El relámpago negro de Juan Cárdenas

Hay libros donde las palabras descansan estáticas y aferradas a su materia, esa leve transitoriedad de la tinta. Y hay libros donde vibran o crepitan, a la espera de que alguien abra sus páginas para liberar su danza. Es el caso de Elástico de sombra (Sexto Piso) la última novela de Juan Cárdenas (Colombia, 1978): sus hojas respiran por cuenta propia, hablan de figuras reales o convocan otras fantasmagóricas —como hace el calor húmedo del trópico—, y mientras las recorremos nos asalta el cosquilleo de lo inquietante y de lo inesperado, entre la burla a las trampas del lugar común y la puesta en tela de juicio de un mundo que no da más de sí, pero que todavía preserva algún resquicio de salida. Ese resquicio se atisba aquí en una otredad siempre relegada: lejos de la gran urbe, en el espacio de la naturaleza y en ese sujeto olvidado que integran los de abajo —hombres y mujeres afrodescendientes, pueblos originarios— que además custodian el venero de lo mejor del idioma, algo que en Cárdenas asoma sin cesar, gozoso y fecundo, sea en el muscurrullar de un personaje, sea en el cascabeleo nochedumbroso de la trocha o en los innumerables momentos donde nos magnetiza la gracia y la poesía de la oralidad que emerge en la superficie de la página.

Las novelas de Juan Cárdenas trazan un itinerario coherente en su diversidad, en su alejamiento de la inercia y en el riesgo asumido ante cada reto. La primera fue Zumbido, que ya acogía la materialidad de lo sómnico y la concepción de la escritura como experiencia arriesgada, poética y vital. Después llegó el monólogo de Los estratos, que mantiene la percepción de una violencia omnipresente, y un aliento poético que fluye sin ser buscado, como una respiración: su recorrido por los espacios desolados de los márgenes se mueve entre el regreso a la infancia y un presente en derrumbe. Le siguió Ornamento, con esos personajes que experimentan nuevas drogas para disfrazar la náusea con una felicidad impostada, y vuelven ahí las obsesiones de Cárdenas —lo siniestro, lo abyecto, la banalidad del mal—, y además el riesgo y la aventura que es también lingüística, con la delación del artificio que nos envuelve desde el propio idioma, y la mueca irónica ante lo sórdido y corrupto. Sin afectación ni concesiones a lo fácil, Cárdenas señala la aspereza de la cárcel urbana que vivimos, y también la sensación de oquedad en una época sin horizonte. Esas inquietudes regresan en la entrega siguiente, Tú y yo, una novelita rusa, una deliciosa y brevísima experiencia poética, un juguete de estirpe vanguardista, que se cierra con un apunte sobre la represión del impulso utópico y amoroso, sustituido hace tiempo por la mercantilización de los sentimientos y los cuerpos, y por el signo conservador de la distopía, “fábula doctrinaria que nos impide siquiera imaginar cualquier forma de vida que no responda a la lógica imperante”. Por último, en El diablo de las provincias explicitaba Cárdenas el espacio colombiano, mientras subvertía el género negro con algo que en alguna ocasión ha llamado el “gótico tropical”, para regresar sobre la corrupción, las sectas o la sacudida brutal de una violencia paralizante y omnívora.

Acerca de su nueva novela, Elástico de sombra, nos advierte el autor desde la nota liminar que es fruto de una investigación sobre ese arte marcial negro que es la esgrima de machete, y que espera con el libro “contribuir a la memoria y el presente de las luchas negras de toda América” frente a la barbarie impune del Hombre Blanco. Ese punto de partida pudiera evocar propuestas previas, sean las del realismo —como el sobrecogedor relato antiesclavista “Nay y Sinar” del también colombiano Isaacs, aún vigente— o sean las del mundonovismo. Pero pronto descubrimos que una vez más Cárdenas da una vuelta de tuerca y subvierte los referentes, a los que rinde el debido homenaje y también la necesaria profanación: el río adictivo del relato nos arrastra en un viaje laberíntico, alucinatorio y cuasi-volteriano que no precisa de aquellas descripciones prolijas ni de paisajes minuciosos para atraparnos en una atmósfera de encantamiento, donde las palabras rinden su magia antigua: “lo despertó la risa enguayabada de sus compañeros desde el exterior del rancho, cuando el sol ya pintaba el mundo con colores vistosos y el cañaveral sacudía su sábana para que un caracol de polvo perfumado se deshilachara en la ventana”.

