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El Big Bang del cuento

Katherine Mansfield: la vida de la vida

La escritora neozelandesa Katherine Mansfield.

Jesús Ortega

Una semana después de la muerte por tuberculosis de Katherine Mansfield (Wellington, Nueva Zelanda, 1888-Fontainebleau, Francia, 1923), Virginia Woolf escribió en su diario: "Yo sentía celos de lo que ella escribía: la única escritura de la que me he sentido celosa".

Woolf y Mansfield se conocieron en 1917. "La aproximación de estas dos mujeres inestables, delicadas y extraordinarias fue mutuamente vacilante", leo en Katherine Mansfield. Una vida secreta (Circe, 1992), la biografía de Claire Tomalin traducida por Marta Pessarrodona que sigue sin reeditarse inexplicablemente. Se leyeron y admiraron, pero también se observaron con algo de distancia. Al principio Katherine le pareció a Virginia "poco escrupulosa", pero le impresionaron las excitantes historias vividas por la neozelandesa, por completo innacesibles y vedadas para ella. "Parece como si se hubiera liado la manta a la cabeza desde los diecisiete años; también pienso que tiene mejores ideas sobre la escritura que la mayoría", fue el comentario inicial de Virginia. Katherine no le fue a la zaga en finura de percepción, y se apresuró a decir de su nueva amiga: "Sentí la extraña, temblorosa y brillante cualidad de su pensamiento… me pareció una de aquellas mujeres de Dostoievski cuya inocencia han herido".

En el cuento en lengua inglesa hay una línea que va de lo clásico a lo moderno y que pasa necesariamente por la obra de Katherine Mansfield. Son conocidas sus aventuras bohemias de primera juventud en la metrópoli londinense, sus amores con personas de uno y otro sexo, su casamiento casi al azar, su embarazo secreto y su huida europea para ocultarlo, pero a mí lo que más me interesa es que aquella escapada acabase produciendo un primer libro tan desusado y exquisito como En un balneario alemán (1911), modelo de libro de cuentos hecho mediante yuxtaposición, como textos integrados o ciclos cuentísticos, cuentos-escena en los que no parece suceder nada y que se adelantó en unos cuantos años a Winesburg, Ohio (1919) de Sherwood Anderson.

Claire Tomalin tiene el buen gusto de no incurrir en hagiografía alguna. Rebelde, a veces dura y mentirosa, la joven Katherine necesitaba experiencias (grandes y dramáticas, pero también livianas, mínimas, sutiles), meterse en líos, probar el sabor de la vida antes que dedicarse a escribirla. Las escenas casi estáticas y sin argumento que pueblan sus relatos no provenían exclusivamente de heridas propias, sino que también eran atrapadas al vuelo como quien caza diminutos fantasmas con las manos. Mansfield era una ladrona de instantes, una observadora incansable de las microsituaciones en que se involucraba la gente a su alrededor. "Diría que es una especie de gato, extraño, reservado, siempre solitario, observador", escribió Virginia Woolf. "Hacía acopio de todo lo que decían o hacían los demás", leo en La vida breve de Katherine Mansfield, de Pietro Citati, "con el fin de reunir los pequeños granos vivientes de la realidad en el molino siempre en movimiento de su memoria, del cual extraería luego la exquisita harina de sus relatos". Había que tener cuidado con lo que se decía en su presencia, pues luego podía uno aparecer convertido en uno de los personajes neuróticos y fragilizados de sus cuentos. Bertrand Rusell detectó que tenía una "impresionante agudeza" para captar el lado oscuro de las personas que frecuentaba.

Su método para escribir cuentos era el que sigue: primero captaba una sutileza en torno a los seres humanos con que se relacionaba; no una microsituación cualquiera, sino una que fuese susceptible de convertirse en materia narrable, es decir, en estuche contenedor de la encantadora estupidez de la vida humana. Un momento de autoengaño, por ejemplo, puesto en labios de una mujer enamorada y acabada de rechazar por su amante. Después rumiaba durante días o semanas la microsituación emocional hasta dejarla bruñida en forma cuentística. Por último intentaba, como Kafka, escribirlo de golpe, en una sentada de muchas horas, para no perder el tono y la inspiración. Esos esfuerzos concentrados la dejaban extenuada (escribir "En la bahía", uno de sus mejores relatos, le supuso un mes de recuperación, como si saliera de una operación quirúrgica).

