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Un recorrido literario a pie

Caminar es un género literario en alza.

Quizá se hayan percatado de que, sí, andar está de moda. La afirmación, aunque pueda parecer un oxímoron -¿cómo puede estar de moda algo que es intrínseco a la naturaleza humana?-, en realidad tiene su miga. No solo en lo que se refiere a la catarata de artículos publicados en webs y revistas sobre las bondades atléticas del power walking o del senderismo, los complementos ideales para su puesta en práctica o las recomendaciones estilísticas de último grito para echarse al monte.

En el terreno bibliográfico, caminar también triunfa. La idea no es nueva: pensadores como Kant, Nietzsche o Thoreau ya eran en su tiempo firmes defensores de la marcha como ejercicio… filosófico. Ya saben, mens sana… y qué les vamos a contar. Ese revival que se ha dejado sentir en la oleada de reportajes –y de trotamundos por sendas y aceras-, también se nota en las estanterías de las librerías: si a finales del año pasado llegó a España la traducción del súperventas francés de 2011 Andar, una filosofía (Taurus), del Frédéric Gros, ahora pueden encontrarse también -entre otros- títulos como Wanderlust, una historia del caminar (Capitán Swing), de Rebecca Solnit, publicado en inglés en los años noventa, o Elogio del caminar (Siruela), escrito por David Le Breton en el año 2000.

Todos estos títulos, cada uno por sus medios y desde diferentes vías, llegan a una misma conclusión, una que ya rimó Miguel de Cervantes: “El que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho”. Cada autor, eso sí, la induce desde su propia perspectiva. Para Le Breton, andar es motivo para la realización de la imagen poética, pero también para la chanza. “La especie humana comienza por los pies (…), aunque la mayoría de nuestros contemporáneos lo olvide y piense que el hombre desciende simplemente del automóvil”, escribe. “Desde el neolítico, el hombre tiene el mismo cuerpo, las mismas potencialidades físicas, la misma fuerza de resistencia frente a los fluctuantes datos de su entorno. La arrogancia de nuestras sociedades podrá ser criticada como se merece, pero lo cierto es que disponemos de las mismas aptitudes que el hombre de Neandertal”.

El inmovilismo, bromas y avisos aparte, es el blanco de las críticas de todos los autores. Porque su faceta física se traduce en una dimensión mental. En su obra Ecce homo, Nietzsche aseguró que “la carne sedentaria es el auténtico pecado contra el espíritu santo”. Le Breton, que es un antropólogo y sociólogo francés, lo corrobora al afirmar que “nuestros pies no tienen raíces, al contrario, están hechos para moverse”. Y no solo hacen las veces de medio de transporte gratuito, sino que, y sobre todo, sirven de “actividad de recreo, afirmación de uno mismo, en busca de la tranquilidad, del silencio, del contacto con la naturaleza”. E inmersos en el medio natural, ese que Henry David Thoreau quería como hogar para el hombre verdaderamente civilizado, “una caminata por la mañana”, que afirmó el pensador estadounidense, “es una bendición para todo el día”.

Al andar, mejoramos la salud. Pero también, aprovechamos una cualidad actualmente en vías de extinción: la de la lentitud. El asueto para pensar con parsimonia, para admirar, para calibrar, para reflexionar. Con lo bueno, encima, de no tener una meta prevista, porque el buen caminar es aquel que se emprende sin rumbo fijo, carente de un plan prestablecido. “La precipitación y la velocidad aceleran el tiempo (en lugar de ahorrarlo), y dos horas de prisas acortan la jornada. Cada instante se rompe a fuerza de segmentarlo, de llenarlo hasta reventar, se amontonan en una hora muchísimas cosas”, apunta Gros, filósofo y psicólogo, que recuerda que “los días en los que se camina despacio son muy largos”.

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Caminar, pues, para hacer uso del tiempo; para vivir, en fin. Como vivieron y caminaron los protagonistas de su obra: Nietzsche, el enemigo del sillón; Rimbaud, el peatón; Rousseau, el ensoñado. Aquellos hombres anduvieron por la montaña, como Kant en su Königsberg natal, que jamás abandonó; marcharon por el cambio político y social, como hizo Gandhi a lo largo de decenas de años y miles de kilómetros para liberar la India, y también recorrieron las calles plagadas de coches y de ruidos, como Walter Benjamin con su disfraz de uno más entre el gentío.

Todas esas ramificaciones de una misma acción, la filosófica y literaria, la política, la física y la fisiológica, la estética, la ecológica, la legal, la campestre y la urbanita, la antigua y la moderna… explicadas también a través de algunos de sus ilustres exponentes –de Jane Austen a William Wordsworth, pasando por muchos otros- las compendia Solnit, colaboradora de la revista estadounidense Harper, en su más extensa Una historia del caminar.

A su título le precede el término Wanderlust, que alude a la pasión irrefrenable por viajar, por descubrir y explorar. A pie, dice la autora que esta pulsión se diferencia de realizarla en barco o en tren, en avión o en automóvil, en la idea de unión, de prolongación de lo que ya estaba en marcha. “Cada caminata se mueve a través del tiempo y del espacio como un hilo atravesando una tela”, escribe. “Esta continuidad es una de las cosas que creo que perdimos en la etapa industrial, aunque podemos escoger reclamarlo, una y otra vez, y algunos ya lo hacen. Los campos y las calles lo están esperando”.

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