Destaca en toda la novela el trabajo de orfebrería con la oralidad que en ella se desgrana, de modo que la obra supone además un viaje gozoso por el idioma. Y en cuanto a la historia que vamos conociendo, entre sus protagonistas están los entrañables macheteros Sando y Miguel —además de otros muchos personajes populares, reales o ficticios—, y también encontramos supersticiones y leyendas, y el viento con su voz de siglos, y una seductora Circe de nombre africano, y un escribidor llamado Cero que ejerce un delirante intrusismo cervantino. Y hay damas “de las que hacen hablar a las piedras, de las que rezan al revés”, y sombreros prodigiosos y hasta un duende displicente con un violín de difunto que espanta las rondas de El-Que-Ya-Sabemos, es decir, del Diablo. Hay asimismo fantasmas y delirantes metamorfosis —Kafka y Apuleyo mediantes—, y una montaña que se mueve como un lagarto, pero nada de eso logra ocultar el memorial de agravios de unas etnias maltratadas durante siglos, y hay también cadáveres y cuerpos torturados —“aquí la guerra no se acaba nunca”— que nombran el pasado de derrotas de los ejércitos de negros, y está su sabiduría ancestral en el manejo del machete y en el movimiento nocturno de los cuerpos que, cubiertos con lodo, “atacaban como relámpagos negros” con sus juegos de sombra, y con el más singular de ellos, el Elástico de Sombra: ese tránsito por el mundo de la negritud resistente culminará en una deslumbrante escena climática en el capítulo noveno.

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Las palabras de Elástico de sombra nos invitan, desde su propia diferencia, a mirar hacia el Otro: son palabras inquietas —como el simpático cucarrón que por ella revolotea—, que se arremolinan o se desplazan como un río sanguíneo en ese cuerpo vivo que es la novela. Un libro endiabladamente bien escrito y además divertido, de un escritor que se reinventa aquí una vez más, probablemente en su novela más plena y madura. Para no perdérsela.

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Selena Millares es escritora. Su último libro publicado es La isla del fin del mundo (Barataria).

Hay libros donde las palabras descansan estáticas y aferradas a su materia, esa leve transitoriedad de la tinta. Y hay libros donde vibran o crepitan, a la espera de que alguien abra sus páginas para liberar su danza. Es el caso de Elástico de sombra (Sexto Piso) la última novela de Juan Cárdenas (Colombia, 1978): sus hojas respiran por cuenta propia, hablan de figuras reales o convocan otras fantasmagóricas —como hace el calor húmedo del trópico—, y mientras las recorremos nos asalta el cosquilleo de lo inquietante y de lo inesperado, entre la burla a las trampas del lugar común y la puesta en tela de juicio de un mundo que no da más de sí, pero que todavía preserva algún resquicio de salida. Ese resquicio se atisba aquí en una otredad siempre relegada: lejos de la gran urbe, en el espacio de la naturaleza y en ese sujeto olvidado que integran los de abajo —hombres y mujeres afrodescendientes, pueblos originarios— que además custodian el venero de lo mejor del idioma, algo que en Cárdenas asoma sin cesar, gozoso y fecundo, sea en el muscurrullar de un personaje, sea en el cascabeleo nochedumbroso de la trocha o en los innumerables momentos donde nos magnetiza la gracia y la poesía de la oralidad que emerge en la superficie de la página.

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