de la I Guerra Mundial, y eso sí que me pone verdaderamente enferma. Al telegrafista, mi padre, por lo menos le ha dado por la literatura latinoamericana, los pájaros exóticos y las jacarandas en flor. Frente a otras posibilidades de chochez prematura, la suya no me parece de las peores. Pero lo que no le consiento de ninguna de las maneras es lo de la Japonesita. Guacamayos sí, japonesitas no. Ya está bien de japonesitas. Porque yo sí sé quién es la Japonesita. Y no es un personaje rodeado de un aura de misterio. Es la vecina del quinto.

Se llama Irene y sí, es forastera. Viene de Las Palmas de Gran Canaria o de algún sitio así. Lejano y guanche. Sesea. Yo la veo como un junquillo escuálido de pelo muy negro y muy liso. “Como ala de cuervo”, escribió un día el cursi de mi padre, el telegrafista. Mi madre dice que se parece un poco a Isabel Preysler, pero mucho más joven. “Pues entonces la Preysler tenía puente en la nariz. Tu comparación no le hace justicia a la Japo…”, mi padre detectó –de hecho, se quemó- con en el fulgor de mi mirada y casi se ahoga al tragarse el fin de su sentencia. “…nesita”, completé yo con esa mala leche adolescente que siempre me echan en cara y que a mí me conforta mucho y me ayuda a permanecer viva. La obsesión por la Japonesita de mi padre, el de telégrafos, tal vez le viene de que quiere emular a Vargas Llosa. A mí me eso me importa un bledo. Como si quiere parecerse a Alfonsina Storni y tirarse desde un acantilado o ahogarse en el mar o lo que quiera que hiciese esa rubia loca sobre la que tuve que escribir un trabajo de clase: me salió incluso más cursi que ella.

Lo que me parece una verdadera guarrada es que mi padre meta a la Japonesita en todas sus ficciones y que mi madre, que se llama Victoria –o sea, Vicky- y es una señora que no es “un loto delicado y carnal” pero sí un clavel reventón, nunca salga en sus historietas. Y lo peor de todo es que a mi madre le da lo mismo. “Mami, mami, ya está papá otra vez con lo de la Japonesita”, grito yo queriendo sembrar el pánico. Y ella acude, toquetea un instante los papeles, sonríe y se apoya en el dintel de la ventana concentrándose en las baldosas del patio sobre las que a las dos en punto de la tarde se oirán las pisadas de Antón Rábago, el novio de la Japonesita. Son las dos menos uno. Mi vida está a punto de desmoronarse.

(Continúa Rafael Reig)Rafael Reig

Ahora me gusta creer que, cuando sonó el timbre, tuve un presentimiento y ya sabía que iba a encontrarme a Antón Rábago, con la mirada de través, las botas con puntera de hierro y la mano apretando la navaja por dentro del bolsillo. Vi a mi hija encerrarse en su habitación y poner música a todo volumen y comprendí que algo tenía ella que ver con su aparición.

— ¿Qué va diciendo esa cría? —preguntó.

— Pégame, por favor. No hagas preguntas y pégame hasta que caiga al suelo. Hazme caso, dame duro...

Para terminar de convencerle, le di un puñetazo en la cara. Antón me pegó tres, cuatro, hasta cinco veces, y me dejé caer sobre la moqueta.

— Gracias, cariño —le dije.

— Mira que eres perra, por un momento pensé que la mocosa tenía razón –me dijo, me dio un beso en el labio partido y se dio media vuelta con un elegante gesto aprendido en los billares.

Estaba irresistible, agitado, sonriente, los labios pintados con mi sangre.

Grité por encima de la música de Martita, que apareció titubeante y de puntillas. Nunca fue una chica valiente. Mientras me curaba con agua oxigenada y algodón, se echó a llorar y me contó que ella le había contado a Antón que yo había intentado abusar de su novia. Que lo había hecho por mamá. Ya lo sabía, pero no le dije nada. Pobre Antón, seguro que tuvo dudas, es demasiado celoso. Pobre Vicky, qué disgusto se va a llevar.

Antón y yo llevamos juntos casi cuatro años. Vicky lo sabe, por supuesto. Lee lo que escribo y sabe que son fantasías sobre Antón, al que amo, pero con quien no querría vivir ni en pintura. Amo su cuerpo, quería decir: el resto de Antón lo invento yo en lo que escribo. Lo que hay fuera del papel y en su interior me da más miedo, Antón es sentimental y bastante obtuso, un tipo peligroso y violento que lleva tres chicas en el apartamento del quinto, entre ellas Irene, la Japonesita de mi hija. Por supuesto que Antón recibe una contraprestación económica, pero tal vez me quiera: por eso tiene celos. Bastante moderada, por cierto, la contraprestación; asequible para un prejubilado y equivalente a la que le entrega Vicky al joven que la entretiene: Alberto, el novio de nuestra hija.

La vida es demasiado complicada para una chiquilla como Marta y tuve que dejarme pegar para protegerla. Bastante nos ha costado aceptarlo a Vicky y a mí, comprendernos el uno al otro, pero ahora somos mucho más felices, siempre juntos, más unidos que nunca, aunque ella visite los jueves a Alberto y yo los lunes a mi Antón.

