Literatura
Una novela sobre la Guerra Civil, galardonada con el Premio Goncourt
Sí, Lydie Salvayre ha escrito, resumiendo, el libro de su madre. Que es también el de la Guerra Civil, todo un homenaje, a través de la figura de Bernanos, a los que se atreven a ir en contra de los de su propio bando y a decirlo; una oda a la libertad –en pleno verano de 1936– y una inyección de moral, en el otoño 2014. Esta autora, de origen español, ha sido galardonada este miércoles 5 de noviembre, merecidamente, con el Premio Goncourt, el máximo premio literario francés.
A menudo, Lydie Salvayre escribe como si viviese en cierto estado de urgencia, como si necesitara acabar el libro antes de que este repose, antes de que esté demasiado bien construido, como si temiera perder por el camino la pulsión inicial que ha permitido que el texto exista. Extravagante en ocasiones, aunque siempre con la cabeza alta. Esta vez, mucho más que eso.
Se puede decir que tiene a quien parecerse, en lo que al comportamiento se refiere. La novela premiada, Pas pleurer [No llorar], conjuga a la perfección la urgencia con la literatura. Da la palabra, entre otros, a Montse, la madre, ahora una señora mayor, sentada al lado de la ventana, en un sillón verde. ¡Qué forma de hablar! “En una semana me convertí en anarquista dispuesta a abandonar a mi familia sin el menor remordimiento y dispuesta a pisotear [sigue en español] el corazón de mi mamá”. Más de 70 años de exilio han dado como fruto una lengua transpirenaica, un frañol, figurado y exultante, en el caso de la madre, y un francés impecable y vivo, en el caso de la hija, un gusto intergeneracional por la libertad, una tendencia a la insolencia compartida.
Montse, dice el médico, ha perdido un poco la cabeza; la prueba está en que ha olvidado mucho. Todo, salvo aquel verano de 1936, época magnífica, tres momentos de la insurgencia libertaria, que tan caro saldría después. En su pueblo catalán, estaba predestinada a servir, tenía un aire “bastante modesto”, que la confinaba a la inexistencia.
Su hermano Josep, que se había ido de jornalero a "Lérida", volvió siendo anarquista, seducido por la revolución, deseoso por fundar, también él, una comuna libertaria. Salieron cuatro con destino a Barcelona, lejos del ambiente pueblerino que los asfixiaba, donde no tardaron en abrazar el comunismo de la mano de Diego, hijo de un terrateniente, y más tarde, llegado el momento, el franquismo.
Los jóvenes conversos que son Josep y Diego citan a cual más los periódicos que leen y que les enseñan a pensar, pero Josep está dotado de cierto instinto particular, de cierto valor que en política puede costar la vida. “A diferencia de Diego, que como dirías tú, quiere comerse el mundo y cuyas peroratas y actos parecen tener un gol secreto; Josep es todo corazón, ¿se dice así, cariño?, no te rías, Josep es un caballero, si se me permite, le gusta regaler, ¿es francés regaler? Se ha dedicado a su sueño con su juventud y su candidez [...] No te rías, había muchos como en él en tiempos, las circunstancias lo permitían sin lugar a dudas y este plan lo defendió sin intenciones segundas. Lo digo sin sombraje de duda”.
Así es Josep, mientras que su joven hermana Montse, de quince años, con un vestido ligero, deambula por las calles de Barcelona, se enamora de un voluntario francés, guapo y anónimo como si se tratase de un héroe de Capa, rápidamente desaparecido como ellos. Josep ve lo que no debe ver. Las ejecuciones sumarias que le repugnan y el envío suicida de jóvenes voluntarios al frente, sin armas y sin preparación alguna. Optará por no ir al frente; el frente le encontrará a él.
Montse regresa al pueblo embarazada, sin posibilidad de casarse, deslumbrada para siempre por las calles donde se respira libertad y fraternidad, por el amor en un hotel, por haber escapado a la vida a la que se sabía predestinada. Montse en el pueblo tendrá un destino muy particular, similar al que esperaba a tantos: una marcha agotadora que duró más de un mes con un bebé, supervivencia aleatoria, campos franceses, exilio.
Mientras tanto, en Mallorca, un escritor, francés él también, muy de derechas, católico ferviente, completamente convencido de que el bolchevismo supone la encarnación del mal y con un hijo militante de la Falange, observa lo que está sucediendo en la isla, es Bernanos. Las ejecuciones, el salvajismo, el terror procedente de la mano de la bendición entusiasta o distraída de la iglesia. Los campesinos a los que se saca de la cama para pegarles un tiro. Los cadáveres en las cunetas. Los sospechosos porque son sospechosos. Las playas y los cadáveres alineados y bendecidos. Anticipo, avanzadilla de este ejército “rebelde” con el que creía compartir los valores. Observa cuanto ocurre y ve que todo eso es “su” bando. Ese momento, ese instante, en el que hay que elegir entre el alma y los amigos. “Usted es para mí un hermano con una desoladora lucidez”, le había escrito Artaud en 1927.
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Bernanos escribió Los grandes cementerios bajo la luna, algo que nunca le perdonarían. Encender a la Iglesia. Lydie Salvayre recuerda que una joven filósofa, Simone Weil (“Usted me es más cercana, no hay comparación, que mis camaradas de las milicias de Aragón, estos camaradas a los que sin embargo quería”) le envió por entonces una carta al escritor que conservó en su cartera hasta su muerte. Ella también recuerda a Claudel.
Y así se va avanzando en la novela Pas Pleurer, entre dos personajes; uno destrozado y la otra con muchas ganar de vivir, de sobrevivir; despotricando contra los arzobispos cómplices, contra el odio de clase, uno, hablando de sexo y de levantamientos –en su sillón verde- a sus más de 80 años, la otra. Ella que otras veces solo decía “el Acto”. Y las dos voces –mezcladas y complicadas por las rivalidades, los amores poco razonables, las sorprendentes complicidades del pueblo– se responden. Un diálogo de entre los muertos que hablan a los vivos de hoy. De la necesidad de la utopía, de la irreductible necesidad de soñar, frente a los fanatismos religiosos que se oponen o que lo sustituyen, mientras se desprecia a los “malos pobres”.
Traducción: Mariola Moreno