"Lo peor para los niños no son las bombas, es el hambre”: la voz de los palestinos en el exilio

Rachida El Azzouzi (Mediapart)

“Wajd está bien”, repiten sus padres, como para convencerse a sí mismos, mientras llevan consigo las marcas del infierno de Gaza. Wajd ha recuperado el apetito, la sonrisa y algo parecido al sueño, explica su madre, a pesar de que se despiertacon pesadillas, implorando que vuelvan a la vida sus hermanos Maid, de 6 años, y Jad, de 5, asesinados en el bombardeo de su refugio en la ciudad de Gaza.

Ya no esconde comida debajo de la almohada, añade su padre, tan conmocionado cuando descubrió por primera vez a su hijo de 4 años con un tomate debajo del colchón. El pequeño les dijo que era para compartirlo el día en que la familia no encontrara nada más que comer, ni siquiera la hierba que crece entre las ruinas y que solía recoger con su madre para preparar la comida.

En cuanto a su pierna derecha, en mal estado desde que lo sacaron de los escombros, Wajd está recuperando poco a poco su uso. Los huesos y los tendones estaban tan expuestos y había tanta pérdida de sustancia que estuvo a punto de ser amputada. En el enclave palestino devastado, la cosieron como pudieron, con los medios disponibles, sin anestesia, y aconsejaron inscribir al niño en una lista de evacuación médica a un tercer país.

Lo inesperado ocurrió tras varios meses de trámites, obstáculos y espera: Wajd fue acogido por Francia. Llegó a París el 31 de julio, con su padre y su madre, Mohammad y Alaa Youssef. Un día más y su rescate se habría visto comprometido.

El 1 de agosto, las autoridades francesas anunciaron la suspensión de la acogida de refugiados de Gaza, mientras se investigaba el caso de una estudiante palestina admitida en Sciences Po Lille y posteriormente expulsada a Qatar tras publicar comentarios antisemitas en redes sociales. Seis semanas después, según nuestra información, las admisiones aún no se han reanudado, a pesar de los numerosos llamamientos para que se levante esa sanción colectiva. El ministerio de Asuntos Exteriores, al que nos hemos dirigido, no ha respondido a nuestras preguntas, a pesar de nuestros insistentes intentos.

“Nuestra alma está en Gaza”

Operado en el hospital Necker, Wajd ha hecho progresos espectaculares en un mes y medio. En esta tarde de septiembre corretea por el parque de un barrio popular de la región parisina. Sus padres se encuentran allí con otros dos supervivientes de Gaza, Khairy Mohammad Abou Younès y su hijo Amer, de 2 años.

Venían en el mismo vuelo de evacuación y luego coincidieron en el mismo hotel, antes de ser distribuidos en alojamientos por el centro de acogida de solicitantes de asilo (Cada): Wajd y sus padres en un apartamento que comparten con exiliados procedentes de África, Amer y su padre en un estudio.

Las familias se dan cuenta de que los dos municipios que los acogen están muy cerca, lo que suaviza la dureza del exilio, que los sumerge en lo desconocido, y alivia por un momento el sufrimiento extremo que representa la destrucción por parte de Israel de su pueblo, de su tierra de Palestina. “Estamos físicamente en Francia, a salvo, pero nuestra alma está en Gaza”, dice Mohammad Youssef, de 35 años.

El rostro demacrado de Khairy Mohammad Abou Younès, de 37 años está tenso. El hombre está consumido por la culpa. No ha conseguido evacuar a su mujer, a pocos días de dar a luz, ni a sus otros dos hijos, refugiados en una tienda de campaña en el sur del enclave, en la zona superpoblada e inhabitable de Al-Mawasi, donde “no queda ni un centímetro cuadrado libre”.

Cuando conoció la noticia de la evacuación médica, no tuvo otra opción. Tenía que irse para salvar la pierna de Amer, atravesada por un fragmento de proyectil israelí lanzado contra la casa en ruinas donde se refugiaban. Pregunta, preocupado, cómo conseguir la reunificación familiar.

Su hijo fue ingresado en cirugía ortopédica en el hospital Trousseau, donde fue sometido a varias intervenciones. Por ahora, camina con una ortesis o permanece en brazos de su padre. Chupándose los dedos y un manojo de llaves, de repente se pone nervioso y empieza a gritar y a retorcerse.

Con el dedo índice apuntando al cielo, señala un avión que apenas se distingue y grita sin parar: “¡Papá, rápido! ¡Es el avión de ayuda humanitaria!”. La misma escena se repite más tarde cuando pasa un camión cisterna: “Papá, camión de agua. ¡Rápido! Ve a hacer cola con el abuelo.”