El constante fracaso en la comunicación entre los seres humanos es uno de los temas centrales de su cuentística. Pero nunca narrado de manera grandilocuente, por la misma razón por la que nunca quiso (o fue capaz) de escribir una novela. En sus cuentos la incomunicación emocional a veces toma la apariencia de superficie, de liviandad, de lábil inestabilidad, como en los maravillosos cambios de humor que los alumnos captan en la profesora a punto de casarse de "Lección de canto" o en la inolvidable Leila, borracha de ingenuidad e ilusión, que se enfrenta a "Su primer baile".

Katherine murió estremecedoramente joven, a los 34 años, igual que su adorado Antón Chéjov (también de tuberculosis, a los 43). En sus últimos meses de vida, cuando se sabía condenada, pensó a menudo en el escritor ruso y en las enseñanzas que había obtenido de leerlo. En una entrada de su imprescindible Diario (Debolsillo, 2009), con fecha 17 de enero de 1922, hablando otra vez de Chéjov, Mansfield da de manera magistral con una de las ideas clave que atraviesan (véase la metáfora del iceberg de Hemingway) la teoría del cuento moderno: la importancia de lo que no se cuenta, el relato como un juego de equilibrios entre lo escondido y lo visible, lo dicho y lo no dicho, la ausencia y la presencia: "La verdad es que una historia puede contener solo una cantidad determinada de información; siempre se tiene que sacrificar algo. Se tiene que omitir lo que se sabe y se desea utilizar. ¿Por qué? No tengo ni idea pero así es".

"Mansfield admiró y comprendió el trabajo de Chéjov como pocos escritores ingleses", escribió John Middleton Murry, editor y prologuista de su Diario póstumo. Es lugar común que ella revolucionó el relato breve en Inglaterra a partir de una profunda lectura de la cuentística de Chéjov. Aprendió que no hacía falta ningún argumento para crear una moderna pieza de cuento literario. En Mansfield los relatos se componen también a modo de "trozos de vida", vistazos súbitos sobre la comedia humana, detenidos en el tiempo, capturados en una determinada escena decisiva o inane, como en las fotos de Cartier-Bresson o como en esos instantes cotidianos que pueblan la pintura holandesa de género del siglo XVII. (Véase Gerri Kimber, Katherine mansfield and the Art of the Short Story, 2015). También aprendió del ruso la supresión de la figura del narrador. Los narradores de Mansfield no opinan, no existen, pegados como una segunda piel a los puntos de vista de los personajes a través de los que perciben la historia. Nunca se nos ofrece la menor declaración acerca de la edad, personalidad, apariencia física y vestimenta de los personajes. Ni hay pintura alguna de los escenarios donde suceden las cosas, ni explicaciones de los dónde y los cuándo. Como en los cuentos de Chéjov, dice Citati, el perfecto cierre de la narración es solo aparente, pues al lector le queda la impresión de que "la existencia empieza y continúa antes y después del inicio y el fin de cada historia".

"En contacto estrecho con lo que amo"

"En contacto estrecho con lo que amo"

De modo que los cuentos de Mansfield no tienen argumento, o es apenas débil y liviano. Lo que se ofrece es el constante conflicto interior de sus personajes. Sus cuentos consisten en vivencias que se superponen, escenas aparentemente sin conexión. Esto impide la paráfrasis, es decir, poder contar el cuento de viva voz. Por ejemplo, en "Preludio" (1918), otra de sus obras maestras, el relato que Virginia Woolf le pidió, al poco de conocerla, para ser publicado en Hogarth Press. "¿Preludio a qué?", se preguntaba con admiración D. H. Lawrence, uno de los amigos de Katherine que mejor la comprendió. Una familia se traslada a una nueva casa en el campo. Tal es el argumento. Eso es todo lo que sabemos. Lo asombroso, la modernidad del texto consiste en estar construido mediante fragmentos de voces interiores sin conexión ni explicación aparente: los pensamientos de los miembros de la familia. Pues lo importante no es lo que sucede, sino cómo percibimos lo que sucede. Lo que Katherine Mansfield llamó la vida de la vida.

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Jesús Ortega es es escritor y editor de Proyecto Escritorio (Cuadernos del vigía).

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