Olivier Codet conoció a N. en el patio de Notre-Dame-de-Bétharram el día que empezaron tercero, en septiembre de 1985. El comienzo de un año “infernal”, pero también de una “amistad inquebrantable”. “Los dos éramos un poco 'tarambanas', nuestros padres estaban convencidos de que nos vendría bien”, recuerda este profesor bordelés de 55 años.
En Bétharram, la violencia comenzaba al terminar las clases: “Nos pegaban mucho los tres tutores que dirigían el internado, eran una especie de kapos. Bofetadas por cualquier cosa. Vi a chicos de 40 kilos ‘decapitados’, volando por los aires...”.
Olivier dice que rápidamente “decidió portarse bien” para tener más posibilidades de regresar a Burdeos después de ese año de tercer curso. “N. intentó rebelarse. Se llevó aún más hostias”.
Además de los golpes diarios, Olivier cuenta las humillaciones y las novatadas, las horas que pasaba de pie en el patio, “delante de la Virgen”, a temperaturas gélidas, pero también el suplicio “del levantarse”. “Cuando había ruido en el dormitorio durante la noche, los vigilantes despertaban a todo el mundo con un tambor a las 5 de la mañana. Entonces teníamos que quedarnos de pie, a veces durante una hora y media, al pie de nuestras camas, con la vejiga llena. Algunos acababan, evidentemente, meándose”. Además, solo se permitía una ducha a la semana.
“El problema es que no volvíamos a casa por la noche, por lo que teníamos esa carga de violencia incesante de la que no podíamos desprendernos”, analiza hoy Olivier.
Al final de tercero, los dos amigos regresaron con sus padres a Burdeos: “No íbamos al mismo instituto, pero seguíamos siendo inseparables”. Olivier cuenta que tuvo la suerte de recuperar su entorno y su equipo de hockey. “N., en cambio, volvió con un síndrome de guerra de Vietnam, lo destrozaron”, nos confía este cincuentón.
Los dos chicos no volvieron a hablar de aquel año. “Hacíamos tonterías de adolescentes”, recuerda el exinterno. N. montaba en moto y jugaba al tenis, era un chaval guapo, pero nunca le iba bien con las chicas. Tenía altibajos”. En su último año de instituto, cogió el rifle de su abuelo del garaje y se pegó un tiro: “No solo es una vida arruinada, es una familia destrozada”. Después de eso, Olivier “formateó su disco duro” y se marchó del suroeste.
¿Cuántos antiguos alumnos de Bétharram no sobrevivieron a la violencia física y/o sexual que sufrieron allí? “Nadie lo sabe, pero parece considerable, muy por encima de la media en cualquier caso”, afirma el denunciante Alain Esquerre.
Borrados de la historia mediática
En el grupo de Facebook de antiguos alumnos aparece varias veces el nombre del joven V., fallecido en 1995 a los 14 años. “Estaba en mi clase, con Calixte Bayrou”, cuenta Éric Arassus, miembro del colectivo de víctimas de Bétharram, que afirma haber sido testigo de varios suicidios durante sus tres años de escolaridad. El de V., un niño “con ganas de vivir y agradable”, le “marcó especialmente”. “Toda la clase fue al funeral, fue muy emotivo, pero no recibimos ningún apoyo. Se borró todo como si no hubiera pasado nada.”
En el periódico del centro, una necrológica rinde homenaje al adolescente. “Iba a cumplir 15 años en unos días”, dice el texto. “Nos dejó de repente, viviendo a su manera su encuentro con el Señor”. “V. se fue con su secreto”, escribe el padre Vincent Landel.
Veinte años después, nadie se atrevería a afirmar que existe una relación causal directa y unívoca entre este suicidio y los actos de violencia generalizada cometidos en el centro. Pero, ¿cómo no plantearse una correlación? Desde que estalló el escándalo en febrero, en los foros de debate creados por supervivientes de toda Francia rondan los nombres de los exalumnos fallecidos, desde Bearn hasta Relecq-Kerhuon (Finisterre), pasando por Abondance (Alta Saboya).