Wajd y Amer están profundamente traumatizados. Física y psicológicamente. Han perdido su mundo, su casa, sus juguetes, sus puntos de referencia, a varios miembros de su familia, una parte de su cuerpo... Ambos encarnan la infancia destrozada en Gaza por los bombardeos, el hambre, la sed, las enfermedades, los desplazamientos forzados...

Desde el 7 de octubre, en ese territorio martirizado han sido asesinados o heridos más de 50.000 niños. El enclave, donde se ha declarado el estado de hambruna, bate récords de mortalidad infantil, incluyendo todos los conflictos, y de amputaciones, hasta el punto de ser el lugar del mundo con mayor concentración de personas discapacitadas. Según la UNRWA, la agencia de la ONU para los refugiados palestinos, desde hace casi dos años se masacra allí cada día el equivalente a una clase de entre 35 y 45 niños.

“El hecho de tomar como blanco a los niños demuestra la intención de destruir a un grupo como tal, al menos en parte. Los niños [que representan la mitad de la población de Gaza, ndr] son esenciales para la supervivencia de cualquier grupo como tal, ya que la destrucción física del grupo está asegurada cuando es incapaz de regenerarse”, concluyó recientemente la Asociación Internacional de Investigadores sobre el Genocidio (IAGS), que a su vez denuncia la comisión de un genocidio en Gaza.

Cuando sus padres le preguntan si quiere volver a Gaza, Wajd se enfada: “¡Nunca más!”. “Allí no hay fruta”, dice. “Le ha marcado más el hambre que las bombas y la destrucción, a las que los niños han acabado acostumbrándose”, comenta Alaa, su madre, de 32 años. Encontrar algo con qué alimentar a los suyos cada día, pasar horas buscando un trozo de pan, un kilo de arroz, un bidón de agua, fue “una de las peores luchas”, recuerda. A menudo, fue en vano.

Así que los Youssef han bebido agua residual, comido alimentos para animales, hierba, como la que crecía al pie de la valla del parque. Alaa se emociona mientras se agacha para recoger unas hojas. Wajd se une a ella inmediatamente y se asegura de que no se las coma. Cuando resultó herido, tuvieron que conseguir carne para que ingiriera algo de proteína, ya que, de lo contrario, su estado de salud habría empeorado aún más. Pagaron 100 dólares por un pollo minúsculo.

“El primer alivio al llegar a Francia fue descubrir la abundancia de comida”, dice Mohammad, que ha perdido más de treinta kilos. Alaa también ha adelgazado mucho. No se nota que está embarazada de ocho meses. La felicidad de dar la bienvenida a una niña no atenúa el inmenso dolor, que “ninguna palabra puede describir”, de haber perdido a sus dos hijos mayores.

Era el 14 de julio de 2024. Se habían refugiado en Cheick Radwan, en la ciudad de Gaza, en casa de la familia paterna. Alaa había encontrado hojas de molokhia, un plato emblemático, y tenía previsto cocinarlas al día siguiente, para alegrar un poco el día a día.

En la habitación, en la planta superior, dormían varias personas. Maid y Jad estaban tumbados contra una pared, su padre cerca de la entrada. Alaa abrazaba a Wajd al otro lado de la habitación, medio dormida por culpa de las cucarachas y el calor sofocante, cuando al amanecer una explosión destrozó su edificio. Wajd gritó: “Mamá, los israelíes me han dado en la pierna”. Ella le agarró un dedo para tranquilizarlo, lo único que pudo hacer bajo los escombros...

En el hospital, en una silla de ruedas, se enteró de que Maid y Jad habían muerto. Los equipos de rescate los encontraron desfigurados, con los cuerpos destrozados. Su marido muestra en su teléfono fotos y vídeos suyos llorando sobre los cadáveres de sus hijos, enterrados en Jabalia.

Muestra la vida antes del 7 de octubre, su lujoso apartamento en el barrio de Al-Rimal, “el más bonito de Gaza”, cerca del hospital Al-Shifa, la alegría de los niños con sus uniformes escolares, de futbolistas, sus cumpleaños. “La vida era dura bajo el bloqueo, pero era bella, sencilla y digna. Tenía un sueldo, un coche”, testifica Mohammad, que era enfermero de Médicos Sin Fronteras desde 2015 y daba clases en la facultad.