Mira que se lo tengo dicho a Martita, la activista: transformar la realidad está muy bien, pero primero hay que intentar comprenderla. Esto es demasiada realidad para una niña como Marta, se desmoronaría, así que la tranquilicé:

— Tienes razón, hija, me lo merezco, no volveré a escribir sobre ella.

El dolor en los pómulos pasará, el labio roto se curará y, por lo demás, no ha ocurrido nada grave, ya que Martita puede seguir siendo una inocente criatura que se manifiesta por un mundo mejor en compañía de su Alberto, menudo elemento.

Lo único que me intranquiliza es que ahora tendré que convencer a Vicky de que busque otro entretenimiento. Así estaremos los tres en paz.

(Cierra Felipe Benítez Reyes)Felipe Benítez Reyes

Nunca he tenido suerte.

No la tuve con mis padres ni la he tenido con mis hijos.

No la tuve con mi trabajo, que me aburría, ni la tengo con mis pasatiempos literarios de jubilado, que me entretienen pero que a la vez me frustran, porque jamás seré un escritor de éxito.

Tampoco tuve suerte con mi mujer ni con la medio novia de los sábados por la tarde que me eché en el salón de baile Mogambo cuando mi mujer empezó a no acordarse ni de su nombre.

Mi hija va a cumplir 40 años y sigue llamando “mami” a su madre, que ha entrado en la fase última de la enfermedad y no sabe siquiera quién la mira ni a quién ve. Mi hija no quiere darse por enterada de eso y habla con su mami como si su mami siguiera siendo su mami y no un bulto que parece rumiarse a sí mismo. Mi hija no quiere tener casi 40 años. Mi hija quiere seguir siendo la niña de su mami. Su mami que en gran medida es su muñeca. La muñeca mami de una mujer de casi 40 años que no quiere tener casi 40 años.

Mi hijo, por su parte, está tan dentro de sí, que siempre está fuera de sí. Si no se medica, malo. Si se medica, casi peor, porque se pone eufórico y se baja al bar, y vuelve como vuelve. Un día le da por decir que tiene un novio y al día siguiente te lo ves recortando las fotografías de las mujeres del Interviú y pegándolas en una cartulina que luego cuelga en su cuarto. Según mi hijo, todos los hombres somos maricas aunque nos guste acostarnos con mujeres y todas las mujeres se acuestan con maricas y con mujeres, o eso es al menos lo que deduzco de sus peroratas espesas, cuando le da por sermonear. A veces, por imitarme, se sienta a escribir, con la manía de convertirme en el personaje central de sus delirios: “Mira lo que he escrito sobre ti como si fueras tú”. Y en sus engrudos me lía con un tal Antón, que por lo visto es un chuleta del barrio, algo así como el príncipe cañí de los billares. “Eres un marica. Tú mismo lo dices aquí”, y me enseña su folio garabateado, y le digo que vale. Meterse en su pensamiento durante unos segundos debe de ser una experiencia muy parecida a la de precipitarse por la rampa estelar de una montaña rusa con un cohete en cada oreja.

Así está mi casa. Así está mi vida.

Mi hija se dedica a registrarme los cajones. Se ríe de lo que escribo. Ella no ha escrito nunca nada, pero se tiene por escritora en potencia porque un profesor de su instituto le dijo una vez que tenía dotes para la escritura creativa. El profesor se la acabó follando y a punto estuvo de meterse el hombre en un lío, porque la niña se dedicó a presumir de que el de lengua y literatura se la había follado y quería casarse con ella en cuanto terminara el curso, aunque conseguí arreglar las cosas con aquel insensato de una manera razonable. Con su arrepentimiento y con un sobresaliente.

Me gusta escribir de cosas que no conozco. De países en los que no he estado y de mujeres inexistentes. De selvas y desiertos. De travesías arriesgadas y de exploraciones exóticas. Y es que si tuviera que escribir sobre mi vida, el pánico me agarrotaría los dedos.

Mi hija le lee a su mami los manuscritos que consigue robarme, a pesar de que procuro esconderlos, pero la casa es chica. Luego los hace trizas y los tira por la ventana con la indignación teatral de una loca.

Le irrita, sobre todo, no sé por qué, uno de mis personajes recurrentes. Una mujer misteriosa a la que llamo la Japonesita. En sus fantasías de niña de casi 40 años que no quiere tener casi 40 años ha llegado a acusarme ante su mami de que ese personaje ficticio es en realidad una vecina nuestra -una viuda que sólo vive para sus penas y para su perro- con la que estoy liado.

En este instante, mi mujer tiene la boca abierta, como si le asombrase la nada en la que vive.

Mi hija me grita que ya está harta de planchar y de cargar con todo el peso de la casa. Amenaza con echarse un novio rico y largarse de aquí.

Mi hijo, con la sonrisa de los infelices, mira fijamente el televisor. El concurso que más le gusta.

Reclamaciones y sugerencias

Reclamaciones y sugerencias

Ojalá la Japonesita fuese real.

Ojalá nada fuese real.

*Felipe Benítez Reyes es escritor. Su último libro es 'Las formas de la Luna' (Renacimiento, 2016)/ Marta Sanz es escritora. Su último libro es 'Farándula' (Anagrama, 2015). / Rafael Reig es escritor. Su último libro es 'Un árbol caído' (Tusquets, 2015).Felipe Benítez ReyesMarta SanzRafael Reig

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