Pero esas víctimas, en lo más alto del espectro del sufrimiento, ya no están aquí para contarlo. Ahora que las voces surgen por todas partes, están invisibilizadas, por no decir borradas, en el relato mediático y político: ¿dónde están los surimientos de aquellos que murieron por lo que les pasó?
Para que la historia de la violencia sistémica en los centros católicos no se escriba sin ellos, Mediapart ha trabajado para encontrar a familiares que aceptaran hablar de un hermano o un amigo, con la convicción de que la violencia sufrida durante la infancia influyó en su suicidio o su muerte prematura. Muchos dudaron: “¿Cómo juzgar aquello?”.
Y también: “¿Quién soy yo para hablar en nombre de un muerto?”. Uno de nuestros testigos resolvió finalmente este dilema de la siguiente manera: “Si testifico en nombre de mi hermano, es para ocupar su lugar”, dice Céline. “Y, en cierto modo, devolvérselo.”
Ausencia de cifras
La propia comisión de investigación de la Asamblea Nacional constató la ausencia de estadísticas. En su informe final, publicado el 2 de julio, solo se menciona expresamente un suicidio: el de Romain, un adolescente de 14 años escolarizado en la aldea infantil de Riaumont (Pas-de-Calais), que se quitó la vida en 2001 tras denunciar tormentos, en particular el de “clavarle tenedores” (según La Voix du Nord).
Ya en 2021, tras tres años de investigación, la Comisión Independiente sobre Abusos Sexuales en la Iglesia (Ciase) apenas se pronunció sobre los suicidios. “No recuerdo que se haya intentado cuantificar”, confirma el expresidente Jean-Marc Sauvé.
Se trataba ante todo de ayudar a reparar a los vivos. Además, “un suicidio no tiene una causa única”, repite el ex presidente del Consejo de Estado. “No obstante, éramos conscientes de que los abusos sexuales a menores habían provocado un trastorno tal que algunas de las víctimas no pudieron recuperarse”.
Aún conmovido, el ex presidente de la Ciase recuerda además que varias víctimas que querían ser escuchadas nunca se presentaron: “Me gustaría creer que todas esas muertes fueron naturales, pero no estoy seguro...”.
La presidenta de la instancia nacional de reparación e indemnización creada por la Iglesia a raíz de las conclusiones de la Ciase indica que, desde 2021, dos hombres que habían iniciado el proceso de reconocimiento se suicidaron antes de que concluyera. En todas las diócesis de Francia se encargan de las entrevistas veintidós referentes: “Se tiene mucho cuidado”, indica Marie Derain de Vaucresson. “Cuando se evalúa que es urgente acompañar a la persona, se la deriva a un especialista en psicotraumas que evalúa […] el riesgo de suicidio y se acelera el procedimiento cuando es necesario.”
Vinieron los problemas uno tras otro: alcohol, drogas, depresión, incluso la cárcel
Christophe, por su parte, no tuvo la oportunidad de iniciar este proceso. En 2011, a los 55 años, fue encontrado inconsciente en su cama, “después de haber ingerido demasiados medicamentos”, testimonia su hermana Céline, religiosa y doctora en teología. “No me dio pena. No quería a mi hermano, no tenía ningún motivo para quererlo”.
Christophe solo inspiró miedo a su hermana pequeña. “Mi primer recuerdo de niña, debía de tener 3 ó 4 años, son unos ruidos incomprensibles en el apartamento: mi padre y mi hermano estaban por el suelo, pegándose”.
Christophe acababa de pasar dos años en el internado Sainte-Croix-des-Neiges (Alta Saboya), una institución de los Alpes dependiente de la diócesis de Nanterre (Altos del Sena) a la que se enviaba a niños, a menudo de “buena familia”, para que recibieran disciplina y aire fresco. En esos chalés, durante décadas, los tutores cometieron violaciones, abusos y humillaciones en serie, según las acusaciones presentadas en los últimos meses ante la justicia.
