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Orgullo LGTBI

Pedro Lemebel, la 'loca' que combatió la dictadura de Pinochet a golpe de pluma

El escritor Pedro Lemebel.

"A nosotros no nos gusta la palabra gay, hueón. La encontramos despectiva, no se adapta con lo que es un homosexual pobre en Chile", decía Pedro Lemebel (Santiago de Chile, 1952-2015). "Reivindicamos la loca, el maricón, que lo tiran de un décimo piso porque busca amor, al que masacran los cafiches [proxenetas], ¿cachai? Al que no le dan una puñalada, sino diez puñaladas: la de la pobreza, la de la cesantía [paro]...". Eran mediados de los ochenta, a Chile le quedaban varios de dictadura militar, y Lemebel se atrevía a ser abiertamente homosexual, abiertamente comunista. El escritor y performer tardó en ser reconocido internacionalmente como el pionero que fue, una posición que se fue ganando con su valentía y con libros como Tengo miedo torero. Esta semana, la adaptación al cine de esta novela, su obra más popular, se presentaba en en el Mercado del Cine de Cannes (online en esta ocasión) con dirección de Rodrigo Sepúlveda. 

En Tengo miedo torero (2001), su única novela —sí dejó una decena de libros de no ficción, de artículos y crónicas—, residen buena parte de sus obsesiones. El universo homosexual y travesti en el personaje de la Loca del Frente, el protagonista, un hombre gai —así se le presenta en el libro, aunque se le llama constantemente en femenino y hoy podría ser leído como una mujer trans— de más de cuarenta años que sobrevive como puede en una barriada pobre de Santiago. Junto a él, el mundo guerrillero de su amado Carlos, nombre en clave de un militante del Frente Patriótico Manuel Rodríguez que se prepara para participar en un atentado contra el dictador, un suceso real del que Pinochet saldría finalmente ileso. Aquí están las intersecciones entre orientación sexual y clase, los cruces entre el panteón de la izquierda y el de la cultura LGTBI —el título es una referencia a una canción de Sara Montiel—, el amor, el rechazo, la lucha. 

El de Pedro Lemebel era también un nombre de guerra. El de bautismo era Pedro Segundo Mardones Lemebel. Nacido en una barriada de la capital, hijo de una familia pobre, siempre negoció con la identidad obrera: era la suya, claro, por clase y por ideología, pero también era una que le expulsaba en tanto que homosexual. "Yo antes me llamaba Pedro Mardones, un nombre como de trabajador, como de obrero", decía, sabiendo que al artista colisa (palabra despectiva usada en Chile para definir a los gais) esa categoría le estaba vedada. Eligió el nombre de su madre como un gesto feminista —"Todo lo que he aprendido, lo he aprendido de las mujeres", decía—, pero también como una construcción del yo: el apellido materno era invención de su abuela, que se cambió el nombre para huir de su familia. Gran parte de su obra como performer y de su concepción del travestismo —lo que hoy, por herencia del inglés, llamamos drag— tenía que ver con esta búsqueda de la identidad en los territorios marginales de la pobreza, de la militancia y de la subversión de los roles de género. 

No es de extrañar que una de sus imágenes más famosas sea una en la que se le ve vestido de mujer, con una hoz y un martillo que le cruza orgullosamente la cara. Fue un igualmente orgulloso militante comunista en un tiempo en que la mera asistencia a una asamblea, obviamente clandestinas, podían suponer la tortura y la muerte. La misma violencia acechaba en la calle cuando mostraba su homosexualidad, o peor, el amaneramiento que le acompañó toda la vida, que le valió varios despidos —lo que le impediría dedicarse finalmente a la docencia de arte, para la que se había formado— y que generaba a su alrededor miradas de sospecha. También en las asambleas. "Nadie quería decir que tenía un marica en sus filas", dice su amiga Carmen Berenguer en el documental Lebemel, de Joanna Reposi, ganador del Teddy en el festival de Berlín y disponible en Filmin. "Le echaron de todas las reuniones, no solo los comunistas, los socialistas también".

