Seis meses de dominio talibán: Afganistán se asfixia bajo la represión, el hambre y la desesperación

Hussain, su esposa y sus hijos (Bamyan, Afganistán, enero de 2022).

Rachida El Azzouzi | Mortaza Behboudi (Mediapart)

“You are safe in Afghanistan but be careful” (“Están a salvo en Afganistán, pero tengan cuidado”), repite el auxiliar de cabina en un inglés “tan destrozado como su país”. 

Tiene malas noticias: el avión, que ya acumula mucho retraso, ha sido desviado a Kandahar, la gran ciudad del sur, cuna de los talibanes, “crazy people” (“locos”), suelta, mientras se asegura de que nadie a su alrededor lo oye. Kabul está nevada, es imposible aterrizar en ella. “Volvemos en cuanto hay suficiente visibilidad”.

“Allah akbar”, invoca un pasajero con pakol, la boina nacional de lana de oveja, mientras manipula un rosario de cuentas azules, mientras su vecino se retuerce de dolor, presa de los cólicos. 

El viejo Boeing de la compañía aérea Ariana, prohibida en los cielos europeos por considerarla demasiado peligrosa, va atestado de equipajes y viajeros: todos afganos, hombres, la mayoría vestido con túnica-pantalón-sombrero tradicional, a excepción de tres mujeres, elefantes en una cacharrería, “la extranjera”, “la periodista”, colocada por defecto en primera fila, junto a un grupo de menores no acompañados, y dos mujeres afganas con velos de colores que muestran su pelo.

Una procede de India, exhausta, con su marido y sus hijos pequeños. Cuando camina, fija la mirada en los pies para no cruzarse la mirada masculina. La otra, de unos treinta años, se llama Nadima y viaja sola desde Canadá, donde se crió, con la cabeza alta y un pesado collar étnico. Está enfadada; el día anterior, los fundamentalistas islámicos utilizaron gas pimienta para reprimir a una veintena de mujeres que se manifestaban en Kabul y reclamaban el derecho a la educación y al trabajo.

A Nadima le hubiera gustado estar allí. Se presenta como “influencer de los derechos humanos pastún [el grupo étnico suní dominante del que proceden los talibanes]”. Viene para “quedarse en el país”, para desarrollar su asociación Dream, Voice, Act: “Hay que dejar de huir”. Dijo en Al Jazeera. “Si todo el mundo se va, ¿quién defenderá a los que se quedan? “

Su prima, maestra en contra de la voluntad familiar, huyó a Turquía, aterrorizada con la idea de acabar como ama de casa. Se dedicó a esta profesión para vengar a su madre, maestra que fue azotada durante el primer régimen talibán (1996-2001) por enseñar ilegalmente a las niñas.

Nadima insta a los hombres a su alrededor: “¡Moveos, apoyadnos!”. Y responden: “No podemos hacer nada, el país está jodido”. Con cada ataque suicida, los ametralla: ¿por qué tantos afganos se inmolan, atraídos por 72 vírgenes imaginarias en el paraíso, “cuando en esta tierra ni siquiera intentan luchar por una mujer, ni siquiera por su propia madre, hermana, abuela, hija, sobrina”?

En Kabul, su primo vio las manifestaciones de mujeres desde su ventana. Las veía “como un espectáculo”. Está seguro de una cosa: “Probablemente serán derrotadas, heridas. Nadie se ocupará de ellas”.

Aeropuerto de Kabul. Los trabajadores raspan las capas de nieve para limpiar las pistas y amenazan con hacer una huelga de palas: “Trabajamos gratis, los talibanes se niegan a pagarnos. Dicen que no tienen dinero”. “Los funcionarios tampoco cobran ya”, despotrica un hombre con un bastón. Los mendigos le rodean para tirar de su maleta a cambio de un billete.

Los más temibles son los más jóvenes, los “niños”, si es que todavía se les puede llamar así, porque dejaron atrás la infancia hace tiempo. ¿Alguna vez la conocieron? Ya son pequeños adultos con enormes responsabilidades: trabajar, ganar dinero, alimentar a la familia.

Su piel y sus ropas están ennegrecidas como si acabaran de salir de una mina de carbón, algunos tan solo tienen 5 años. Están tan hambrientos que se pelean por una barra de pan. Polivalentes, venden máscaras, conducen carros, llevan maletas, lustran zapatos, empujan carretillas y agitan latas oxidadas de las que sale el humo del “spand”, una planta de olor penetrante, que se supone que aleja el mal de ojo.

“Déjame llevarte las maletas. Si me das 5 afganis [menos de 5 céntimos de euro], dedicaré la mitad a comer y le daré la otra mitad a mis padres para que compren leña para calentarnos”, negocia una niña, aferrada a un abrigo. Da más codazos que los chicos. Sabe que nació niña, una maldición en su país, donde los hombres aplastan a las mujeres desde la cuna.

