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Cultura

Tres hitos históricos para poner la idea de España patas arriba

'Doña Juana la Loca' (1877), de Francisco Pradilla y Ortiz.

A Déborah García Sánchez-Marín (Vitoria, 1983) no le cuadraba la historia de España que le habían contado. ¿Por qué una España fundada por los Reyes Católicos, una España bajo la sombra de la cruz, una España con nombre varón, un pueblo uniformado que aplaude el absolutismo y responde con una sola voz a los vaivenes de la historia? La historiadora, cofundadora de la revista de crítica Visual404, reúne sus dudas y sus objeciones en España es esto y todo lo contrario (Temas de hoy). No funciona como un libro de historia al uso, aunque es posible aprender mucho de historia leyéndolo. Funciona, más bien, como una llamada de atención a todos esos volúmenes, de la academia al libro de texto, que no plantearon dudas ni objeciones a la historia oficial, o que contribuyeron con toda la intención a construirla. 

“Si escribo este libro”, dice en la introducción, “es porque creo que otro pasado es posible. No es un pasado que venga a sustituir a ningún otro, simplemente es otro relato, uno que viene a rellenar los huecos que la historia oficial se ha empeñado en dejar lleno de agujeros”. En conversación con infoLibre —por teléfono y en un largo viaje en furgoneta que la ha llevado a Noruega—, la autora repasa tres hitos históricos que constribuyeron a apuntalar la idea hegemónica de España y que requieren una reconstrucción. 

Juana I, la reina negada

Juana I de Castilla (1479-1555) apenas es conocida como Juana I. Su sobrenombre más común es el de Juana la Loca. Déborah García se resiste a llamarla así en el capítulo que le dedica, que discute la mitología creada en torno a la hija de los Reyes Católicos, primera heredera de las coronas de Castilla y Aragón. “Es una figura ninguneada, que ha pasado a la historia casi como una caricatura y que sigue figurando hoy en las cartelas de los museos como Juana la Loca”, protesta la historiadora. Eso sigue sucediendo siglos después de que se descubriera que el encierro de Juana I en Tordesillas tras la muerte de su marido, Felipe el Hermoso, respondió no ya a un tratamiento cruel por su supuesta locura, sino a una confabulación entre su padre, Fernando el Católico, y su hijo, Carlos I, para hacerse con el poder del trono.

“Uno de los motivos fundamentales para escribir el libro era encontrarme como sujeto histórico mujer”, defiende García Sánchez-Marín. “Los epítetos que se le dedican a ella son los que hemos sufrido a lo largo de la historia para ser desacreditadas. Tenía que encontrar en Juana una nueva lectura, más allá de la que se ha hecho tradicionalmente, escrita por hombres”. Por eso ella se interesa menos en el relato romántico de la reina, supuestamente loca de celos por Felipe el Hermoso y loca de amor tras su muerte, y más por recontextualizar a Juana I: como mujer que tiene la rara fortuna de encontrar deseo dentro de su matrimonio de conveniencia y que, pese a ser la primera monarca de las dos coronas unificadas que luego se llamarían España, es utilizada como moneda de cambio política, sufre la traición de los suyos y la tergiversación de la historia.

Esta tergiversación tiene un propósito, explica la autora: “La monarquía de los Reyes Católicos se ha utilizado, en gran medida por la dictadura, como un relato fundacional de lo que es España, se volvía a ellos para explicar la unión entre Castilla y Aragón. Pero la realidad es que, aunque las fronteras fueran entonces muy similares a las actuales, las instituciones siguen siendo independientes, y las pocas que llegan a funcionar de forma conjunta, digamos, son las diplomáticas, en un momento tardío del reinado de los Reyes Católicos, y la Inquisición”. De la misma manera que Isabel y Fernando sirven para sustentar una “historia oficial” sobre la creación política de España, Juana I tendrá luego su propia utilidad historiográfica. Pero en otros aspectos.

Su figura servirá primero para malograr la perspectiva de dejar la corona en manos de una mujer, una mujer que había fantaseado con entrar en un convento, que se negó a volver a casarse (tuvo el ofrecimiento de Enrique VII de Inglaterra) y que se resistió a la autoridad de su padre y de su hijo hasta el punto de que estos tuvieron que mantenerla encerrada. “Valga como ejemplo”, escribe Déborah García en el libro, “la manera tan vergonzosa con la que los historiadores, porque sería injusto hablar de la historia, han escrito sobre las dos únicas reinas que ha habido en España. Por un lado tenemos a Juana I, la mal llamada la Locala Loca y, por otra parte a Isabel II, la reina Borbón a la que llamaron puta”. Pero su figura servirá también en el siglo XIX para crear “una imagen de España vinculada a la muerte y a la historia negra”, perpetuada a través de una pintura que la recoge llorando a su esposo o vagando por los campos. La reivindicación que hacen los comuneros castellanos de Juana I, a la que llegan a rescatar de Tordesillas, no generó tanto interés como el supuesto desequilibrio real.