Al llegar a quinto curso, Christophe repitió el año, antes de regresar a la región parisina sin contar nada.
“Creo que nunca llegó al bachillerato”, cuenta Céline. “Vinieron los problemas uno tras otro: alcohol, drogas, depresión, incluso la cárcel”. Cometió graves actos de violencia contra algunos familiares.
“Era muy provocador, excesivo, era complicado mantener una conversación con él”, añade Céline. “Al final, estaba muy enfermo, tomaba muchos medicamentos”. Era prácticamente “un zombi”.
Christophe reprodujo ese sistema de violencia sobre sí mismo y sobre los demás
Poco antes de su muerte, escribió un email a su madre para revelarle que en Sainte-Croix había sido “violado por el cura”. “Ella no me dijo nada en ese momento”, precisa Céline. “Solo después de la muerte de Christophe en 2011 me habló de ese email. Pero no le creí. Era un mitómano, lo archivé en la categoría ‘mentiras’, en una cajita”. Quedó bloqueado durante años.
Luego, en 2021, mientras la religiosa se interesaba por la Ciase, se topó con unos vídeos publicados por la comisión. “Hombres de unos sesenta años daban testimonio de su agresión y de su vida posterior: ¡era el mismo recorrido de Christophe! De repente lo comprendí. Desde ese momento, para mí es una certeza”. La violación, en primer lugar, pero también “el hecho de que la violencia sufrida acabara matándolo”, ya fuera “un suicidio en sentido estricto o no, que tomara demasiados medicamentos de forma voluntaria o no”.
“El momento de los vídeos fue devastador”, continúa. “Hasta entonces, él era el malo. De repente, ya no era exactamente eso: lo habían convertido en el malo. Tuve que reconfigurar mi software interno”.
Incluso antes de que estallara el caso site, se lanzó a buscar información sobre Sainte-Croix y encontró a antiguos alumnos que recordaban a Christophe como “un compañero extremadamente amable”. Sobre todo, al descubrir “el molde de sumisión” impuesto por esa institución que enarbola como lema “la confianza y la caridad”, comprendió hasta qué punto su hermano mayor “había reproducido ese sistema de violencia sobre sí mismo y sobre los demás”.
La responsabilidad de la Iglesia
En mayo, la segunda esposa de Christophe, con la que Céline no tenía ningún contacto desde hacía diez años, contactó con el grupo de Facebook de antiguos alumnos. “Me contó cosas importantes: yo pensaba que Christophe había estado encerrado en el silencio casi toda su vida, pero parece que habló de algunas cosas con sus padres [antes del email, ndr]... Esto cambia un poco la historia, porque sin duda le provocó una mayor amargura...”. Justo antes de su muerte en 2011, también escribió al fiscal de la República, pero la citación policial llegó dos meses después de su muerte.
Hoy, Céline quiere “que la Iglesia llegue hasta el final”. “No se trata de convertirlo en una lucha estilo Juana de Arco, sobre todo porque desde 2021 ya no se respira el mismo ambiente de silencio e infantilización. Pero una vez que se han dicho las cosas, no hay que volver a taparlas. De lo contrario, este segundo silencio es una violencia más.” Y luego, añade, “lo que [ella] vive hoy es una forma de amarlo”.
En su informe de 2023, la Comisión Independiente sobre Incesto y Violencia Sexual contra Niños (Ciivise) insistía en la longevidad de los traumas: “en ausencia de terapias adecuadas”, el “sufrimiento extremadamente intenso [...] puede durar toda la vida”. Recordaba los resultados de la encuesta Barómetro de Salud 2017: las personas que han sufrido abusos sexuales antes de los 15 años son dos veces más propensas a sufrir un episodio depresivo en los últimos doce meses. En cuanto a los hombres víctimas, son cinco veces más propensos a intentar suicidarse a lo largo de su vida (leer aquí nuestra entrevista con el psiquiatra Thierry Baubet).
