Allá por febrero de 2003, en otra vida, José María Aznar era presidente del Gobierno y estaba empeñado en sumarse a la invasión de Irak liderada por Estados Unidos. Para apuntalar su discurso y tratar de calar en una opinión pública desfavorable, decidió conceder una entrevista a Europa Press, la agencia de noticias para la que por aquel entonces yo pateaba las calles. Literalmente, pues ejercía como reportero de la sección de Informativos de Televisión, encargada de proporcionar material (declaraciones de expertos, de políticos —lo que en el oficio llamamos 'canutazos'—, ruedas de prensa, imágenes y también textos escritos por lo general en el coche) a todas las cadenas.
Cayó aquella entrevista como una bomba de euforia en la redacción, por el personaje y por el momento. Había que prepararlo todo bien y conseguir 'vender' el máximo contenido posible a todos los medios, a la sazón nuestros clientes, claro, en prensa, radio, televisión y el incipiente universo digital. Como la cita era el domingo 2 de febrero de 2003 y por aquel entonces yo trabajaba los domingos, me tocó acudir. Básicamente para ayudar a cargar los bultos a los dos camarógrafos (a la par que amigos, Pedro Pedreño y Juan Merchán), minutar la conversación y mantenerme invisible para todo lo demás. Para todos los demás, mejor dicho.
Por eso, cuando Aznar entró en el despacho de La Moncloa donde habíamos preparado todo y se puso a darme conversación, pude sentir el pánico a mi alrededor. Sus motivos tendría para no hablar más con los directores de la agencia entonces, Ángel Expósito y Paulino Guerra, a los que saludó con normalidad institucional, para acto seguido sentarse en la silla y centrarse en mí, un veinteañero (hace no tanto becario) que pasaba por allí, seguramente algo resacoso por una noche de sábado innecesariamente alargada por ahí, con estos, por los bares y parques de Carabanchel. No esperaba yo estar unas pocas (muy pocas) horas después hablando con el presidente del Gobierno de mi país, vaya.
Como en las pelis, a cámara lenta, el tiempo se detuvo en la habitación mientras el presidente del Gobierno me decía (imaginémoslo, insisto, a cámara muy lenta, pues estoy seguro de que así lo vieron los demás). "¿Y tú? Qué joven eres, ¿no?" Como, efectivamente, era el ser humano de menor edad allí plantado, por algún motivo supuse que me tocaba levantar la cabeza del cuaderno, sentado como estaba detrás de las cámaras, convenientemente en un segundo (o tercer o cuarto o quinto plano). "No creas, tengo 24 ya", acerté a responder, por supuesto tuteando, para acrecentar el pavor.
Pude escuchar todos los cuellos girándose hacia a mí con una única súplica unitaria: "Por favor, no la cagues". "Pues pareces mucho más joven, fíjate", continuó Aznar, todavía con intención de alargar la agonía de los jefes un poquito más: "¿Y tienes novia?" Ahí yo ya sabía perfectamente que los cámaras se estaban aguantando la risa, mientras Aznar sonreía con complacencia. "Sí que tengo, desde el instituto, además". "Anda, mira. ¿Y es rubia o morena?" (El diálogo, insistamos, sigue a velocidad muuuuy lenta). "Morena y muy guapa", respondí, provocando ya sí las carcajadas nerviosas de todos, después de que el propio Aznar fuera el primero en reírse sonoramente.
"Pues pareces muy joven, pero me parece muy bien eso", remató, mientras el ambiente plomizo de la habitación se hacía respirable de nuevo, el mundo volvía a girar a la velocidad normal y yo volvía rápidamente a mi estado natural: invisible. No es verdad del todo, porque al final de la entrevista volvió Aznar a despedirme efusivo y mandarle recuerdos a mi novia guapa, pero ahí ya estábamos en otra pantalla.