Un solo pueblo, una sola religión

Eran alrededor de 300.000 personas. Los moriscos, musulmanes bautizados tras el proceso de conversión forzosa iniciado por los Reyes Católicos, llegaban a suponer en regiones como el Reino de Valencia un tercio de la población total. Y después de muchos intentos y fracasos por parte de monarcas anteriores, Felipe III el Piadoso lograría expulsarlos entre 1609 y 1613. “Aquí se ve muy claro cómo, en la construcción de la idea de España, se establece una línea muy clara entre quién es español y quién no, y esa línea es la religión”, defiende Déborah García. La decisión del Consejo de Estado estuvo fundamentada, de hecho, en esa búsqueda de uniformidad: se acusaba a los moriscos de seguir secretamente aferrados a su religión, y se les veía como “una auténtica quinta columna” que confabulaba contra los intereses de España.

Nada contaron las aportaciones musulmanas y moriscas a la gastronomía, el lenguaje o la técnica. En el proceso de construcción del Estado que exigía “hacer de España algo monolítico”, cayeron los moriscos como había caído los judíos y caerían luego los gitanos. “En toda Europa tiene lugar este proceso de uniformizar la sociedad. Para el Estado nación, es necesario que las personas que viven al margen sean asimiladas, y lo que no se puede asimilar y controlar es molesto y se acaba con ello”, señala la historiadora. Desde Valencia, los moriscos fueron enviados a Nápoles y a Orán. Los castellanos marcharon hacia el norte de África o hacia Francia. Los pueblos antes habitados por población moriscas se quedaron desiertos, y sus tierras y casas fueron tomadas por los señores feudales.

Pero España es esto y todo lo contrario señala un fenómeno curioso: una revisión histórica que ha reconocido a ciertas comunidades los lazos que las unen a nuestro país, mientras se lo niega a otras. Así, en 2015 el Estado reconoce la nacionalidad española a los descendientes de sefardíes, los judíos de la Península Ibérica expulsados en el siglo XV. No ha ocurrido lo mismo con los moriscos expulsados un siglo más tarde y, señala Déborah García, tampoco ha ocurrido con los saharauis, los antiguos ciudadanos del Marruecos español o con los nietos de exiliados por la Guerra Civil. “Me parece muy bien lo que se hizo con los descendientes de sefardíes, pero no es entendible que a comunidades que han estado ligadas a España hasta hace dos días a España no se les reconozca esa pertenencia. ¿Por qué se sigue siendo así? Porque nuestras instituciones son racistas, no se considera igual al que proviene del norte de África que a alguien que viene de Perú”, señala la autora. “El concepto de 'afinidad cultural' se ha usado para excluir a algunas tradiciones que vemos con mayor hostilidad”, insiste.

Si el BOE que en 2015 hacía oficial el reconocimiento a los judíos expulsados hablaba de “vestigios de verbo y piedra” dejados por la cultura sefardí en la memoria española, García Sánchez-Marín se pregunta si es un vestigio de menor valor el verbo que dejó la palabra naranja o la piedra que construyó la Alhambra.

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“Presentar la guerra como una por la independencia o contra los franceses para la liberación de España es perder de vista otras cuestiones”, escribe Déborah García sobre la Guerra de Independencia y el periodo que, para ella, cinceló el “sentimiento nacional español moderno”. En el libro recuerda que el mito de la unidad nacional es eso, solo un mito, y que las élites estaban tan divididas como confuso el pueblo. En palabras de Jovellanos, que recoge el libro: “El pueblo miserable y compuesto de jornaleros se sentía ante la guerra indiferente y sin espíritu de patria”. Habría que construirlo. “Lo que intento es sumar un relato”, defiende la autora, “que no viene a imponerse a otros, pero sí a complementarlo y a señalar que esto es una construcción, y que el motivo por el que esto se convierte en un mito es porque hay unas élites a las que les interesa que sea así. Esta idea de la España unida y en armas contra el invasor, que retrotrae a Numancia”.

No eran, desde luego, unitarios los liberales que batallaban cabalgando en la idea de la soberanía nacional y soñando con una constitución, y los conservadores que apelaban a la tradición, pero ambos estuvieron de acuerdo en servirse de la monarquía y de la religión para su oposición a Francia, y en defender la idea de que no había habido disidencia alguna en la lucha contra el invasor. Pero fue el propio Fernando VII, llamado luego el Deseado, quien escribiría a Napoleón, como recoge el libro: “Mi mayor deseo es ser hijo adoptivo de S.M. el emperador nuestro soberano, (…) tanto por mi amor y afecto a la sagrada persona de S. M., como por mi sumisión y entera obediencia a sus intenciones y deseos”. La autora se pregunta qué pensaría el pueblo madrileño cuando en 1823 vio entrar en la ciudad al rey por el que había luchado acompañado por los Cien Mil Hijos de San Luis, un ejército tan francés como aquel que habían combatido.

“El siglo XVIII sirve para crear la base de los Estados, y el XIX sirve para sentarlo en el imaginario”, defiende Déborah García, que recorre en el libro la narración pictórica de la contienda. Ahí están Los fusilamientos del 3 de mayo, de Goya, un liberal interesado por las ideas francesas cuya denuncia de la guerra sería utilizada como exaltación de la patria española. O El hambre de Madrid, de José Aparicio e Inglada, una “singular alegoría histórica” lucida por Fernando VII como demostración del apoyo que le ofrecía fielmente su pueblo. “A gran parte de la población, esta construcción de la historia no le sirve ni le explica. Y hay que preguntarse por qué”, lanza Déborah García. 

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