Para subrayar la magnitud del problema, la Ciivise incluso proporcionó una estimación del coste de los “intentos de suicidio” relacionados con la violencia sexual en la infancia: 73 millones de euros al año.
Pero aún faltan estudios que abarquen las consecuencias de la violencia de todo tipo, incluida la física y la psicológica. Hasta el punto de que los antiguos alumnos del colegio Saint-Pierre de Relecq-Kerhuon, cuyo director defendió durante mucho tiempo la “pedoplegia” (pedagogía mediante golpes), afectados casi exclusivamente por malos tratos físicos, han lanzado su propio estudio. De él se desprende que el 70 % de las víctimas declaran comportamientos de evitación social, el 65 % trastornos depresivos, el 16 % dependencia del alcohol y el 12 % adicción a las drogas. Y también en este caso, algunos ex han puesto fin a su vida en circunstancias que no han quedado claras para sus familiares.
Después de una fiesta en Brest, lo dejé en su casa. Cuando volví al día siguiente, se había pegado un tiro en la cabeza
”Era un presidio”, recuerda Françoise, cuyo hermano pequeño, Christophe, fue alumno de Saint-Pierre a finales de los años 70. “Nuestro padre era bastante duro y, aunque era comunista, decidió enviarlo allí ‘para que se hiciera un hombre’. Lo veía llegar a casa con moratones, una oreja hinchada... Recuerdo que eso me dolía”. Procedente de una familia católica practicante pero muy protectora, la madre consiguió sacar de allí a su hijo. “Tengo la sensación de que salió algo destrozado, odiando la escuela y a sí mismo. Después, todo se complicó.”
A los 35 años, durante la ola de calor de 2003, Christophe fue encontrado ahorcado en el hueco de la escalera de su casa, en la región parisina. En una carta, escribió que la vida le “era insoportable desde hacía años” y pidió que cuidaran a su gato. “Se llevó su secreto y quizá eso no tuviera nada que ver”, precisa Françoise, que vive en Quimper (Finisterre). “El suicidio también es una cuestión de personalidad, hay personas con vidas trágicas que nunca piensan en ello... Pero yo siempre he considerado que estaba relacionado”. Que, como mínimo, esos golpes le habían hecho frágil.
De hecho, lo comentó con Jean-Paul, un ex vecino de Saint-Pierre, que también establece un vínculo entre los malos tratos y el suicidio, a los 23 años, de uno de sus mejores amigos, Alain (nombre ficticio). Fue una noche de 1986. “Después de una fiesta en Brest, lo dejé en su casa”, cuenta. “Cuando volví al día siguiente, se había pegado un tiro en la cabeza con el rifle de su padre. Y le había dejado una nota diciendo que nunca se entenderían. Su padre ya era un anciano, de los que veneraban a los alemanes y la guerra. Así que había mal rollo familiar”. Pero en Saint-Pierre, “Alain lo pasó mal, y eso no hizo más que empeorar la situación”.
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Sobre todo porque las ideas del padre y del director del colegio, el abad Yvon Laé, fascinado por los nazis, coincidían. “En el patio, el brasero donde se quemaban los papeles lo llamaban el horno crematorio”, recuerda Jean-Paul, que describe “una pedagogía negra”. “Al salir de allí, todos quedamos marcados, con tendencias al alcoholismo y al riesgo”. Jean-Paul, ahora miembro de un colectivo de antiguos alumnos, alza la voz no solo por su propio “trabajo de reparación”, sino también “por los amigos”, para liberarlos de su condición de fantasmas.
Traducción de Miguel López
Olivier Codet conoció a N. en el patio de Notre-Dame-de-Bétharram el día que empezaron tercero, en septiembre de 1985. El comienzo de un año “infernal”, pero también de una “amistad inquebrantable”. “Los dos éramos un poco 'tarambanas', nuestros padres estaban convencidos de que nos vendría bien”, recuerda este profesor bordelés de 55 años.