Podría perfectamente haberme cargado la entrevista más importante de Europa Press en quien sabe cuanto tiempo, la más importante que jamás allí se ha hecho, pero según salimos a la calle ya sí que empezó de verdad el cachondeo de todos, multiplicado cuando se corrió la voz por la redacción los días siguientes. La entrevista había ido bien, los jefes tenían buenos titulares y yo una desconcertante historia que contar ahora, 22 años y medio después.
Un encuentro diferente con Dani Martín
No fui, ni era, ni seré yo nunca nada (pero nada) de Aznar. De hecho, no es que la política me llamara especialmente así que en cuanto pude me cambié a Cultura. Un rollo totalmente diferente, en el que pasan cosas distintas. Sí que recuerdo siempre, y lo voy a contar por cambiar de tercio y confesar, aquella mañana en la que yo pensaba que estaba grabando la charla que mantenía con Dani Martín, pero no. La grabadora se rebeló, si así lo queremos ver.
Andaba el madrileño promocionando su tercer disco en solitario, La montaña rusa (2016), en una de esas jornadas maratonianas que les preparan las discográficas los días previos al lanzamiento, para salir a la vez en la mayor cantidad posible de medios. Quedamos en la Escuela de Interpretación de Cristina Rota, en Lavapiés y todo estuvo normal. Una entrevista más, otra de tantas (se hacen millones en Cultura). Todo bien, hasta el momento final, justo cuando recogí la grabadora de la mesita que teníamos entre ambos, y vi que estaba parada. "Qué calor hace aquí de repente, ¿no?", pensé. Sofoco instantáneo.
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Dani me hablaba, las chicas de prensa de Sony Music me hablaban, pero yo ya no escuchaba nada. Ni oía. El silencio. La nada. Igual pensaron que me estaba dando un ictus, porque yo ya solo podía pensar una cosa: "No me jodas". Media hora de entrevista que ya solo estaba en mi cabeza. La grabadora, por cierto, era de cinta de casete, pues me empeñé hasta hace no tanto en seguir utilizándolas por fiabilidad, por estética y porque sí, en definitiva. Acerté a despedirme, salí a la calle y venga a rebobinar y a echar para delante, pero ahí no había nada.
"Pues nada, vámonos corriendo". Desde Lavapiés hasta Plaza Castilla, montado en el 27, anotando frases sueltas que recordaba. Es pasmoso lo complicado que resulta a veces poner por escrito una conversación que acabas de tener con alguien. Leyendo mis propias preguntas fui reimaginando, quizás un poco inventando, hasta ver ahí unos cuantos párrafos. Ni que decir tiene que me pasé de parada y acabé en la última (me tenía que apear en la antepenúltima). Para cuando llegué, me puse a escribir, sin hablar con nadie, con una concentración casi diría que inédita. Y la saqué adelante.
Por fortuna, una entrevista promocional con un cantante no es lo mismo que otra con un presidente del Gobierno a punto de empezar una guerra en contra de buena parte del país. No había cámaras con Dani Martín, algo que me habría salvado de los sudores fríos y los dolores en las sienes. Que no se te grabe una entrevista es una pesadilla recurrente (quien lo probó lo sabe), como que te falta todavía algún crédito para licenciarte y tienes que volver a la facultad de Periodismo. Ser incapaz de escribir Andrés Calamaro y poner reiteradamente Andrés Calamardo en los tiempos en los que era editor y llevaba las redes sociales los fines de semana de la Rolling Stone no es una pesadilla al mismo nivel como tal, pero sí una tara mental propia que tengo y que... os contaré otro día.
Allá por febrero de 2003, en otra vida, José María Aznar era presidente del Gobierno y estaba empeñado en sumarse a la invasión de Irak liderada por Estados Unidos. Para apuntalar su discurso y tratar de calar en una opinión pública desfavorable, decidió conceder una entrevista a Europa Press, la agencia de noticias para la que por aquel entonces yo pateaba las calles. Literalmente, pues ejercía como reportero de la sección de Informativos de Televisión, encargada de proporcionar material (declaraciones de expertos, de políticos —lo que en el oficio llamamos 'canutazos'—, ruedas de prensa, imágenes y también textos escritos por lo general en el coche) a todas las cadenas.