'Mañana matarán a Daniel', la historia de los últimos fusilados por el franquismo en 1975

Poco antes de la muerte de Franco, en la madrugada del 27 de septiembre de 1975, tres jóvenes fueron ejecutados en la sierra de Madrid. Daniel, Hidalgo y Pito habían sido detenidos y torturados por la policía, acusados de matar ese verano a un policía y a un guardia civil. 

La condena se impuso sin juicio legal y de forma precipitada, después de una farsa militar en la que no hubo pruebas ni posibilidad de defensa. Junto a otras dos ejecuciones, aquellos jóvenes fueron los últimos fusilados por el Régimen.

Muchos años después, Aroa Moreno Durán encuentra por casualidad, muy cerca de su casa, las huellas de aquellos asesinatos: en el monte donde tantas veces ha acampado de joven existe todavía el talud donde se llevaron a cabo las ejecuciones. ¿Cómo pudo este hecho quedar sepultado en las crónicas de nuestra historia más reciente?

A caballo entre la ficción y la crónica más personal, esta sobrecogedora novela, cimentada sobre una investigación exhaustiva y la bella prosa de la autora, ilumina uno de los episodios más siniestros del final de la dictadura española.

Por eso, infoLibre adelanta en exclusiva un fragmento de Mañana matarán a Daniel (Random House), que llegará a las librerías el próximo miércoles 10 de septiembre.

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Daniel

Marzo de 1973

A Pite le llueve sobre la cama. Y llueve frío porque, aunque sea primavera, es la primera estribación de la sierra. Llueve fuera del cuartel, sobre la tierra y la piedra, llueve como una cortina en el horizonte nocturno. Pero a quién le preocupa que a los reclutas les caiga el agua encima, que todo tenga ese olor a moho, a desconchón y barro. Que estén empapados o secos. Quién escucha esa tos.

La tinta de la carta que escribe a su hermana se corre con la gotera y él empuja el catre a otro rincón. Alguno se queja por el ruido. Baena, acaba ya. El tiempo pasa muy lento, escribe. La instrucción militar se le hace interminable. Lleva seis meses y le quedan otros nueve. Cree que le van a trasladar a otro cuartel. Tiene veintitrés años y está cada día más flaco y cómo es posible que un hombre como él pueda perder todavía algo de peso. Le sobra el uniforme verde por todo el cuerpo.

A dos compañeros les han amenazado con un consejo de guerra, se quejaron porque los alféreces cobraban demasiado, les cuenta. Al final, los han metido en los calabozos. Ya no tendrán permisos para ver a la familia o a las parejas. Tampoco se lo conceden a uno que tiene un hijo en Madrid. El trato es inhumano, escribe. Se afeitan los unos a los otros y Pite no ve ese bigote de herradura que le cambia radicalmente el aspecto y le endurece.

Hay noches en que cenan a punta de metralleta si se niegan a comer como protesta por los tratos que reciben. Nos lavamos en un río cercano, cuenta, a la intemperie. A veces, con gaseosa. Nos obligan a pasar días enteros de pie, nos desplomamos. Pite no está ahí sin más. La Academia de Ingenieros de Hoyo de Manzanares es el cuartel al que van a parar los reclutas que tienen antecedentes políticos.

Están vigilados constantemente por el Servicio de Información Militar. Son, sobre todo, obreros y estudiantes que han participado en alguna revuelta o salto. Viven aislados junto a la montaña. Pero hablan entre ellos, comparten ideas, futuros posibles, levantan el puño cuando no los ven, y qué pasa si se junta bajo un mismo techo a jóvenes que tienen el mismo ánimo. Pite conoce a otros chicos, le hablan del frente, quiere formar parte cuanto antes.

A Pite lo habían detenido, por primera vez, en 1970, por una sentada estudiantil en su universidad, en la facultad de Filosofía y Letras de Santiago, por desacuerdos con el rector. Es un fascista, decían los estudiantes. Abajo la oligarquía imperialista española. Rompamos con la cultura y la ideología burguesas en la universidad. Eso se leía en los panfletos que tiraban por las aulas. He conocido a personas que no piensan como nosotros, dijo en casa una vez.

Ahora recuerda otro día, cuando la policía le pidió a su padre que les dejara pasar para hacerle unas preguntas. Claro que su padre lo permitió. Su padre, Fernando Baena, que había estado en la guerra con Millán Astray, en África, no le temía a la policía entonces. Había permitido que el chico fuera a la universidad, porque se portaba bien y tenía ganas de estudiar y se le daba. El bachillerato lo había hecho entero con becas en un instituto privado.