Preparó el expediente para solicitar asilo. Vuelta a recordar todo. Su vida destrozada. Su futuro sacrificado. El trauma físico, psíquico, cultural. Los primeros desplazamientos hacia el sur. El regreso al norte, a su casa, antes de que el ejército israelí la borrara del mapa junto con todos sus recuerdos. Errante sin fin, de refugio en refugio, en la indigencia total. Insiste en la hambruna, la primera que data entre noviembre de 2023 y marzo de 2024, y la segunda, la más terrible, que dura desde enero.

Vuelve sobre su detención arbitraria en la noche del 18 de marzo de 2024, en pleno Ramadán, cuando los soldados israelíes le separaron de su mujer y sus hijos y le arrojaron a una fosa excavada con un bulldozer, donde pusieron de rodillas y en ropa interior a los hombres del barrio, jóvenes y ancianos.

Dieciocho horas en el frío glacial, humillados, torturados, bajo los disparos y las explosiones, rodeados por los tanques. No todos fueron liberados, dos murieron poco después de salir de prisión.

Describe con detalle el asesinato, cuatro meses después, de sus dos hijos. Eran “tan brillantes”, dice su madre. Licenciada en comercio y marketing, compensaba la falta de colegios dándoles clases cada día. Nos ofrece un plátano y nos pide que lo comamos: “Consideradlo una limosna para ellos. Era su fruta favorita”.

Antes de marcharse, los Youssef dejaron las pocas pertenencias que pudieron empacar a un padre que les suplicó que le ayudaran a evacuar a su hijo gravemente herido. El terror no les abandona, a pesar de la distancia. Cada día les anuncian nuevas muertes y amputaciones. Familiares, vecinos. En estos días, lo que les aterroriza es presenciar la destrucción de la ciudad de Gaza, tan querida para ellos.

“Israel la arrasará como ya ha arrasado la mayor parte de nuestra tierra y el mundo se lo permite”, dice Mohammad, que se describe a sí mismo como “vivo y muerto al mismo tiempo”. “Todo el mundo está agotado por los desplazamientos”, añade Alaa. Antes se podían encontrar taxis y carretas para ayudarte, pero ahora todo es muy caro y hay que caminar. Muchos habitantes, como mi hermana en la ciudad de Gaza, se niegan a irse y prefieren morir en sus casas antes que volver a dispersarse por las carreteras.”

La pareja tiene una prioridad: aprender francés. A él le preocupa su futuro, la soledad del exilio, el coste de la vida en Francia. Todas esas angustias se las cuenta a una voluntaria, profesional de la salud con experiencia en la acogida de familias supervivientes a su llegada a Francia. Ella les lleva vajilla, ropa, pero también alegría y consuelo con su simple presencia a su lado.

Esta mujer prefiere permanecer en el anonimato, se preocupa por su salud mental y se moviliza para conseguirles atención psicológica, algo que no se ha tenido en cuenta en el dispositivo de acogida de las autoridades francesas: “Al fin y al cabo, son víctimas de un genocidio.”

El exjefe del Estado Mayor del ejército israelí confirma el balance de víctimas

El último balance (a fecha de 10 de septiembre) del ministerio de Sanidad de Gaza, en el que se basan las organizaciones internacionales, recoge más de 64.803 muertos y 164.264 heridos. Esto supone más del 10 % de la población, según confirmó el 13 de septiembre el exjefe del Estado Mayor del ejército israelí, Herzi Halevi.

Muchas ONG y expertos consideran que estas cifras están subestimadas, ya que no incluyen a las miles de personas que se encuentran bajo los escombros, ni a las que han muerto a causa del bloqueo, las enfermedades, el hambre, la sed, etc.

La ONU declara oficialmente la situación de hambruna en la Franja de Gaza

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A finales de agosto, el medio de comunicación israelo-palestino +972 y el diario británico The Guardian, que tuvieron acceso a datos de los servicios de inteligencia israelíes, revelaron la proporción de civiles afectados: al menos el 83 %. Algo nunca visto en las guerras modernas.

 

Traducción de Miguel López

“Wajd está bien”, repiten sus padres, como para convencerse a sí mismos, mientras llevan consigo las marcas del infierno de Gaza. Wajd ha recuperado el apetito, la sonrisa y algo parecido al sueño, explica su madre, a pesar de que se despiertacon pesadillas, implorando que vuelvan a la vida sus hermanos Maid, de 6 años, y Jad, de 5, asesinados en el bombardeo de su refugio en la ciudad de Gaza.

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