Quizás su performance más conocida fuera un discurso político, esa forma tan común de representación. Es conocido como Hablo por mi diferencia, y se pronunció por primera vez en 1986, en una concentración clandestina: 

"Yo no voy a cambiar por el marxismo/ Que me rechazó tantas veces/ No necesito cambiar/ Soy más subversivo que usted/ No voy a cambiar solamente/ Porque los pobres y los ricos/ A otro perro con ese hueso (...)/ A usted le doy este mensaje/ Y no es por mí/ Yo estoy viejo/ Y su utopía es para las generaciones futuras/ Hay tantos niños que van a nacer/ Con una alíta rota/ Y yo quiero que vuelen compañero/ Que su revolución/ Les dé un pedazo de cielo rojo/ Para que puedan volar".

 

Apocalipsis Lemebel

Apocalipsis Lemebel

Por primera vez, porque Lemebel pasó la vida declamando de tanto en tanto, frecuentemente a petición popular, ese grito contra una izquierda que prefería oprimir a sus compañeros que aceptar que el proletariado no es esa imagen unívoca de familias heterosexuales y preferentemente blanca, sino una categoría diversa y plural, compleja y exuberante como el propio Lemebel. Él hablaba sin tapujos de esa interseccionalidad que aún levanta ampollas: "Cuando hay una minoría como la homosexual, que está segregada, y si a esa minoría se le suman otras segregaciones, como por ejemplo, el sida, si ese homosexual tiene sida, si ese homosexual es tercermundista, si ese homosexual es pobre, si ese homosexual es indígena, si ese homosexual es amanerado, o afeminado, como dicen los homofóbicos, tiene mucho más que perder que el típico gay de corbatita al que solo echan del trabajo. A este otro lo matan", zanja en el documental de Reposi.

Poco después de aquel discurso encontraría su propia forma de performance política, algo a lo que él llamaba "pirotecnia corporal". Una mucho menos textual, en la que pondría el cuerpo —el cuerpo herido, el cuerpo travestido, el cuerpo envejecido— al servicio de la irreverencia. Lo haría junto a Pancho Casas, dentro del dúo Las yeguas del Apocalipsis: "Bonito, ¿eh?", decía con sorna en una entrevista en las fechas del nacimiento del grupo. "¿Por qué las yeguas? Con esto del sida, del apocalipsis... Pero nosotros no somos jinetes, somos yeguas. Tratamos de decirles a los demás maricas, que están tapados (…), que asuman. Antes del artista incluso está el homosexual". Para Carmen Berenguer, la fuerza creadora de Lemebel residía en la asunción de su fragilidad: no, no eran jinetes, no tenían el poder de esa masculinidad dirigente. Tenían otro tipo de poder: el invisible, el torcido, el que es capaz de subvertir el orden con su mera presencia. El poder de Lemebel y Casas, completamente desnudos, subidos a lomos de una yegua e irrumpiendo en la universidad. El poder del dolor: en otra ocasión, los artistas bailaban sobre un mapa de Latinoamérica cubierto de pequeños cristales, cubriendo con su sangre toda la extensión del continente. 

Es un milagro que Lemebel viviera. Podría haber sido quebrado a manos de la dictadura, de la homofobia, de la pobreza, del sida que hizo estragos a su alrededor. Pero vivió. Le pudo finalmente el cáncer de laringe, que transformó en los últimos años su voz clara y vibrante. Su última aparición pública, un par de semanas antes de morir en enero de 2015, fue en un multitudinario homenaje a su persona en Santiago de Chile. Tengo miedo torero es considerado un libro de culto. Su obra está expuesta en el Reina Sofía. El archivo de Las yeguas del Apocalipsis se conserva en el Archivo Nacional de Chile. Su nombre resuena en los países hispanoparlantes. Y ahora también en Cannes. 

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