Pero Pite fue procesado por un Tribunal de Orden Público, que dejaría escrito su nombre en unos antecedentes imborrables para siempre. De ahí, lo mandaron a Coruña y después a la cárcel de Santiago. Estuvo en prisión dos meses. Perdió el primer curso. Su padre recaudó una fianza entre los amigos y familiares y mandó quince mil pesetas, el hijo fue puesto en libertad bajo fianza. Ese dinero viene del comunismo, les dirán después, no tienen derecho a él. Lo perdieron.

Dos años más tarde, fue absuelto. Pero Pite no volvió nunca a la universidad. Buscó trabajo en varios sitios, camarero, dependiente, daba igual, quién iba a querer contratar a un joven sin expediente de buena conducta. Mientras, a su alrededor, caían decenas de conocidos, detenían a los compañeros. Pero ese compromiso ni era nuevo ni acabaría ahí. La madre de Xosé Humberto, Pite para la familia, había trabajado siempre en el campo, sin haber podido aprender nunca a leer ni a escribir.

Tampoco le sirve ahora a él haberse peleado con el latín, el francés, el griego y el esperanto. No le sirve de nada que le guste tanto escribir. La poesía no le sirve a Pite hoy para nada. Galicia es difícil y áspera, corta en oportunidades. Lo es España. Y, además, Pite había estudiado en el instituto Santa Irene con el escritor galleguista Xosé Luis Méndez Ferrín, que había participado en la fundación de Unión do Povo Galego y había sido procesado varias veces, yendo a parar a la cárcel algunos años.

Después, vivió aquella huelga de la Citröen de Vigo en septiembre de 1972. Fueron despedidos cinco sindicalistas. Pedían la supresión del trabajo los sábados por la tarde, querían la jornada de cuarenta y cuatro horas. El paro se extendió rápidamente por la ciudad, se sumaron veinte mil trabajadores. Los astilleros, la banca, los hornos. Los autobuses seguían circulando, pero siempre bajo escolta policial.

Y el Régimen respondió. Con palos y con tiros. Aquello ya no era un conflicto laboral, aquello era política. Era un desafío directo al corazón del Estado. Se enviaron policías armadas desde otras regiones del país y la Brigada Político-Social se puso encima de todos. Los trabajadores cortaban el tráfico y la policía cargaba sobre ellos. Fueron despedidos cinco mil de varias empresas y, durante quince días, Vigo estuvo sitiada. Y Vigo era su ciudad. En Ferrol, a la exigencia de los obreros de un convenio colectivo en los astilleros, la policía contestó matando a dos sindicalistas en una manifestación. En septiembre de aquel año, cerraron los bares de la ciudad, los cines, los restaurantes. A Pite lo molieron a palos en una de aquellas.

Porque la policía mataba, mataba el Régimen, y cómo iban a dejarlo estar. Gritando libertad, soltando propaganda, reventando bancos, qué conseguían. Nada. Más detenciones y más torturas. Muerto Pedro Patiño por repartir octavillas entre los obreros que levantaron los edificios del barrio de Zarzaquemada, a las afueras de Leganés. Muerto Amador Rey, en Ferrol, por unos disparos al aire de la policía en una protesta pacífica. El estudiante Chema Fuentes, de Santiago, muerto, dijeron, por otro disparo que tampoco fue al aire y fue a la carne. Roberto Pérez Jauregi, muerto en Éibar con veintiún años en una manifestación. Tres obreros muertos en Granada en un paro laboral. Muerto en San Adrián de Besós otro trabajador en un incidente con la policía.

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El último condenado por crímenes de la guerra, Julián Grimau, fusilado en el cuartel de Campamento en Madrid y muerto casi treinta años después del fin de la contienda. El estudiante Enrique Ruano, muerto boca abajo en el patio de un edificio de Chamberí. Se tiró por la ventana, tenía conductas suicidas, escribieron.

Pite recuerda todos esos nombres en la noche fría de marzo. No te olvides de felicitar a papá en su cumpleaños, el día seis o siete, no lo recuerdo, escribe. Cierra los ojos con rabia, debería intentar dormir. Se despide de Flor, la menor de los tres hermanos, a la que está más unido y tanto echa de menos. Ya está bien de quejas, ¿no?, concluye. Hasta luego.

En ese mismo lugar donde ahora Pite mete la carta en un sobre, firmada como J. Baena y un garabato alrededor, todavía no es Daniel, morirá, así la vida, un par de años más tarde.

Poco antes de la muerte de Franco, en la madrugada del 27 de septiembre de 1975, tres jóvenes fueron ejecutados en la sierra de Madrid. Daniel, Hidalgo y Pito habían sido detenidos y torturados por la policía, acusados de matar ese verano a un policía y a un guardia civil. 

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