Más allá, los agentes rodean una rotonda con un enorme “I love Afghanistan” en letras blancas con un gran corazón rojo. Como para borrar el caos que se produjo aquí seis meses antes, ante los ojos atónitos del mundo, con la debacle estadounidense. Miedo. Pánico. Desesperación. Muerte. 

La muchedumbre suplica que se la saque de un país devastado, de nuevo en manos talibanes, en la Edad de Piedra. La gente corriendo detrás de los aviones en la pista, colgando del tren de aterrizaje, cayendo del cielo, carlingas en pleno ascenso. Y luego las bombas, el doble atentado del Estado Islámico-Khorassan, la rama afgana de Daesch. Un baño de sangre, al menos 180 muertos, decenas de heridos, afganos, soldados americanos.

Kuh-i Baba, Valle de Bamiyán. Abderrahim recuerda agosto de 2021 “como los estadounidenses recuerdan el 11-S”. Fue la única vez en su vida, en 66 años, más de 40 de los cuales fue prisionero del conflicto, que se dijo a sí mismo: “Si Estados Unidos nos da un visado, nos iremos de Afganistán”.

Durante días, dejó atrás sus animales y su tierra, pegado al televisor con su esposa Tahira, en su remoto rincón del mundo a 3.400 metros de altitud, escondido en los pliegues de Kuh-i Baba, la cordillera que bordea el emblemático valle de Bamiyán, en el centro del país, el valle de los famosos Budas dinamitados por los talibanes en 2001. 

La pareja temblaba de preocupación por Jadiya, su hija mayor, de 29 años, que había salido a toda prisa hacia el aeropuerto de Kabul con su marido y sus cuatro hijos, tras recibir una llamada: “Estados Unidos está evacuando a las policías afganas, es hora de salir del infierno”.

La familia había metido unas cuantas cosas en mochilas, enderezado tanto las curvas que Jadiya había vomitado. Fue una pérdida de tiempo. Nunca llegó al aeropuerto, detenida por el estruendo de las explosiones. Tuvo que dar la vuelta. Horas de coche. En silencio y con miedo. 

De regreso, Jadiya escondió su uniforme y luego desapareció en las montañas de Hazarajat, como se llama la región, bastión de los hazaras chiíes, esos musulmanes martirizados durante siglos, presa de los radicales suníes que los llaman infieles y les reprochan sus rasgos.

Cuatro semanas, viviendo en la clandestinidad como cientos de otros hazaras atormentados por las masacres de los años 90, antes de descender a Bamiyán. “Los talibanes no suben a 4.000 metros. Nuestras montañas siempre han sido un refugio durante las guerras”. 

Seis meses después, Jadiya va y viene, aturdida por el aburrimiento, la tristeza y el miedo, en la casa de adobe ocre de sus padres, dos habitaciones cubiertas de alfombras donde la gente se calienta alrededor de una estufa de leña y una cocina con un agujero de un buen metro de profundidad donde se cocinan “naans” directamente en las brasas.

Está confinada en casa, al igual que su marido. Perdió su trabajo, como ella. Era un conductor. 

“¿Qué será de nosotros?”, se queja su hermano, que también ha vuelto a casa de sus padres, con mujer e hijos. Sin trabajo. Trabajaba para el Ministerio de Justicia. Los talibanes lo enviaron a casa. “De todos modos, no tenemos la misma concepción de la Justicia”. 

Quiere ir a Irán, el mayor refugio de refugiados del mundo después de Pakistán, a Shiraz, la ciudad de los poetas y los filósofos, al gran Hafez, donde ya vive uno de sus hermanos, pero es imposible obtener un visado. En Kabul, la cola es interminable frente a la embajada.

Podría cruzar la frontera ilegalmente, pero “los iraníes disparan como a conejos”. 

Jadiya aún espera ser evacuada a Occidente: “Ya no nos preguntamos: ‘¿Cómo estás?’, sino: ‘¿Estás en una lista de evacuación?’”. Asiya también, la más joven. Tiene 22 años y sueña con el periodismo, la libertad, Francia, París y la Torre Eiffel. Abrió un canal de YouTube, que ya cuenta con casi 10.000 suscriptores, en el momento en que los talibanes derrocaron al anterior gobierno. Rinde homenaje, ante la cámara, a su tan despreciada cultura hazara, algo muy arriesgado. Muestra su belleza, riqueza, poesía, música y apertura. “Los hazaras son conservadores moderados. Aquí, las mujeres llevan un pañuelo, ligero y colorido, en la cabeza, no un burka. La tradición es que estudien y trabajen. No obligamos a las chicas a casarse con viejos como los pastunes”.

En los comentarios, se la aplaude o se la insulta por ser una “hazara sucia y libertina” que habla con hombres desconocidos, en este caso pastores, campesinos que también cuentan la dureza de la vida, la miseria en las laderas más remotas, el cambio climático, el deshielo de los glaciares, la sequía, las devastadoras inundaciones repentinas, la roca, la piedra que cede. 

Debido a las guerras, nuestra obsesión ha sido la paz, no la lucha contra la catástrofe ecológica, la otra desgracia de Afganistán”, suspira su padre Abderrahim. Sus ojos se posan en una humeante taza de té y luego se ven presos de la preocupación: “Tienes que tapar el coche si quieres que aguante los 23 grados bajo cero y que arranque mañana. Te daremos una lona de lana”. 

Para ir de las colinas de Kabul a las crestas de Kuh-i Baba, donde se ha abierto paso la 3G pero no hay agua corriente ni electricidad (a no ser que se tenga un panel solar que proporciona algunas horas), fue necesario comprar cadenas, conducir la mayor parte de la noche, la mitad de ella sobre nieve, hielo y barro, en un entorno vertiginoso de picos y acantilados, desfiladeros y cumbres, bajo una luz hitchcockiana que cruza la luna, las estrellas y los faros, empujando el coche cuando se atasca, un viejo coche alemán que, con su conductor Ahmed Shakeeb, causa la admiración de la aldea paralizada en invierno: “¿Habéis venido en esto? ¡Es imposible!”. 

Agricultor desde los 15 años y hoy pequeño propietario (cuando la mayoría trabaja tierras que no les pertenecen en un país donde sólo el 12% de los 650.000 km2 de tierra son cultivables), Abderrahim sólo cultiva trigo y patatas. Lleva varios años soportando las malas cosechas, impotente y angustiado. ¿Qué pasaría si la familia perdiera su autonomía alimentaria y se encontrara sólo con té y pan para calmar sus estómagos hambrientos, como tantos de sus vecinos?

Sus hijos no se plantean tomar el relevo. Demasiado duro, demasiado incierto. El que aprendió a leer y escribir en la mezquita exigió que todos estudiaran, niños y niñas por igual, en la escuela y luego en la universidad, en Bamiyán. La universidad sigue cerrada: “Los talibanes quieren planes de estudio que obedezcan a la sharia”.

Tahira, su mujer, “una verdadera historia de amor”, se sonroja, no es un matrimonio de conveniencia, se casó a los 18 años, posee una gran sonrisa, desdentada por la falta de acceso a la sanidad en esta región aislada, habla de sus hijas con estudios, orgullosa, pero no puede evitar decir que son “cargas”, “un peso”.

“Estamos condicionados por esto”, defiende su hija Asiya. La idea de que los hombres tienen valor, dignidad, no las mujeres. Asiya lleva el pañuelo desde los 8 años, no se ve sin él: “Si queremos vivir aquí, tenemos que hacerlo. No llevarlo nos pondría en mayor peligro”. 

Muchos en el pueblo, alejado del dogma talibán, se niegan a que sus hijas vayan a la escuela. Se les obliga a realizar las tareas domésticas a una edad muy temprana. Las vemos bajar al río, con una pesada cesta de ropa y vajilla sobre la cabeza, barriendo con la escoba de paja, sacudiendo las alfombras, envolviendo a los bebés...

Abderrahim intenta convencer a los padres uno por uno. A veces funciona. Dos nuevas adolescentes se han incorporado a la clase de inglés de Mohammed, un estudiante local que enseña la lengua del antiguo ocupante “porque es el futuro, la emancipación”. Enseña en el centro de la pequeña mezquita, antes de las recitaciones del Corán, cuando sale el sol y el cielo se vuelve rosa. Una clase mixta, con alumnos de 4 a 22 años.

Más que la crueldad talibán vivida en el pasado, las lapidaciones, los ahorcamientos, las manos cortadas, Abderrahim teme “el fin del derecho a saber”; “Occidente ha evacuado a todos los que han hecho progresar al país en los últimos 20 años: nuestros ingenieros, nuestros intelectuales, nuestros profesores, nuestros periodistas... Sólo quedamos nosotros, los campesinos, y estos salvajes”. 

Bamiyán. En los días oscuros, Asiya lleva a Jadiya, su hermana, a los pies de los Budas, dos estatuas milenarias voladas con explosivos y proyectiles de tanque por los talibanes hace 20 años. Un choque internacional. Un punto de inflexión. Asiya canta mientras salta sobre los restos: “Somos hazaras e hijas de Buda”.

La resistencia también es eso. Una chica en bicicleta cerca de un puesto de control, otra con el pelo escapando del velo sosteniendo la caja registradora de un supermercado frecuentado por hombres, una tendera que se niega a decapitar a las modelos femeninas de su tienda, Asiya que tararea, vestida con vaqueros y un abrigo corto, su apego a la herencia greco-budista en las narices de los oscurantistas. 

Esta fría mañana es la primera vez “desde el retroceso” que las dos hermanas pisan el lugar. Tienen la inmensidad para ellas solas. El turismo, tan floreciente en el pasado, está muerto. Bueno, casi. 

“Este, en la entrada, es Salsal, de 53 metros de altura; ella, allí, es Shamama, de 38 metros de altura. Se amaban, son nuestros Romeo y Julieta”. Un guía conduce a tres turistas chinos veinteañeros, los únicos que vemos en este viaje. No le escuchan, concentrados como están en fotografiarse divertidos bajo la bandera blanca del Emirato Islámico de Afganistán, con el Kalashnikov de los talibanes vigilando el lugar. 

El mayor de los soldados se deja, sonriendo. No tiene 30 años, pero su espesa barba le hace parecer diez años mayor. Se unió al movimiento cuando era adolescente, seducido por el programa: “Paz y sharia”, unos años después de la destrucción de los Budas, de la que no guarda ningún recuerdo. No lo condena, no lo aprueba. 

Solo afirma que “Estados Unidos debe devolver el dinero a los afganos (*)”, que “los talibanes han cambiado”: “Hemos dado todas las garantías a las mujeres. Podrán estudiar y trabajar de acuerdo con la sharia, en cuanto hayamos puesto en marcha la logística para separarlas de los hombres en las aulas, en el transporte y en el lugar de trabajo”. Dice que son “los custodios de todo el patrimonio afgano” y que si pudieran, reconstruirían las estatuas, pero “Afganistán ya no tiene dinero”. 

En el valle, hay otro rumor. Los talibanes siguen obsesionados con su estricta interpretación del Islam, que prohíbe la representación de un ser humano en pintura o escultura. Destrozaron la estatua de un mártir nacional al que torturaron hasta la muerte en 1995, un señor de la guerra hazara, Abdul Ali Mazari, fundador de Hezb-e Wahdat, una coalición de milicias chiíes. Lo sustituyeron por una réplica del Corán...

Además, excavaron en secreto bajo el acantilado, patrimonio mundial de la UNESCO, en busca de “un tesoro”. Sin la aprobación del poder central en Kabul. Abdullah Sarhadi, el nuevo gobernador de Bamiyán, un mulá tirano, gran destructor de budas en 2001, y antiguo preso de Guantánamo, así lo confirmó a los periodistas.

“Dólares, dólares”. Spandi, los niños de la calle que prometen proteger del mal con la planta que fuma en sus latas, vienen corriendo. Provienen de las cuevas cercanas, donde vivían los monjes budistas en el siglo VI y donde los más pobres sobreviven en la extrema pobreza.

Un padre angustiado les sigue: Hussain, con cuatro bocas que alimentar, ya no tiene dinero. Lleva días sin hacer una entrega con su carretilla: “No hay trabajo. ¿Qué será de nosotros?”.

La misma angustia se apodera de Nickbakht. Nos enseña su cueva de tres por dos metros con su bebé en brazos. Tiene miedo de que todo se derrumbe. Su vida, los acantilados que se erosionan peligrosamente debido al cambio climático. Se está formando una multitud debajo de su celda de ermitaña. Un vecino está causando una pelea.

Acusa a las madres de alrededor de llevarse “todos los dólares de los periodistas”, de hablar con la prensa extranjera por dinero y de no compartir, señalándonos a nosotros. Bajamos y les explicamos que no pagamos por los testimonios.

Ella insiste: “Sí, eso es lo que hacen los americanos”. Un niño trata de animar el ambiente haciendo girar una cometa improvisada hecha con una bolsa de plástico. Durante su primer régimen, los talibanes habían prohibido estos pájaros de papel...

La hambruna amenaza Afganistán seis meses después del asalto talibán al poder

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(*) Estados Unidos, que congeló cerca de 9.500 millones de dólares en reservas del Banco Central Afgano cuando los talibanes tomaron el poder, anunció el viernes 11 de febrero que se incautaría de 7.000 millones de dólares de la suma (6.140 millones de euros) para compensar a las víctimas estadounidenses del terrorismo, en particular del 11 de septiembre de 2001. Los talibanes denuncian un “robo” que refleja la “decadencia humana y moral” de Estados Unidos, mientras las arcas del país están vacías y se produce una de las peores crisis alimentarias del mundo, según la ONU.

Traducción: Mariola Moreno

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